«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Globalización o etnopatriotismo

24 de noviembre de 2016

Tras leer el libro de Carlos Rojas “¿Por qué perdimos la guerra?” (Planeta, 2006), uno se da perfecta cuenta que el atajo de mediocres, agitadores y gentucilla diversa de la Segunda República Española no hubiera podido gestionar medianamente bien un quiosco de churros. De haber tenido que hacerlo se hubieran dividido, peleado y asesinado entre ellos, como efectivamente hicieron sin que la “memoria histórica” nos recuerde un solo día su odio cainita. El odio entre ellos se veía acrecentado, naturalmente, cuando del enemigo se trataba. Así, una de las cosas que esa misma memoria histórica oculta es que el Frente Popular estaba convencido de que medio país sobraba y por tanto era inadmisible que ellos pudiera perder las elecciones. Por eso, cuando eso sucedió en noviembre de 1933 las izquierdas no lo admitieron y organizaron -el PSOE y la ERC- el golpe de Estado de 1934, que provocó 1500 muertos en 26 provincias, amén de una propaganda enfermiza e insidiosa por parte de los mismos golpistas, que enturbiaría la mismísima convivencia nacional y precipitó el país en la guerra civil.

Lo peor de esto es que la “revolución”, en sentido tradicional, se ha comportado así en diferentes contextos y en diferentes épocas del convulso siglo XX. Esa idea, alimentada por la arrogancia y por una supuesta –pero falsa- superioridad moral, enciende un odio atroz que se disfraza de todo lo contrario. De ahí que en multitud de países, en nombre de la “tolerancia”, la “libertad”, la “democracia” y otras palabras tótem, se origine una cruenta intolerancia y una represión de las libertades hasta llegar a coartar a la democracia misma. Esta actitud no se circunscribe a la izquierda política dado que un signo de nuestra época es que el eje del debate ha dejado de ser el dilema izquierda-derecha para pasar a ser el conflicto entre globalización y etnopatriotismo. Así, por ejemplo, en España es el Partido Popular desde el gobierno de la Comunidad de Madrid, un partido que entronca con la más rancia y fundamentalista tradición liberal, quién aprueba leyes que teóricamente uno esperaría ver impulsadas por “Podemos”: la “LEY 3/2016, de 22 de julio, de protección integral contra la LGTBifobia y la discriminación por razón de orientación e identidad sexual en la Comunidad de Madrid” o el anteproyecto de ley que prepara el gobierno de Cristina Cifuentes sobre “igualdad de trato, contra la discriminación y los delitos de odio”. El problema de este tipo de leyes es que no dejan resquicio alguno para la discrepancia pacífica o incluso para el pensamiento discordante. Este resultado es la consecuencia de que, intencionadamente, definen delitos vagos e imprecisos de manera que resultan equiparables desde la agresión física hasta la mera divergencia de opiniones.

Pero la consecuencia política más importante de lo dicho aquí es que sitúa a partidos, tradicionalmente enemigos, en el mismo bando. Leyes como estas hacen convierten en aliados al PP, al PSOE, a ERC y a Podemos, que discreparán solamente en el celo y en el fundamentalismo a la hora de aplicar la fatua correspondiente. Este es un ejemplo palpable del cambio en las referencias políticas antes mencionado.

El caso más evidente de esto ha sido -¡cómo no!- la victoria electoral de Donald Trump. Baste leer el cúmulo de majaderías de Carlos Pardo y otros escribientes de “El Mundo” para percatarse de la radical y absurda unilateralidad y sesgo de cuanto ponen en las páginas de ese diario. Ellos, naturalmente, solo repiten como cotorras lo que escuchan fuera que, en el fondo y por otra parte, no es diferente. Pero el caso es que las elecciones norteamericanas han polarizado a aquél país hasta extremos nunca vistos: por un lado, los vencedores y, por otro, los que no aceptan que han perdido. Así, la semana pasada Mike Pence tuvo la ocurrencia de ir en Nueva York al teatro a ver el musical “Hamilton”, basado en el personaje de Alexander Hamilton, uno de los “padres fundadores” de los EEUU. Al final de la obra, el personaje que interpretaba a Aaron Burr –tercer presidente del país- dirigió un alegato al vicepresidente electo para decirle que “señor, nosotros somos la América diversa que se muestra alarmada y ansiosa por el hecho de que su nueva administración deje de protegernos a nosotros, a nuestro planeta, a nuestros niños, a nuestros padres y deje de defender nuestro derechos inalienables. Pero verdaderamente esperamos que este espectáculo le haya inspirado para mantener nuestros valores americanos”. El hecho fue muy jaleado por la prensa cipaya de la plutocracia: The New York Times, The Washington Post, etc.

La respetabilidad del susodicho actorcillo nace del sofisma de que pertenecer “al mundo de la cultura” automáticamente le da a uno autoridad y criterio para pronunciarse sobre cuestiones de las que muy probablemente no tiene ni idea. Eso lo hemos vivido aquí cuando, con motivo de la guerra de Iraq, nuestros castizos “intelectuales”, todos ellos del “mundo de la cultura pero en realidad actores, escritores y cantantes, escribieron un manifiesto lleno de sandeces, en el que, en palabras de Gustavo Bueno, en vez de formar “un conjunto distributivo de cien sabios” optaron por formar un “conjunto atributivo de un único idiota”.

Volviendo al musical “Hamilton”, es realmente un misterio qué criterio tendría el citado personaje para endosarle al vicepresidente Pence tal ristra de fechorías, todas ellas, claro está, en el plano de las intenciones y de la propaganda de los mismos que jalearon tan estúpida declaración.

Pero la cosa no queda ahí: ya en marzo, el “casting” para el citado musical puso un anuncio en el que buscaban “NON-WHITE men and women” (hombres y mujeres que no sean blancos). Lógicamente, cualquier otro color hubiera suscitado un clamor contra el “racismo”.

Los alcaldes Rahm Emmanuel, de Chicago, y Bill de Blasio, de Nueva York, se han apresurado a declarar sus ciudades como “santuarios” y se han negado a prestar cooperación con las autoridades federales que busquen deportar a los inmigrantes en situación ilegal. Esto es especialmente curioso en el caso de Emmanuel, un intrigante internacional, sospechoso de connivencia con cierta potencia extranjera de Oriente Medio. Pero hay más: el pasado día 18, las páginas del infecto “The New York Times” dieron cabida a Daniel Duane, que escribió un artículo titulado “I Wish We All Could Be Californian” (Ojalá todos pudiéramos ser californianos), donde pide la secesión de California para no tener que obedecer al presidente elegido democráticamente. Ya se sabe: solo hay democracia si gano yo.

Los enemigos del recién elegido presidente han prometido una guerra desde el minuto cero, demostrando que la retórica democrática es solo la tramoya de un poder que dice –no explica- cómo deben ser las cosas sí o sí. Por eso para el día del traspaso de poderes –el 20 de enero- hay convocadas dos manifestaciones en Washington DC: una de ANSWER (Act Now to Stop War and End Racism o Actuar ahora para detener la guerra y el racismo) y otra pro-Hillary denominada “Million Woman March ” (la marcha del millón de mujeres). Suponemos que las arcas de George Soros y demás estarán trabajando a tope para agitar el país, dado que es difícil de creer que una archicorrupta como Hillary Clinton goce del apoyo de “un millón de mujeres”.

 

¿Qué puede hacerse ante esto? Independientemente de que se crea esto o aquello de Donald Trump, hay que tomar conciencia de que esta será una presidencia a la que se quiere poner un cerco inmisericorde por las ideas que los estadounidenses han votado en la persona de Trump, no por la imagen que los medios dan del presidente electo. Estas ideas, que muchos defendemos, son básicamente tres: primero, la defensa de los intereses vitales de la nación en el exterior; segundo, la defensa de la identidad nacional y el rechazo a la inmigración masiva e ilegal y, por último, el patriotismo económico. Nada de esto es admisible para la plutocracia. Por otro lado, llamar a la rebelión suele acabar mal. Es bueno que se sepa que ninguna sociedad puede sobrevivir poniendo en entredicho sus propios mecanismos legales. Cuando en 1956, once gobernadores de la vieja confederación del sur se negaron a “desegregar” los colegios, “Ike” mandó a la Guardia Nacional y al ejército, algo que aplaudió toda la progresía planetaria. Ahora son ellos los que se sublevan contra el orden. No creo que haya que llegar a este tipo de medidas pero lo importante es que los que han ganado se apresten a defender lo que han conseguido legítimamente. Luchar, dar la batalla y nunca salir corriendo. Eso es lo que importa.

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