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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La abolición del sexo

23 de mayo de 2017

En estos días en que despunta el verano meteorológico florecen, sagazmente repartidos por el mobiliario urbano, anuncios de ropa íntima y de bañadores femeninos. Forman parte del paisaje estacional, como las cerezas de finales de mayo o la conclusión de la Liga de fútbol y constituyen, si no aún tradición, sí al menos costumbre. 

Sin embargo, en ciertas zonas de Madrid han aparecido algunos de estos anuncios emborronados por un spray negro que oculta la zona del pecho de Irina Shayk, aquella antigua presunta novia rusa de Cristiano Ronaldo, para entendernos. La leyenda que acompaña a la acción censora, reza: «basta».        

No es la primera vez. A lo largo de los últimos años se han sucedido las polémicas sobre la utilización del cuerpo femenino para la publicidad, particularmente cuando muestra desnudez o sugiere erotismo (esto es casi un pleonasmo). Pero lo que ocurre ahora es algo distinto, porque se enmarca en un contexto en el que se está imponiendo una determinada visión antropológica, desde los supuestos de la ideología de género. Y a la luz de estos, la cuestión adquiere otro cariz. 

Porque ese “basta” condensa un puritanismo antinatural -me empieza a resultar ligeramente increíble que existan personas que aún no hayan reparado en el puritanismo que acecha tras la ideología de género y el feminismo- saludado con alborozo por una clase de tropa que cree asistir al alborear de una era hedonista.

Un hedonismo que tiene un camino, que es la esterilidad, y un precio, que es la extinción. Por ese camino, y dispuesto a pagar ese precio, se precipita un ejército zombi en demanda del soma huxleyano. Y a la vanguardia del ejército esterilizador el feminismo, no tanto causa como consecuencia de la descomposición.

La ofensiva contra el varón es solo el preludio, imprescindible. Para el feminismo el sexo entre hombres y mujeres viene determinado por el papel invasivo de la sexualidad masculina. El varón conquista el territorio, entra en la mujer; la vagina es asaltada por el pene agresor. El acto sexual mismo entre el hombre y la mujer, así, reproduciría inevitablemente las relaciones de poder masculino-femeninas, perpetuándolas. El feminismo exige, pues, un igualitarismo extremo llegando, en el caso del feminismo lésbico, a prescribir las relaciones sexuales en paralelo para evitar una posición física de superioridad.  

Todo el discurso contra el machismo y el heteropatriarcado desemboca en esto. Si le añadimos la conceptualización de los ideólogos de género, para muchos de los cuales –como asegura Bataille y sugiere Foucault- el erotismo es puro odio, el rechazo del sexo está servido. Odio, dominación, poder: he ahí el sexo.

La judicialización de las relaciones personales que hoy tiene lugar, en buena parte justificada desde el poder en la protección contra los malos tratos, juega un papel decisivo. La inversión de la carga de la prueba y la anulación de la presunción de inocencia cuando es una mujer la que acusa a un hombre, está destruyendo la base de confianza sobre la que se construyen las relaciones personales. 

Algunas otras circunstancias ayudan lo suyo. La ciencia y el desarrollo tecnológico hace tiempo que permiten una práctica disociación de sexo y reproducción, lo que lejos de humanizar las relaciones sexuales, las ha cosificado; los jóvenes cada vez están más inclinados a las experiencias virtuales antes que a las físicas; quizá por eso, en ciertos países de la Europa comunitaria, anteponen el interés por la tecnología al sexo. 

Además, en el contexto del combate contra el machismo se han proscrito el piropo y la galantería, expresiones de la sexualidad, al cabo, que hoy son perseguidas con saña. La sexualidad se agotará, se secará, al rechazar un principio de complementariedad que necesariamente se basa en la diferencia, que es lo que se niega. 

Esa castidad progresista enlazará muy bien con el islam, como ha sabido ver Michel Houellebecq. Pues mientras nos afanamos en gozar de esta esterilidad que nos extingue, al otro lado del muro que debiera proteger la isla Europa, se agitan muchos millones de seres humanos que se multiplican soñando con dominar el mundo.  

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