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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La destrucción de la clase media

20 de diciembre de 2016

Con toda seguridad, la consecuencia más decisiva de la crisis económica ha sido la degradación de las clases medias, algo que no es exclusivo de España, aunque tal cosa no sirva de consuelo. Un proceso en el que han sido vapuleados inmisericordemente asalariados y autónomos, en favor de unas elites sociales cada vez más transnacionales.

Las clases medias y trabajadoras no solo han visto mermadas sus posibilidades y su futuro, sino que se han visto privadas del acceso a muchas prestaciones sociales como vivienda protegida y guarderías, de las que sí se benefician los inmigrantes de ingresos más bajos. Inmigrantes atraídos por unas políticas deliberadamente diseñadas para beneficiarse de la mano de obra de bajo coste que representan, y que engordan a las elites a costa de la proletarización de la clase media.  

Este tipo de política perjudica a muy amplios sectores de una población que tiene que competir en condiciones de desigualdad; las deslocalizaciones representan una amenaza permanente en el mundo de la globalización, ya que los nacionales no pueden rivalizar con quienes no tienen que soportar los costes de mantener un Estado de Bienestar, muchas veces padecen la ausencia de derechos laborales y parten de niveles de vida más bajos. Ello por no hablar de la consecuente desnacionalización de los sistemas jurídico-laborales. 

Las deslocalizaciones han dañado, sobre todo, a las pequeñas y medianas empresas, generadoras hasta del 80% del empleo en muchos países de la OCDE, ya que tiene imposible deslocalizar; pero, además, ha resultado lesivo no solo en el orden puramente económico, ya que ese tipo de empresas frecuentemente son un pilar esencial del tejido social.

Las recomendaciones de quienes abogan por un orden globalizado van, en consecuencia, por la vía de la contención de salarios, de la disminución de los derechos laborales y del desmantelamiento –más o menos camuflado- del Estado de Bienestar. 

La globalización, en definitiva, ha beneficiado a las elites a costa del resto de la sociedad. En los propios Estados Unidos, durante la segunda mitad del siglo XX, la media de crecimiento del PIB fue del 3,5%, mientras que hoy no llega al 2%; entre tanto, las finanzas van viento en popa y las grandes fortunas ha visto incrementada su riqueza.  

Además, hemos visto que, en algunos sitios, se ha optado por enfrentar la crisis recortando el presupuesto para educación y sanidad, los salarios de la administración y las pensiones. Todo lo cual se ha presentado como la única política posible, aelgando que la alternativa sería la de desmontar el Estado de Bienestar. Lo cierto es que la clase media apenas puede sobrevivir sino gracias a las ayudas sociales, aunque en muchos casos estas sean poco más que residuales –como en el caso de España-. 

Por otro lado, las políticas monetarias de los bancos centrales redundan en beneficio de la industria bancaria, causante de la crisis, en claro detrimento de los ahorros de un sinnúmero de hogares. La consecuencia es que mientras Wall Street dispone de dinero barato en abundancia para sus inversiones financieras, en la década entre 2005 y 2014 los ingresos de dos tercios de las familias en veinticinco de las economías más desarrolladas del mundo han descendido o, en el mejor de los casos (pocos), se han mantenido.

No resulta extraño que las nuevas generaciones estén creciendo en el escepticismo, y que cada vez perciban como más deseable la adopción de medidas de fuerza por parte de los gobiernos, y como algo menos esencial el mantenimiento del formalismo democrático. Está emergiendo una nueva mentalidad posdemocrática. 

Una España más pobre y desigual

En nuestro caso también estamos asistiendo a un generalizado descenso de los salarios; en los últimos cinco años, estos han caído en términos reales casi un 1%. También ha aumentado la desigualdad en la distribución de la renta y del patrimonio, como muestra el que el 10% de la población que hace cuatro décadas poseía el 26% de la riqueza hoy posee el 48%; si atendemos a criterios como el de “riqueza financiera”, encontramos que ese 10% de la población acapara el 70% de esta. 

Al tiempo que el gobierno de Rajoy anunciaba la salida de la crisis en 2013, la realidad era que mientras los perceptores de salarios se habían reducido en un 13.5%, la masa salarial lo había hecho en un 19.6%. La crisis había producido una pérdida de poder adquisitivo, afectando sobre todo a los salarios más bajos. La presunta salida de la crisis arrojaba unas cifras de desigualdad salarial más elevadas que nunca. 

De modo que el pretendido ascenso de los salarios en los diez últimos años es irreal, ya que han sido los sueldos más altos los que más han subido, al tiempo que se ha destruido el empleo de menor calidad y han descendido los sueldos medios y bajos. Mientras el peso de los salarios en el PIB bajaba 3,4% entre 2010 y 2013, el de los beneficios de las empresas en el reparto de la renta aumentaba durante ese tiempo un 2.4% del PIB. 

Durante los años más duros de la crisis, según se multiplicaba la pobreza, las cien mayores fortunas de España acrecentaban sustancialmente su patrimonio, fenómeno semejante al sucedido en los países de la UE. La desigualdad se ha disparado y hoy tenemos un 51% más de ricos de los que había en 2007, mientras un 13% de los asalariados está en riesgo de exclusión. El fenómeno del aumento del número de millonarios y del número de pobres es una pésima noticia, por cuanto ambas cantidades se detraen de la clase media.   

En nuestro país, más de dos millones de personas llevan dos o más años tratando de encontrar empleo. Sólo un 44% de los registrados por la EPA reciben algún tipo de prestación pública (muchas de ellas ciertamente bajas); la mayor parte del incremento en gasto público se dedica a pagar las pensiones. La perspectiva no es mucho mejor por cuanto el Estado sigue sin atender la perentoria necesidad del crecimiento demográfico, con lo que estas partidas no podrán disminuir en el futuro, sino todo lo contrario.

Además, la debilidad de la economía española se ha acentuado, convirtiéndola a estas alturas en completamente dependiente y, por tanto, de una extrema sensibilidad a las menores oscilaciones internacionales.  

La clase media está hundiéndose. Lo previsible es que ese proceso no se detenga, sino que se agudice. Da la impresión de que no se están midiendo bien las consecuencias del descrédito de las fuerzas políticas actuales y de los recambios previstos, pero las claves del comportamiento político están cambiando a cierta velocidad, y lo que empieza a faltar es una fuerza política capaz de arrostrar el empeño de devolverle la fe al pueblo español. 

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