«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Envenenados

11 de abril de 2017

Cuentan que, a fines del siglo XIX, un gobernador británico en la India se vio en un grave aprieto con ocasión del entierro de un notable de cierta localidad. Pues era costumbre que, junto a la sepultura del finado, fueran enterradas sus varias mujeres tras haber sido quemadas vivas.

Urgido por los partidarios del respeto a las exóticas costumbres orientales a que permitiese la celebración del funeral en cuya pira habrían de arder aquellas desventuradas –quién somos nosotros para imponerles nuestras normas-, titubeó antes de tomar una decisión; pues otros, escandalizados, le impelían en sentido contrario, considerando la costumbre de la cremación bárbara y contraria a la civilización.

Tras pensarlo detenidamente, el gobernador hizo llamar a los unos y los otros, a hindúes y británicos, y les comunicó lo que había resuelto:

Está bien –les dijo-. Permitiré, conforme a sus usos tradicionales, que lleven ustedes a esas mujeres a incinerar; eso sí, junto a la pira haré erigir una horca. Quien prenda fuego a una mujer será colgado. Así ustedes conservarán sus costumbres y nosotros las nuestras. 

Llevamos muchas décadas, demasiadas, haciendo como si no hubiese diferencia entre incinerar esposas inocentes y ahorcar asesinos. 

Ese es uno de los venenos que ha inoculado el progresismo ante la absoluta permisividad general: el relativismo cultural, de acuerdo al cual todas las civilizaciones son equivalentes, puesto que no varían más que en función de su adaptación ambiental en forma de evolución histórica.  

Ahora bien, si todas las civilizaciones son equivalentes…¿por qué el relativismo cultural es un producto occidental? ¿por qué Occidente es la única civilización que se plantea la licitud de su hegemonía planetaria? ¿no hay en eso una superioridad implícita, al menos para los partidarios del relativismo cultural? 

Plantear estas preguntas tendrá como pronta respuesta la indefectible acusación de racismo, que no es sino la demostración de la enfermedad que aqueja a nuestra civilización: la endofobia, el odio hacia lo propio. 

Pero la respuesta debe ser diáfana. Es un hecho incontestable el que la occidental es más humana, más poderosa y más desarrollada que el resto de civilizaciones. De modo que la única crítica que cabe no puede basarse más que en sus deficiencias, en un haber dejado de ser lo que debe, nunca en su naturaleza intrínseca.   

Hechizados por las palabras tótem –entre las que “tolerancia” se lleva la palma- hemos olvidado la lección que nos brindó el maestro Toynbee cuando estableció que son las religiones las que fundan las civilizaciones y que estas, en el trance de su senectud, se revuelven contra aquellas, precisamente, por haberles dado a luz. 

Para quienes prefieren los argumentos prácticos quizá bastara con recordarles que en Europa hay unos 50 millones de musulmanes, mientras que los europeos no se suben a una patera para alcanzar las costas de Egipto, Libia o Siria. Esa es la realidad.

En todo caso, pocos ignoran que extramuros de Occidente impera la barbarie. Que el verdadero problema reside en que hemos importado esa barbarie, una barbarie que  estamos incubando en nuestras calles.

Y que cada vez estamos más cerca de permitir las piras funerarias sin contrapartidas.   

 

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