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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Retrato del embajador Juan Francisco Cárdenas

Es un idioma fundamental para Norteamérica, pues ha abastecido la primera cultura del continente por el hecho de su valor propio en artes y ciencias, lo mismo que por su uso práctico en las relaciones con las naciones vecinas de Hispanoamérica».

El responsable de estas palabras, pronunciadas en el segundorrepublicano mes de septiembre de 1933, fue Juan Francisco Cárdenas (1881–1966), quien las dijo durante la ceremonia en la que fue distinguido como doctor honorario en leyes por la Universidad de Columbia. Diez años después, Salvador Dalí, ya señalado y renombrado despectivamente como «Avida Dollars» por el capo del surrealismo, André Breton, pintaba al óleo un retrato de nuestro hombre que hoy puede contemplarse en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía formando parte de la exposición Campo cerrado, título tomado de una novela homónima del exiliado Max Aub.

El cuadro presenta en primer plano una imagen de medio cuerpo en la que el diplomático, mientras mira al espectador, sostiene un libro al tiempo que una capa resbala por su hombro izquierdo. Tras él, extraídos de la escena marcada por las lanzas, aparecen Justino de Nassau y Ambrosio Spínola, protagonistas de La Rendición de Breda, que sirven a Dalí para representar la capa cortical del cuerpo de la sociedad política española, en su dimensión diplomática, a la que perteneció don Juan Francisco. En un tercer plano, El Escorial, exhibiendo su ortogonalidad, se asienta sobre una línea horizontal que divide el cuadro en dos partes, cediendo la superior a unos nubarrones. Interpretar a Dalí es sin duda un delicado propósito, sin embargo, no nos resistiremos a tratar de, al menos, contextualizar los elementos de su composición a despecho de la definición de Surrealismo dada por el Breton redactor de sucesivos manifiestos:

«Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.»

Asumiendo tal riesgo, no parece descabellado relacionar la imagen de la obra arquitectónica de Herrera con una influyente revista fundada en 1940 por Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo, antes de ser dolarizados. El nombre de la publicación, tan falangista como sus impulsores, era Escorial. La poderosa imagen del monasterio y panteón áulico, empleado como modelo para el Ministerio del Aire –también conocido como Monasterio del Aire– concebido por Gutiérrez Soto, nos remite de nuevo a Cárdenas, quien no en vano se proclamó partidario del bando franquista y representó a esta facción española en París. Para entonces el diplomático ya había desarrollado una intensa carrera que le había llevado a destinos tales como Lisboa, La Habana, México, Washington y Berlín. Finalizada la Guerra Civil ganada por su bando, Cárdenas volvería a representar a España en los Estados Unidos del presidente Truman marcados por el ambiente anticomunista que caracterizó a la Guerra Fría.

Es entonces cuando el diplomático se entregaría a una labor crucial para el devenir del régimen: las negociaciones que en 1953, diez años después de pintarse el cuadro y dos antes de ser nombrado rector de la Escuela Diplomática, sirvieron para la firma de los Convenios España-EEUU por los cuales España permitía la implantación en su suelo de bases militares yanquis a cambio de ayuda económica y técnica. La firma de tales acuerdos sellaba la incorporación de nuestra nación a la atmósfera del imperialismo capitalista que trataba de articular una suerte de Estados Unidos de Europa de los cuales es heredera la Unión Europea actual, intencional estructura que las sectas catalanistas y vasquistas leyeron en clave interna con la anuencia de los más ingenuos y sobornados federalistas del momento.

Desaparecida la revista Escorial, sus principales impulsores serían captados para la causa cultural norteamericana y antisoviética del Congreso por la Libertad de la Cultura en unos años en los que el estilo y los valores norteamericanos tomaban arterias urbanas como la Gran Vía madrileña o se colaban directamente en los hogares a partir de 1956, tres años antes de la visita de Eisenhower tras la cual se abrieron paso el Plan de Estabilización y los tecnócratas del Opus Dei, gracias a la televisión y el NO-DO. Si la oferta del estilo de vida americano se filtraba de este modo en las capas populares, las áreas más distinguidas recibirían becas gracias a las cuales mejorarían su capacitación formativa en las universidades americanas para regresar a España y cantar las bondades del gigante americano.

 

La estrategia propagandística de los Estados Unidos, no obstante, había comenzado a desplegarse poco después del final de la guerra fratricida, en noviembre de 1942, al abrirse en Madrid, capital de esa España a menudo presentada como aislada y autárquica, la Casa Americana de los Estados Unidos, segunda en su género dentro del continente europeo. Pocos meses después, Dalí, insoluble en las aguas benditas del catalanismo, tensaba su lienzo sobre el bastidor para retratar a ese Juan Francisco Cárdenas del que este artículo no es sino una apresurada pincelada.  

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