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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Aristocracia real ya

24 de febrero de 2017

El 15-M nos animó a soñar sin ataduras y a imaginar una democracia real. En el actual contexto de ruptura también hay espacio político para aquellos que desean repensar la aristocracia.

“En nuestro país existe una necesidad enorme de respeto y orgullo. Hay también una exhortación para que el Estado ejerza su autoridad, y para que los que lo encabezan tengan un comportamiento ejemplar”, proclamó Fillon después de ganar las primarias de Los Republicanos. Hoy el paladín de la derecha oficial francesa se tambalea sacudido por el escándalo de los empleos ficticios de su mujer. Solo puede balbucear que todo lo que hizo era ‘legal’.

Antes que él, también el rey Juan Carlos quedó rehén de sus palabras al aludir a la ejemplaridad en su discurso de Nochebuena. Con un pasado lleno de hábitos distraídos, la recuperación del antiguo ideal de la ejemplaridad se ha convertido para el establishment en una pesadilla que acaba devorando a quien la invoca.

La credibilidad de las instituciones europeas atraviesa sus horas más bajas. La ciudadanía percibe que la clase política dirigente goza de privilegios injustificados y arrastra un grave déficit moral. Sin embargo, las elites no parecen dispuestas a hacer examen de conciencia y propósito de enmienda. Más bien, parecen tentadas a etiquetar como populistas o irresponsables a todo aquel que denuncie sus excesos.

Tras casi una década de empobrecimiento y sacrificios, la sociedad empieza a exigir a sus dirigentes algo más que la simple observancia de las leyes. Quiere ver en ellos una conducta que no se limite a evitar la línea roja del delito, sino que demanda cada vez más honestidad, integridad y patriotismo. Puede que los safaris en Botsuana, la ceguera ante la corrupción del propio partido o la gestión del patrimonio en el extranjero no sean actos ilegales, pero es evidente que el nivel de tolerancia hacia estos comportamientos se ha reducido.

La política actual ofrece buenas fábulas sobre la ejemplaridad para quien sepa leer entre líneas. Nigel Farage fue uno de los fundadores del UKIP. Llegó a ser su líder y, después de ganar el referéndum del Brexit, anunció su renuncia como cabeza del partido y como eurodiputado. Según sus propias palabras, se había metido en política para luchar por la soberanía de Gran Bretaña y decidió abandonar la escena pública cuando consideró que había cumplido con su tarea. En el extremo opuesto se encuentra Durao Barroso. Después de toda una vida viviendo de la política, el que fuera presidente de la Comisión Europea fichó como presidente no ejecutivo de Goldman Sachs. Este insigne eurócrata no tuvo ningún reparo ético en pasar a trabajar como lobista para el banco que había asesorado al gobierno griego para disfrazar los déficits de las cuentas públicas. Hay algo absolutamente reprobable en que un europeo que ha sido representante del pueblo se convierta en un mercenario al servicio de quienes han puesto en riesgo la estabilidad de Europa. Ante estos comportamientos, es natural que cada vez sean más los ciudadanos que no creen en el proyecto de Bruselas.

A pesar de todo el descrédito acumulado, parece que las elites actuales prefieren arriesgarse a hundir el banco antes que soltar el timón. El reciente congreso del Partido Popular es un ejemplo bochornoso de seguidismo palmero y falta de autocrítica. Todo bien aderezado con sonrisas y bromitas de los compromisarios sobre la crisis interna de Podemos para hacer más soportable su rigurosa sumisión a la ley de hierro de la oligarquía. El PP está decidido a intentar salir de esta crisis política e institucional sin hacer cambios sustanciales en la estructura de las instituciones, en la ley electoral ni en el funcionamiento interno de los partidos. Como decía Hélder Câmara, el obispo de las fabelas: “Vosotros habláis mucho contra el populismo. Pero he de deciros una cosa: la causa del populismo sois vosotros”.

Ante este panorama gana fuerza la denuncia de esos escritores malditos que señalan que la nueva élite mundial mantiene muchos de los vicios de la antigua aristocracia sin ninguna de sus virtudes. El 15-M nos animó a soñar sin ataduras y a imaginar una democracia real. En el actual contexto de ruptura también hay espacio político para aquellos que desean repensar la aristocracia. En el antiguo orden los evidentes privilegios de los que gozaba el estamento noble se veían, en cierta forma, equilibrados por unas obligaciones superiores a las de los demás. La cortesía, el honor, la lealtad y el arraigo al propio territorio son valores políticos olvidados, pero que, como la ejemplaridad, pueden recuperarse fácilmente en el discurso.

“Ya no existen clases sociales claramente determinadas por el estatus económico y la educación”, reflexionaba en una entrevista antigua Jacobo Fitz-James Stuart, amante de los libros y conde de Siruela. “Ser aristócrata hoy debería significar algo interno, no externo; la defensa de la civilización contra una barbarie que se apodera de la sociedad”. Igual que en el pensamiento de Ortega, estaríamos hablando de una aristocracia del espíritu, contrapuesta a la vieja aristocracia de la sangre. En pleno siglo XXI la nueva aristocracia sería social, basada en el mérito y el compromiso comunitario, no en el privilegio hereditario. A fin de cuentas, el gobierno de los mejores no significa que deban gobernar siempre los mismos, ni las mismas castas ni los mismos apellidos.

La selección de Fillon y Rajoy pone de manifiesto que el mecanismo de selección de los “mejores” está viciado de raíz. La derecha oficial favorece el ascenso de los mediocres, los arribistas y los aprovechados, siempre y cuando mantengan las redes clientelares establecidas y no pretendan cuestionar las bondades del orden político vigente.

Por eso, puede que para regenerar la política europea no sea suficiente con fortalecer la democracia. Tal vez debamos restaurar también la aristocracia.

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