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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Rajoy y Sánchez como constatación de un régimen partidocrático

5 de septiembre de 2016

El conocido artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobado por la Asamblea Nacional Constituyente un mes de agosto de 1789 constató que “una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”, aserción perfectamente extrapolable al régimen político español. Si una ley orgánica puede violar un principio constitucional, como ha ocurrido desde 1985 con la independencia del Poder Judicial, es que el texto que lo garantiza no sirve para aquello que fue concebido o, según los revolucionarios franceses, ni siquiera puede considerarse una constitución.

Sin embargo, la falta de garantías democráticas de la Constitución del 78 no proviene exclusivamente de su incapacidad para imponer la independencia del Poder Judicial, como reza su artículo 117, sino que también falla en otra cuestión de importancia capital. El régimen político español, en contra de lo que se cree, no es parlamentario sino partidocrático porque adolece de la ausencia de su principio esencial, el representativo.

Una prueba más de ello, para aquellos cuya ignorancia o cinismo todavía superan la impúdica evidencia, es que España se encuentra sin gobierno, tras dos elecciones generales y ocho meses de parálisis normativa y presupuestaria, sencillamente porque los dos jefes de los partidos hegemónicos, sin apoyo parlamentario suficiente, tienen cogidos por las listas a sus empleados, que ocupan los escaños y cobran puntualmente a cambio de renunciar a la libertad, travistiendo su verdadera función de representar a sus votantes con la de servir de voz canina a sus auténticos amos.

O, ¿acaso puede interpretarse como un reflejo de democracia representativa que estos dos jefes de partido, cuya popularidad repta por los suelos y cuyos votantes desean, en un caso, dejar gobernar con la abstención al partido ganador y, en el otro, cambiar de candidato si es preciso para formar gobierno y no repetir elecciones, no hayan encontrado una sola voz discordante entre sus filas del Congreso? Tanto los diputados de uno como del otro partido son conscientes de los beneficios que supondría destituir a ambos jefes y, sin embargo, ninguno tiene las agallas suficientes para arriesgarse a votar en una investidura de acuerdo a lo que él piensa y sus votantes desean. Porque en una partidocracia, para quedar apartado de la fuente que colma las necesidades vitales de cada diputado lo fundamental no es incumplir promesas electorales o actuar en contra de los intereses del votante, sino morder la mano que les da de comer al incluirlos en las listas de partido. El solo hecho de que la investidura se votara en secreto modificaría sustancialmente su resultado.

Jamás se me ocurriría pedir, como oigo y leo con suma desesperación en muchos medios de comunicación, un acto de grandeza a quienes se encuentran en la cúspide del poder. Conozco demasiado bien la naturaleza del mismo como para ser tan ingenuo. Si cualquiera de los dos jefes acabara cediendo habría sido un minuto antes de ser desplazados por circunstancias extremas como el miedo de los barones socialistas a perder sus feudos o una revuelta en el PP como consecuencia de un convencimiento absoluto de estar en la inmediaciones del abismo.

Cegado por la libido del poder, el poderoso es incapaz de ver más allá de sus intereses personales. Por esa razón, los sistemas democráticos se diferencian de los que no lo son por las garantías establecidas constitucionalmente para que no se produzcan situaciones de abuso de poder como las que estamos viviendo. Al no disponer de ellas en España, es perentorio que los ciudadanos tomen la iniciativa exigiendo la aplicación de las reformas necesarias que, desconfiando por principio del poder, les devuelvan lo que erróneamente se llama soberanía y en realidad consiste en disponer de libertad política. Y que, naturalmente, sólo se logrará suscitando el interés de un partido que lo tome por bandera para acceder al Estado.

Todo cuanto se escriba respecto a esta cuestión que no parta de esta base empírica puede servir para aliviar la conciencia del lector respecto a la condición humana. Pero no le devolverá la libertad.

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