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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Peligro y colapso de la Unión Europea

17 de marzo de 2017

El optimismo europeo

Las dos décadas que van desde la caída del Muro de Berlín y la reunificación de Alemania y de Europa en 1990 hasta la crisis del euro alrededor de 2010 fueron de un optimismo exacerbado. Europa parecía carecer de enemigos, quería ejercer de contrapeso pacifico a Estados Unidos, y era el polo de bienestar económico hacia el que todos sus vecinos querían pivotar. La institucionalización de ese optimismo europeo fue el Tratado de Maastricht: la pretensión de constituir una unidad política asentada sobre el solar que, durante siglos, había sido protagonista de rivalidades y luchas entre las grandes potencias europeas. Los europeos se olvidaron así de las cautelas y la prudencia de Monnet y Schuman, a los que paradójicamente se remiten.

El error europeo al dejarse llevar por el entusiasmo de los noventa fue notable. En política exterior la ausencia de enemigos es algo esporádico y puntual, y era cuestión de tiempo que nuevas amenazas se cerniesen sobre Europa; pese al furor europeísta, Europa seguía dependiendo para sus seguridad de Estados Unidos, y era cuestión de tiempo que alguno de sus presidentes, Obama y Trump, se desentendiesen de ella; por fin, el bienestar económico se basaba en el endeudamiento y el gasto público, y era cuestión de tiempo que la burbuja se pinchase. En cuanto las guerras llegaron de nuevo a la periferia de Europa, en Siria y Libia, en cuanto EEUU miró para sí mismo y el euro fue puesto a prueba, el camino iniciado en Maastricht se puso muy cuesta arriba. Y como suele ocurrir cuando uno se deja llevar por el entusiasmo, a éste ha seguido la frustración y el malestar. 

Toca volver a lo real. Y tienen bastante razón los realistas cuando descubren que la UE sólo reproduce en su funcionamiento la tradicional rivalidad de grandes potencias europeas: la rivalidad continental entre París y Berlín, y entre ambos y Reino Unido. La Unión Europea funciona en la medida en que alguna de las grandes potencias europeas lidera el continente, con el permiso de los demás grandes y el apoyo de las potencias medianas. En verdad, no hay en esto nada de extraordinario: el concierto europeo de las naciones ha funcionado así durante siglos, con o sin la UE, que no es más que la plasmación histórica actual de este orden.

Sin embargo, Europa se caracteriza en la actualidad precisamente por esa falta de liderazgo: ni Alemania ni Francia son capaces, por sus problemas internos, de liderar nada; y Reino Unido teme verse arrastrado por la deriva continental. Pocas veces en la historia ha existido en Europa tal carencia de liderazgo y tanto desconcierto en las grandes capitales europeas. Sin proyectos nacionales, sin líderes, sin ideales, los Estados europeos parecen simplemente agotados económicamente, institucionalmente, militarmente y hasta moralmente.

Este desplome de liderazgo en los Estados miembros ha hecho que el poder haya ido decantándose en las instituciones comunitarias, satisfaciendo sus reclamaciones. El protagonismo de los altos funcionarios comunitarios es hoy indudable, como lo es la capacidad de actuación de sus organismos y agencias: pese a lo que suele afirmarse, la Unión Europea tiene hoy más capacidad, autoridad y medios que nunca, fundamentalmente porque la falta de liderazgo de las grandes potencias ha hecho posible que llene ese vacío.

La impotencia de la UE

Y ese parece ser el problema que los EUrofans nunca admitirán. Las primeras crisis a las que ha tenido que hacer frente la Unión Europea en cuanto tal han supuesto los primeros fiascos comunitarios: la crisis del euro, la guerra de Libia, la crisis de Crimea, la crisis de los refugiados, la lucha antiterrorista, la crisis turca actual. Para afrontar todos ellos, las instituciones comunitarias tenían ya los instrumentos necesarios: una política económica y monetaria única, una flamante PESC, una estrategia de seguridad común. Durante años, los europeos alardeaban de la fortaleza de su proceso de integración. Sin embargo, todas ellas han fallado, y la UE ha sido incapaz de dar solución a cuestiones que antes dependían de los Estados, y de las que éstos han perdido el control. 

Durante años, la Unión Europea reclamaba protagonismo: cuando lo ha tenido, ha fracasado. No se trata por tanto de que los Estados miembros impidan actuar a las instituciones comunitarias reteniendo competencias, como los EUrofans proclaman; lo que ocurre es que éstas se han mostrado incapaces de gestionarlas adecuadamente cuando han tenido ocasión de hacerlo.

Este fracaso de la UE tiene paralizados a especialistas y políticos de todo el continente, que buscan culpables como buenamente pueden. Pero de los problemas de la UE no tienen la culpa ni los Estados miembros ni Trump, Le Pen o Wilders. La culpa la tiene la propia UE. Ésta llega hasta donde llega, y es ilusorio pedir lo que manifiestamente ni puede ni debe hacer. No es un problema de buscar mayor integración europea: es que ésta se ha mostrado incapaz de satisfacer las necesidades reales de los Estados miembros cuando había que satisfacerlas. 

La falta de prudencia y realismo

Pero basta no dejarse llevar por ensoñaciones para descubrir que este fracaso de la UE no tiene nada de extraño. En primer lugar, la idea de un único centro de decisión político europeo en cuestiones tan sensibles como la seguridad interior, la política exterior o la defensa carece de sentido. Una cosa es unir capacidades diplomáticas y militares contra un enemigo común o un amenaza compartida, y otra bien distinta pretender una política exterior común para los 27 países que la conforman: cada uno con historia, tradiciones, miedos y objetivos distintos. Es un asunto de prudencia reconocer estas diferencias, y una imprudencia mayúscula no reconocer que Europa es una unidad en la diversidad, o una diversidad unida. Pese a lo que la religión comunitaria repite, jamás Schumann o Monnet pensaron en una Europa con una política exterior única y unificada, sino como una comunidad de países colaborando entre sí. 

Una civilización, muchas naciones

Un único gobierno europeo como el soñado en Bruselas exigiría una única sociedad europea, desde Helsinki a Lisboa, desde Dublín hasta Zagreb. Pretender que alemanes, portugueses, polacos o italianos compartan los mismos objetivos en política exterior o de defensa es sólo posible si se considera que poseen una voluntad común. Manifiestamente, no existe. Existe una tendencia de los europeos al diálogo y la colaboración con quienes participan de su misma civilización y cultura: pero de reconocer valores culturales compartidos a suponer o exigir una voluntad común va un trecho que la eurocracia se niega a reconocer. La cultura europea, de raíz griega, judía y cristiana, implica un ethos más o menos común: pero de él se derivan instituciones sociales y políticas diversas, que no admiten unificación, por mucho que el Parlamento Europeo fantasee con la existencia de un único pueblo europeo. 

La ideología europeísta

Así es como llegamos al tercer aspecto: conseguir esa voluntad común, sostén a su vez de un centro de decisión político único, es sólo posible a partir de dos movimientos, ambos impulsados actualmente por las instituciones comunitarias. Por un lado, mediante la reducción de los valores culturales y religiosos a un mínimo común, a un conjunto de consignas, entre abstractas y banales: las fuertes creencias religiosas o morales son sustituidas así por la ética-pop: multiculturalismo, relativismo, subjetivismo o buenismo. Jamás los llamados “padres fundadores”, de fuertes convicciones cristianas, imaginaron algo parecido al “día europeo de” con el que la UE sustituye el santoral tradicional europeo.

Por otro lado, mediante el impulso a un nuevo tipo de moral, basado precisamente en las necesidades de la UE. Personificando en las instituciones comunitarias el progreso, el bienestar y la concordia, esta ética europeísta establece categorías morales sobre el bien y el mal. De aquí surge la extendida opinión entre políticos y medios de comunicación de que estar contra la UE implica cierta maldad moral. “Eurófobo” es en la Europa actual más que una étiqueta política: es una descalificación moral, una denuncia ética contra el acusado. Por esta vía, el europeísmo desemboca en Ideología. 

¿La UE contra Europa?

La deriva de la Unión Europea se explica así por un doble problema: por un lado, por la ausencia de realismo acerca de lo que es realmente Europa, una comunidad de 27 naciones y 500 millones de personas con una cultura común, pero con instituciones, necesidades y objetivos diversos. La prudencia exige que un espacio así sea un espacio de paz, colaboración y proyectos compartidos; desde los años noventa, Europa ha caminado en dirección contraria a su propia naturaleza, dejándose llevar por la ensoñación de una unidad federal capaz de tener peso propio en un mundo globalizado. A las primeras de cambio, esta ensoñación se ha venido abajo, arrastrando consigo las propias energías de los Estados miembros.

Esta falta de realismo ha llevado a su vez al segundo problema: la constitución de un imaginario europeísta que se refuerza a sí mismo, y que acaba desembocando en una posición ideológica. Es quizá lo más grave de la Unión Europea: su empeño en reformar las almas de los europeos para ajustarlas a las necesidades comunitarias, para reducir sus creencias y valores a una mezcla de relativismo y burocratismo. Este intento de constituir un único pueblo europeo contiene el germen del totalitarismo, y de él surge la tendencia comunitaria a la censura de la libre expresión, a la criminalización del euroescéptico o al castigo a las naciones rebeldes, hoy las del Este. Esto es, quizá lo más grave: durante siglos, las naciones europeas han trabajado por evitar que una sola voluntad dominase y controlase el continente, sometiendo a la comunidad de naciones a un poder sin contrapeso alguno. Por ironías de la historia, esa voluntad omnímoda es hoy producto de los mismos Estados. Y parece ser esa misma historia es la que hoy parece condenarla.  

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