«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Trump, año cero

20 de enero de 2017

Tras la dialéctica, llegan las decisiones; tras los discursos, la ejecución. A partir del mediodía del viernes Trump se sentará detrás del Resolute, y los informes de situación que ha ido recibiendo se convertirán en órdenes de actuación. No se trata ya ni de mandar tweets ni de dar discursos o entrevistas, sino de decisiones, acciones y resultados. A un Presidente se le debe juzgar desde éstas, no desde sus buenas intenciones o simpatía. Con Obama esta sencilla prevención se rompió abruptamente, y desde su nominación como candidato demócrata la prensa no ha dejado de amarlo: con Trump, como antes con Nixon, Reagan o Bush ha ocurrido lo contrario. Con Trump vuelve a repetirse el vicio mediático: los presidentes republicanos salen siempre en desventaja.

En política exterior, los retos de Trump son temibles: más y más difíciles que los heredados por Obama de su predecesor, por cierto. A su favor juega una mentalidad pragmática y ejecutiva, que destaca frente a la verborrea a menudo insustancial que Obama ha desarrollado durante estos ocho años: al menos ya sabemos que nadie se llamará a engaño por lo que Trump diga y haga, que a diferencia de Obama tenderá a ser lo mismo, y poseerá cierta lógica racional y pragmática, que, por dura que sea, facilitará las cosas a aliados, rivales e incluso enemigos. En su contra juega su explosivo carácter, y su brusquedad en las formas: en diplomacia, éstas son tan importantes como el fondo, y constituyen en sí mismas un mensaje. Hay actitudes que Trump no podrá seguir permitiéndose so pena de meterse en líos innecesarios.

En todo caso, lo que ocurra a partir de este viernes es ya responsabilidad de Trump y su Administración. En política exterior yo citaría cuatro focos de atención a los que Trump debe dar respuesta, cuanto antes y de manera lo más coherente y sólida posible. Y que se corresponden con cuatro áreas geográficas: Europa, Oriente Medio, Rusia y el Pacífico.

En primer lugar, de manera sincera o grosera, lo cierto es que Trump ha puesto el dedo en la herida europea: el futuro de la Unión Europea se presenta enormemente incierto, la pertenencia a ella ha perdido atractivo, y la única ocupación a día de hoy de las instituciones comunitarias consiste en librar una guerra sin cuartel para arrebatar las mayores cuotas posibles de poder a los estados miembros. A su vez, éstos no ven reflejadas en Bruselas sus preocupaciones reales. Una organización así está llamada al fracaso abrupto o a la lenta decadencia. Además, lo que también parece intuir Trump es algo evidente que la parafernalia comunitaria oculta: ni Europa es la Unión Europea, ni la Unión es condición necesaria para la supervivencia europea. En algunos aspectos es más bien al contrario: la excesiva regulación económica, la suicida promoción del “welcome refugees”, los ataques a los principios morales y religiosos europeos han convertido a la UE en un problema para el desarrollo, la seguridad y la estabilidad de los países miembros.

Las relaciones entre Estados Unidos y Europa van más allá de la Unión Europea, y eso es algo que Trump valorá o valorará. Su apuesta por el Brexit parece una apuesta doble: por las relaciones bilaterales con quienes ostentan realmente la legitimidad nacional; y por una política alejada de las burocracia y la falta de responsabilidad, que él achaca a Bruselas con toda la razón. Ninguna de ambas implica, de por sí, una ruptura diplomática o una guerra comercial entre Estados Unidos y Europa: a menos, claro está, que se identifique esta última con la Unión Europea.

Esta última derivada de las relaciones transatlánticas nos lleva al futuro de la OTAN. A los veinticinco años de la caída del Muro de Berlín, la OTAN continúa en busca de un concepto estratégico sin terminar de encontrarlo; y continúa manteniendo un escandaloso desequilibrio en la aportación de recursos entre ambos lados del Atlántico. Sin un fin claro y con unos medios en entredicho, ¿cómo no entender las ácidas críticas de Trump que, de una manera más diplomática, ya han expresado sus predecesores? El nuevo Presidente tiene una oportunidad única, libre de las cargas de la corrección política, de impulsar la OTAN hacia un nuevo modelo que sirva de verdad a la seguridad del área euroatlántica. O mejor, a los regímenes democráticos dentro y fuera de ella.

En segundo lugar, Trump hereda una ofensiva terrorista a nivel mundial, a la que ni siquiera escapan ya las grandes ciudades europeas. Sobre el terreno, la deriva del yihadismo es incierta, y no augura buenas noticias. Por un lado las derrotas del ISIS en Iraq y Siria se muestran ambiguas: el trasvase de terroristas de unas áreas a otras, la reaparición de focos yihadistas, la capacidad de atacar muestran que una derrota final está lejana, o al menos no está cercana. Por otro lado, a la incertidumbre en Oriente Medio se une el auge yihadista en otras áreas del mundo, singularmente el Magreb, el Sahel y el África Negra: la posibilidad de nuevos santuarios terroristas desde los que entrenar terroristas y planificar atentados permanece inalterable. Y con ella la amenaza de otro Afganistán desde el que atacar territorio americano.

En una segunda derivada, si bien el futuro del ISIS es incierto, el de la expansión iraní no lo es. La estrategia obamita de liderar desde atrás ha mostrado la impotencia europea y la falta de escrúpulos rusa ante el auge de Teherán. Nunca desde 1979 ha tenido el régimen de Teherán más influencia en Oriente Medio, y nunca ha tenido mejores perspectivas. De nuevo aquí el problema no se circunscribe al mundo musulmán: el Irán nuclear -que los acuerdos de Viena renuncian explícitamente a evitar- será a medio plazo una amenaza directa para los Estados Unidos, sus aliados, y sus contingentes presentes en medio mundo.

En tercer lugar, quiera o no, Trump deberá encarar el problema ruso. Putin circula en rumbo de colisión con el Oeste, y pese a la retórica hueca, ni Obama ni Hillary han sido capaces de frenar o moderar al dirigente ruso. Al contrario, en estos ocho años Putin ha avanzado en casi toda su agenda internacional, desde Europa a Oriente Medio. El problema aquí no es la personalidad ni las relaciones de admiración o desprecio entre los inquilinos de el Kremlin y la Casa Blanca, sino algo más profundo: los valores, los principios y las ideas que mueven al Gobierno del Kremlin son incompatibles con el “globalismo progresista, cierto; pero también lo son con cualquier tipo de concepción conservadora occidental, e incluso de regeneración humanista europea. La política rusa de fronteras adelantadas constituye un foco de inestabilidad que tarde o temprano chocará con Washington, y Putin lleva ocho años de ventaja: cada día que tarde Trump en formular una política firme ante Rusia significará tenerlo que hacer en el futuro más a la defensiva.

En cuarto lugar, Obama ha ido retrasando el reconocimiento del desafío chino para Estados Unidos y sus aliados. La pretensión de los años noventa de impulsar la democratización china intensificando las relaciones comerciales muestra hoy sus consecuencias: la depredación de materias primas, el espionaje industrial, las condiciones laborales chinas permiten a Pekin jugar en el mercado mundial con las cartas marcadas, sin las restricciones institucionales y morales occidentales. Este desafío económico corre paralelo al desafío militar: el rearme armamentístico chino, patente en el ámbito aeronaval, está permitiendo al totalitario régimen chino a aspirar a convertirse en una potencia global, con presencia incluso en todos los mares. La ciberguerra china, de la que Trump parece más que alerta, merece capítulo aparte, y no menos importante.

Salvar a Europa de sí misma; evitar que el yihadismo sea capaz de generar otro 11S y que Irán sea potencia nuclear, frenar las aspiraciones de Putin; y evitar el auge chino. No son los únicos retos de Trump, pero sí algunos de los más importantes. En ninguno de ellos ha sido capaz Obama de presentar un balance positivo, sino más bien lo contrario. Los ocho años de obama-clintonismo han supuesto en el mejor de los casos una pérdida de tiempo, como en el yihadismo o la degradación de la OTAN: en el peor, un retroceso, como en el caso ruso, chino e iraní. 

Ahora le toca a Trump. Su contador se inicia desde cero.

.
Fondo newsletter