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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Putin, ese hombre

2 de diciembre de 2016

Los líderes fuertes suelen provocar una gran dosis de fascinación a derechas e izquierdas. Los llantos de Podemos e IU tras la muerte del dictador Fidel Castro se ven compensados por los elogios de buena parte de la derecha alternativa -y no tan alternativa- a la figura de Vladimir Putin, el líder del Kremlin. En Estados Unidos, el presidente electo, Donald Trump, ha expresado su admiración por Putin y confía en que entablará una buena relación con el dirigente ruso.

No es el primer inquilino de la Casa Blanca que cree lo mismo. Así, tras su primera cumbre, celebrada en Eslovenia en junio de 2001, el presidente George W. Bush dijo aquello de “le he mirado a los ojos y he encontrado una persona directa y digna de confianza (…) He sido capaz de ver su alma, la de una persona profundamente comprometida con su país”. En esto último, Bush no se equivocó; en lo digno de confianza, se equivocó de cabo a rabo como él mismo reconocería, con su típica sorna, en sus memorias: “No miré lo suficiente”.

Un presidente absolutamente opuesto a Bush junior, Barack Husein Obama, también apostó decididamente por relanzar la relación con Putin. Como sabemos, al poco de inaugurar su primer mandato, mandó a su entonces Secretaria de Estado, Hillary Clinton, a Ginebra, para reunirse con su homólogo ruso, Sergei Lavrov. Clinton llevaba como regalo un exagerado botón rojo con la palabra inglesa “reset” como símbolo de un nuevo inicio tras los encontronazos de Bush y Putin en Irak y Georgia. Lamentablemente, los expertos rusos del Departamento de Estado escribieron mal la traducción al ruso y en lugar de “reset” grabaron “sobrecarga”. Toda una premonición en realidad. Porque la presidencia de Obama que quiso empezar saboreando las mieles de una estrecha cooperación con Moscú, para lo que traicionó, por ejemplo, a los aliados centroeuropeos y de la OTAN, desmantelando el sistema anti-misiles desplegado en la República Checa y Polonia, acabó con tan malas relaciones con Moscú que la expresión “Guerra Fría”, arrumbada por la Historia desde 1989, volvió a tener significado. La anexión de Crimea, la intervención en Ucrania y el apoyo militar directo de Putin a Basher el Assad en Siria acabaron por colmar el vaso.

Donald Trump posiblemente reputa este camino de la fascinación a la frustración y al enfrentamiento. Porque los intereses rusos y americanos no son los mismos. Por ejemplo, Trump ha dicho por activa y por pasiva que el acuerdo sobre el programa nuclear con Irán, impulsado por Obama y secundado por las grandes potencias, incluida Rusia, era un mal acuerdo y que se propone modificarlo. Es dudoso que encuentre un socio fiable en Rusia en este terreno. Rusia e Irán han incrementado su cooperación bilateral en el último año y medio. Tanto como para que el general al mando de las fuerzas especiales de la Guardia islámica revolucionaria iraní, Qassem Soulimani, visitara Moscú en julio de 2005, en clara violación de las sanciones impuestas contra él por la ONU, o que Moscú lanzase ataques de sus bombarderos sobre la oposición siria desde bases en Irán este pasado verano. Por no hablar de los acuerdos para suministrar a Irán aviones Su-30 o carros de combate T-90, también en flagrante violación del régimen de sanciones sobre el régimen de los ayatolas- 

Es más, Rusia e Irán están cooperando estrechamente en suelo sirio para mantener a el Assad en el poder, combatiendo a los grupos opositores que más hacen peligrar la estabilidad del dictador de Damasco. La lucha contra el Estado Islámico, otro de los objetivos prioritarios del nuevo presidente americano, es, en realidad, secundaria en los intereses de Putin. Sólo en la medida en que hagan peligrar a el Assad Moscú bombardeará al Califato. La idea de Trump de dar carta blanca a las fuerzas rusas puede acabar con una Siria dominada por Irán. Aún peor, incluso tal vez con un Estado Islámico bunquerizado en Raqqa.

Tarde o temprano Trump descubrirá lo que ya descubrieron Obama y Bush, que los objetivos de Putin van en contra de los occidentales, de americanos y europeos. Hay toda una escuela de pensamiento, sobre todo en la derecha alternativa española, que justifica los avances de Putin por el vacío dejado por la retirada estratégica de Obama. La política sería como la naturaleza, donde impera el horror vacui, y todo vacío tiende a ser llenado. Se va América, llega Rusia. En ese sentido, toco cuanto ha hecho Putin ha sido aprovecharse tácticamente de las propias debilidades de los occidentales, con Obama a la cabeza.

Sin embargo, también hay otra forma de explicar la política de Putin, de una manera más estratégica: sin negar que el pragmatismo del Kremlin le lleve a sacar ventaja allí donde pueda, las acciones de Putin sólo cobran sentido en un marco más general. Al poco de ser elegido por primera vez, en junio de 2000, Putin visitó Madrid y se reunió con el presidente español, José María Aznar. En esta reunión el dirigente ruso explicó su triple desafío con claridad y rotundidad: primero, restablecer el poder del Kremlin sobre los oligarcas rusos; segundo, restablecer el poder de Moscú sobre las regiones; finalmente, restablecer el poder de Rusia en su esfera de influencia. Y a decir verdad, a ello se ha dedicado desde entonces con notable éxito. Tanto como para poder añadir un cuarto objetivo: Hacer de Rusia una gran potencia otra vez. Y es en eso donde está ahora, no nos engañemos.

Putin aspira a contar con una Europa “finlandizada”, esto es, incapaz política o militarmente de oponerse a sus decisiones y acciones, del grifo energético a la división de Ucrania. Su definición de zona de interés todo territorio donde haya minorías rusas es preocupante. Si Donald Trump acaba disminuyendo la presencia americana en la OTAN, se habrá borrado la única línea roja que ahora sirve de demarcación entre dónde Putin puede intervenir y dónde no. Esto es, quién es miembro o no de dicha organización. Moribunda, sí, pero todavía viva en sus compromisos formales.

Putin dijo en 2005 que la caída de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del Siglo XX, olvidando las dos guerras mundiales o el Holocausto entre otras cosas. Puede que ahora, frente al creciente caos mundial, muchos estimen que un regreso al orden bipolar, en el que el mundo básicamente estaba dominado por las dos grandes potencias, Estados Unidos y la URSS, sería una buena cosa. Rusia y América podrían combatir conjuntamente el jihadismo y ambas naciones podrían frenar el ascenso de China, por ejemplo. Pero esto es un espejismo. Y peligroso.

Si hay algo que puede salvar a Europa y Occidente es la defensa de nuestra identidad, construida sobre nuestros valores y raíces. Putin puede representar la mejor tradición de la política de poder, que durante siglos rigió los destinos de los europeos, aunque fuese de manera sangrienta, dicho sea de paso. Pero Putin no encarna ni los valores de la libertad de mercado ni de la libertad y responsabilidad del individuo, que también son parte de nuestra esencia. Putin, no lo olvidemos, se construyó a si mismo en las filas del KGB, los amigos del por fin ido Fidel Castro.

Ayer, sin ir más lejos, la aviación rusa lanzó miles de octavillas sobre la sitiada ciudad de Aleppo, antes de volver para soltar su carga mortífera de manera indiscriminada. En el texto se podía leer lo siguiente: “Si usted y los suyos no abandonan inmediatamente esta zona, serán aniquilados. Debe saber que todos le han abandonado. Está solo frente a su terrible destino”

Abrazar a Putin es creer que vivimos en un mundo hobbesiano, donde el hombre es un lobo para el hombre, y para el cual, la democracia liberal no sirve. Cierto que nuestros actuales líderes blandos no ayudan mucho, pero la supuesta fortaleza de Putin solo es el camino de nuestra servidumbre.

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