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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Las lenguas de España

Juan Claudio de Ramón es un joven diplomático y ensayista que se ha dado a conocer recientemente a través de las páginas de El País. De su pluma han salido algunos de los artículos más afinados e inteligentes sobre el proceso independentista catalán. El último de ellos -“A la sombra de la bandera”-, de hace sólo unos días, es el texto corto más esclarecedor que sobre la idea de España en la izquierda se ha escrito en los últimos años. Habría de reproducirse masivamente y repartirse, como el 20 minutos, en la puerta de las sedes de PSOE, Podemos e Izquierda Unida.

De Ramón aborda en sus escritos diferentes aspectos de la llamada cuestión nacional. En todos resulta brillante excepto en lo relativo a la cuestión lingüística, donde yerra estrepitosamente, en tanto apunta la necesidad de extender la oficialidad de catalán, euskera y gallego a toda España. En varios textos. Con insistencia. Concretó hace algunos meses en el artículo “Todas las lenguas de España”, escrito al alimón con la catedrática Mercè Vilarrubias, cómo y por qué el Estado debía “completar” el proceso de reconocimiento del plurilingüismo. Proponen “facilitar su uso (de catalán, gallego y vascuence) de manera visible y progresiva”.

“En realidad el Estado nunca se ha pensado a sí mismo como plurilingüe. Sus élites entienden que hay una lengua común, que es en la única en la que debe operar la Administración central. (…) En nuestra opinión, éste sería precisamente el gran reto a largo plazo para el Gobierno: el lograr cambiar esta actitud y ser capaz de sentar las bases de una política lingüística desde el Estado que fomentara y valorara el plurilingüismo en todo el país y lo hiciera posible en la práctica. Por su parte, las comunidades bilingües se comprometerían a modificar sus programas de máximos y a respetar el bilingüismo de sus territorios”.

Proponen, en definitiva, una nueva concesión, quizá la de mayor calado en 35 años, a cambio de que el nacionalismo renuncie a su programa de máximos y respete el bilingüismo. Esto es, perseverar en la lógica que nos ha llevado al actual estado de cosas. Concederle a las élites nacionalistas el status de interlocutor fiable y leal.

La propuesta, tan bienintencionada como equivocada, parece sumar apoyos. El historiador y vicepresidente de Societat Civil Catalana Joaquim Coll apoyaba el pasado domingo la propuesta desde las páginas de El Periódico. Y lo hacía con el mismo objetivo: que “el Estado tome la iniciativa”, pues así “hablaría en nombre del catalán, lo representaría (también internacionalmente) y establecería una relación de complicidad con sus hablantes”.

Coll es un valiente intelectual de izquierdas que viene haciendo un enorme y valiosísimo trabajo por romper el marco mental nacionalista. Y lo hace, como Vilarrubias, en Cataluña. Donde más difícil es hacerlo. Pero se equivocan con esto. Yerran con esta lectura. No se puede contentar a quien no se quiere contentar. Es imposible integrar a quien no se quiere integrar. De nada ha servido vaciar de competencias el Estado hacia las autonomías; entregar la Sanidad, la Educación y los medios de comunicación. Ha sido inútil ceder impuestos, tramos del IRPF o mirar para otro lado cuando se incumplía la ley o se robaba a manos llenas. Peor: han sido precisamente estas medidas las que han alimentado la voracidad nacionalista al tiempo que se dotaba a sus élites de las herramientas necesarias para alcanzar el fin último.

Así las cosas, una reforma constitucional (no de otra forma podría llevarse a cabo) que hiciera oficial el euskera en Sevilla o el gallego en Palma de Mallorca, no sólo sería inaplicable desde un punto de vista operativo, también resultaría contraproducente por los motivos arriba señalados. El estabilshment nacionalista no iba a renunciar, al contrario de lo que prevén, “al dogmatismo y posiciones maximalistas”.

Contemporizar sencillamente no ha dado resultados. Al Estado, digo. Al nacionalismo, todos. Insistir en esa vía es suicida. La solución no reside en que los estudiantes manchegos aprendan catalán, tampoco en que TVE oferte contenido en catalán, gallego y euskera, ni en comprar pinganillos también para el Congreso. Ningún independentista abjuraría de sus postulados por escuchar en catalán los “actos de Estado, y en particular los más solemnes”. Ni por ver los edificios estatales rotulados “en las cuatro lenguas oficiales”. Excluyendo, por cierto, el valenciano. Por no hablar de otras lenguas igualmente españolas como el aranés, el asturleonés –bable-, o el aragonés o “fabla”, nuevos damnificados de una Ley de Lenguas Oficiales que enmarañaría la administración hasta el absurdo y cuya aplicación supondría el abandono de facto del castellano como vehículo de comunicación común entre españoles.

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