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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La desnacionalización de España

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(Rocroi. El último tercio. Óleo sobre lienzo. Augusto Ferrer-Dalmau)

Ramón Cotarelo es catedrático de ciencias políticas en la UNED y cabalga contradicciones. Se denomina a sí mismo “nacionalista español” y, al mismo tiempo, es valedor del independentismo catalán en Madrid. Afable, cercano y hasta conciliador en el trato corto, dispara, sin embargo, con calibre grueso en sus textos, conferencias y, en fin, declaraciones públicas. 


España, como proyecto nacional, dice, ya no tiene solución. Su último libro, La desnacionalización de España. De la nación posible al estado fallido (Tirant Humanidades, Valencia 2015), abunda en esa postura. El profesor habla de “una casta de incompetentes, inútiles, asesinos, oligarcas, terratenientes, curas que ha estado gobernando este desgraciado país en los últimos 300 años y nos ha puesto a todos bajo su bota”. 

En realidad, las tesis de Cotarelo no aportan nada nuevo a la historiografía publicada hasta la fecha, pero el momento es excepcional: Cataluña se va. Y Cotarelo, reconocido simpatizante de las CUP, trata de explicar por qué se va, o por mejor decir, por quién se va. Y su juicio es rotundo: “De seguir así las cosas -dice Cotarelo- la derecha será la responsable de la ruptura de España”. Y no sólo responsable, apostilla, “sino la única responsable”. 

Dice ser contrario a la secesión, pero expone a lo largo de 360 páginas los motivos por los que ésta está justificada. El último de los cuales, y quizá el más sorprendente, sería su carácter casi taumatúrgico para lo que quedara de España: la secesión generaría “una tremenda sacudida a la nación española que la obligaría, por fin, a reaccionar, a demostrar que no está muerta, a reconstruirse como nación, sobre una base nueva”. Así, España aprendería “a convivir en relaciones de buena vecindad con otro país” y tendría la oportunidad de “entenderse de nuevo a sí misma, reinterpretarse y justificarse”.

El parasitismo de la Iglesia

España, cuenta el profesor, debe su decadencia secular a lo que llama “el parasitismo de la Iglesia”, que se habría producido en lo doctrinal, pero también en lo económico, “impidiendo el libre desarrollo de la ciencia y la investigación”.

Nuestro país se condenó, en poética paradoja, con su apoyo ciego al Vaticano, con su compromiso espiritual, político y bélico contra la Reforma. España abanderó la Contrarreforma, circunstancia que para el profesor debilitó en gran medida el proceso nacionalizador. Así, si en el norte de Europa las iglesias se convertirían en importantes agentes de construcción nacional, en el Sur, la Iglesia Católica, de naturaleza supraterritorial, supuso un freno a la construcción de identidades nacionales fuertes. De manera que la identificación de España con el Catolicismo sería “la causa principal de la inexistencia de la conciencia nacional”. Y añade: “en catolicismo no puede ser el fundamento de ninguna conciencia nacional porque eso sería negar su propio sentido universalista”. 

Ha sido el nacionalismo conservador, el de Donoso Cortés y Menéndez Pelayo, el que, a juicio de Cotarelo, ha acabado imponiendo sus tesis en España. Y recuerda, en palabras de Marcelino Menéndez Pelayo (Historia de los heterodoxos españoles) la concepción nacionalcatólica de España: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra”.

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(Portada de La Flaca después de la proclamación de la Segunda República Española)

El nacionalismo “liberal y tímidamente laico” llevaría dos siglos fracasando en su intento por generar un relato nacional alternativo al “nacionalcatólico”. Y habría sido “tímidamente laico” porque, vuelve a lamentarse Cotarelo, incluso las constituciones liberales abrazaron el Catolicismo.

La secular vinculación entre nación y Catolicismo no sería sólo la causa de la decadencia española, sino también, y paradójicamente, la razón de su inminente destrucción nacional pues habría auspiciado “sus tendencias centrífugas”. Volvería así el profesor a responsabilizar, mutatis mutandi, a la tradición, a la España conservadora, del auge del separatismo.

La derecha, que monopoliza el sentimiento nacional y “se comporta con la nación como el hacendado con su propiedad”, es en realidad la verdadera obsesión de Cotarelo a lo largo de toda la obra. 

Así, la tradición conservadora española habría cristalizado de forma natural en “cuarenta años de tremebunda dictadura” que habría “hecho añicos toda posibilidad de entendimiento en este país”. Así, el franquismo, y en realidad la tradición conservadora toda, habría ahuyentado a los españoles liberales -en el sentido de progresistas- impidiéndoles reconciliarse con la idea de España. Una tesis según la cual los nacionales de un Estado aceptarían o no tal condición en función de los postulados políticos imperantes en ese momento en dicho Estado: “Es imposible identificarse con esa pequeña gran nación impuesta por la derecha y mucho menos con la activa participación de la Iglesia, que es quien le ha dado su razón de ser”.

Franquismo omnipresente

Cotarelo se obceca con el franquismo, que aparece y reaparece de forma incesante a lo largo de toda la obra. Y el Partido Popular constituiría, a su juicio, la herencia política del régimen, pero también su herencia genética (en la entrevista que concedió a este periódico, el profesor ponía el ejemplo de la pareja del exministro Wert, Montserrat Gomendio Kindelán, “descenciente del Kindelán que bombardeó Guernica”). Los dirigentes del PP son “los que ganaron la Guerra Civil”, y prueba de ello es que “hacen gala de su misma mentalidad”, aunque, reconoce, “de forma disimulada”. El argumento, que se repite hasta la obsesión a lo largo del libro -“La derecha, en buena medida heredera de los nacionales de la guerra civil”-, buscaría legitimar al mismo tiempo el discurso de la ruptura y el pretendido desapego de la izquierda española a la idea de España.

“En puridad de los términos, periodos liberales de verdad en la historia de España son los once meses de la República Federal y los ocho años de la II República, pues el sexenio revolucionario no puede calificarse como tan en cuanto a laicismo. Menos de diez años en doscientos, un cinco por ciento del tiempo. Nada”. 

Decadencia

España es, sencillamente, al decir del catedrático, una sucesión de trágicos errores históricos: “La historia de España como Estado entre los demás Estados, es la de una derrota continua desde el siglo XVII. Decadencia, dos Españas, aislamiento internacional, guerras civiles, frecuencia de gobierno autoritarios y/o dictatoriales. Nos guste o no nos guste, el Estado español no ha hecho otra cosa que cosechar fracasos y humillaciones en los últimos trescientos años”. 

Y abunda en la tesis de la excepcionalidad histórica citando a algunos de sus defensores. Por ejemplo a Laín Entralgo, según el cual “España fue derrotada en el siglo XVII por el mundo moderno”. Para Laín, “El pensamiento filosófico, la ciencia y la técnica, los modos vigentes de convivencia política y social son, a partir del siglo XVII, creaciones del mundo que nos venció”. 

Las causas de la eterna decadencia, explica Cotarelo, son múltiples. La primera, la ya citada preponderancia de la Iglesia Católica y el papel de España en la Contrareforma. Una actitud, la de aferrarse a la unidad ecuménica de la Cristiandad, que consumió a España en el empeño. Los Austria habrían liquidado la posibilidad de forjar una auténtica nación al volcar todos los esfuerzos en hacer de espada de Roma; para colmo, los Borbones habrían estado igualmente sometidos a un poder extranjero: Francia y sus intereses. Así, las monarquías extranjeras son también causa de la decadencia, junto el citado predominio del clero, “la incompetencia, la codicia, el caciquismo de las clases dominantes y el carácter antinacional de la oligarquía”.


Capítulo aparte merece la tan lamentada ausencia de un revolución burguesa, tan activa en otros países a la hora de construir la nación. España careció de tal revolución sencillamente -dice Cotarelo- por carecer de burguesía. En el XIX español los burgueses eran pocos (y para colmo, la mayoría eran terratenientes) y además estaban imbuidos de nacionalcatolicismo, con lo cual no llegaron a implantar una idea alternativa de nación, teniendo que aceptar la de la oligarquía. Se dibuja así otra de las conclusiones del autor: España no tuvo revolución industrial. Una tesis que contradice a la mucho más aceptada hoy según la cual España, si bien no al nivel de Gran Bretaña, Francia o Alemania, sí tuvo su revolución industrial, bien es cierto que más lenta y más desigual.

Con este panorama, el 98 no es sino “la consecuencia lógica de una decadencia, un desgobierno y una incompetencia que ya duraban tres siglos”. 

Llama la atención, vista la profusa erudición de la que hace gala el profesor a lo largo del libro, el error en el que con respecto a la política militar española cae Cotarelo, que asegura que “El ejército español no había ganado una sola guerra exterior de cierta envergadura desde la derrota de los Tercios de Flandes en Rocroi”. Ignora el profesor la victoria de las armas españolas en Cartagena de Indias, al mando del teniente general de la Armada Blas de Lezo, en el año 1741. Una victoria que prolongaría la supremacía militar española en América hasta el siglo XIX. Una victoria de tintes épicos que se produjo contra la mayor flota naval nunca antes registrada hasta el desembarco de Normandía. 

Cotarelo, ignorando la batalla de Cartagena de Indias y la continuidad del imperio en América (y Asia), se refiere a la historia y política exterior nacionales como “una serie de humillaciones, acuerdos, pactos y tratados internacionales que habían ido mermando territorialmente la vieja potencia imperial”. 
El profesor dedica, sorprendentemente, apenas ocho páginas a tratar el problema de la Leyenda Negra. Hace un recorrido aéreo y aséptico sobre un asunto clave en la forja de la identidad nacional española y que despacha no sin cierta displicencia: “Su mera existencia demuestra que los españoles también estaban más atrasados en el funcionamiento de la propaganda política”. 

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(Portada del libro de Ramón Cotarelo)

Hispanofobia y separatismo

El autor hace una enmienda a la totalidad de España. A su parecer, nunca, nada se hizo bien aquí. Su discurso no admite excepciones. La crítica es brutal y despiadada. Una actitud que, al decir de Julián Marías, encajaría con la “peculiaridad original” del discurso negrolegendario: “se inicia a comienzos del siglo XVI, se hace más densa en el siglo XVII, rebrota con nuevo ímpetu en el XVIII y reverdece con cualquier pretexto, sin prescribir jamás”.

Así, España es para Ramón Cotarelo “el país de la corrupción infinita”, de “la perpetua fiesta, el apogeo de la falta de educación, el estrépito de la circulación caótica, las inmundicias en cualquier parte, los bares y discotecas ruidosos sin ningún respeto a nada. España. Una democracia sin demócratas en las élites, un país literalmente asfixiado por la religión y la Iglesia católica”. Llega incluso el autor a preguntarse si España no será “un Estado fallido”.

Sobre el relato del autor flota permanentemente, como una bruma tenebrosa, el franquismo y la Guerra Civil. No resulta extraño, pues, que Cotarelo crea en la supervivencia de las dos Españas. La Transición “no acabó con ellas” en tanto sigue existiendo una España “mayoritaria, preponderante, dominante, conservadora” y otra “minoritaria, dominada, marginada, progresista”. Pero sobre todo una “España centralista, básicamente castellana” y una España “descentralizadora, básicamente periférica”. La primera se habría impuesto siempre, salvo en el llamado sexenio revolucionario y la II República, sobre la segunda. Tal es la tragedia de España y tal el motivo por el que el autor no quiere ni puede reconciliarse con su país.

El ‘derecho’ a la autodeterminación

La Transición habría resultado un fracaso absoluto, “puro teatro”. Incluso hechos objetivamente felices para el país como el desarrollo económico o las libertades políticas son minimizados por Cotarelo. El primero, por deberse “a las aportaciones masivas del turismo en los años sesenta” (como si el desarrollo de la industria turística no fuera mérito atribuible al Estado) y a las inversiones de la Comunidad Europea en los ochenta y noventa”. El segundo, el advenimiento del sistema democrático, tampoco merece tampoco reconocimiento y no será completo en tanto no reconozca el derecho de autodeterminación “de las naciones -entiéndase Cataluña, País Vasco, Galicia…- que así lo pidan”. Y negar la existencia de un supuesto derecho a la secesión no sería sino un ejercicio de cobardía que pondría en evidencia la fragilidad del proyecto nacional español: “La prueba de más evidente de que el nacionalismo español no confía en su propia nación es que no admite el derecho de autodeterminacion”.

Poco importa que tal derecho no aparezca en la Constitución española (ni en ninguna otra del mundo): “Que los derechos no estén reconocidos no quiere decir que no existan”. Al fin y al cabo, el asunto, al que compara con la lucha por el voto femenino o por erradicar la esclavitud, “no habría de plantearse en términos de legalidad sino de legitimidad”. 

Al fin y al cabo, Cataluña formó parte de España “por derecho de conquista” y por tanto merece, en una democracia que de verdad sea tal, poder escoger entre seguir vinculada a la metrópoli o dirigir su propio destino. Una te
is aberrante
, la del “derecho de conquista”, que sólo sostiene el independentismo más ultramontano y que sorprende de alguien de la erudición de Ramón Cotarelo. 

Cataluña (y cualquiera otra parte del territorio nacional) se puede segregar porque, en realidad, Castilla no sólo ha hecho a España, al decir de Ortega, sino que “es España”. Y si Castilla es España, Cataluña no cabe en España. Negar esto es ser cómplice con “las actitudes de la derecha que exacerban el conflicto nacionalista”. En realidad, cualquier cosa que no sea firmar la secesión supone alentar el separatismo, de tal suerte que a mayor oposición al separatismo, más crecería éste. La alternativa sería, claro, no ofrecer resistencia. 
En esa delirante dicotomía, en la que España pierde siempre, lleva instalada la democracia española desde hace cuarenta años. 

 

 

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