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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El Brexit y las raíces de Europa

El resultado del referéndum en el Reino Unido sobre su permanencia en la Unión Europea impone una reflexión sobre ella y su significado. La tristeza por la decisión de los británicos no puede obnubilar la claridad necesaria para comprender sus causas. Lo peor que se podría hacer ahora es caer en caricaturas y consignas contra lo que unos u otros votaron.

En primer lugar, recordemos lo obvio, que tan a menudo se olvida en un tiempo de distracciones como éste: las Islas Británicas están geográfica e históricamente en Europa. Sin los reyes y los poetas de Inglaterra, sin los Mabinogion ni los filósofos escoceses, la cultura europea quedaría amputada. El Reino Unido es y será Europa dentro o fuera de la Unión.

Del mismo modo, Europa tiene una historia de más de dos mil años. No es un invento de burócratas de Bruselas ni de políticos de uno u otro signo. Existe una cultura europea que alumbró la civilización occidental. Hay formas de creación que inequívocamente pertenecen a un acervo común y son comprensibles de uno a otro lugar sin que se perciban como “extrañas”. Tómese el caso, por ejemplo, de la baladística europea -los romances de Lancelot- o el arte cristiano extendido de un rincón a otro del Occidente medieval.

Así, entre las realidades nacionales de Europa y el sentimiento común de pertenecer a una civilización muy antigua han ido gravitando las naciones del continente a lo largo de su historia y, especialmente, desde el nacimiento de los Estados modernos entre los siglos XV y XVII. Junto con los españoles y los portugueses, los ingleses son una de las naciones más antiguas de Europa.

Precisamente porque la cultura europea preexistía a la Unión fue posible construir el entramado supranacional que ahora está en debate. De Gasperi, Schuman, Monet y Adenauer -por citar algunos de los padres de la Unión- compartían vigencias y valores. Concibieron un proyecto que neutralizase el germen de las guerras que habían desangrado al continente en el siglo XX. No eran socialistas ni comunistas, pero, desde luego, tampoco eran libertarios en el sentido estadounidense del término. No pensaron que las comunidades europeas fuesen solo un mercado ni un espacio para la libre circulación de capitales y mercancías. El comercio no era un fin; era, sobre todo, un medio. En este proyecto, eran cruciales los valores y principios compartidos e inspirados en la tradición judeocristiana.

Así, los grandes escritores de Europa Central, desde Joseph Roth a Ödön von Horváth podían tener diferencias entre sí, pero compartían la pertenencia a una alta cultura europea. No eran por completo extraños. Es célebre la cita de Von Horváth que resume esa identidad paneuropea: «Usted me pregunta por mi patria. Le respondo: nací en Fiume, crecí en Belgrado, Budapest, Bratislava, Vienna y Múnich, y tengo pasaporte húngaro, pero ¿patria? No la conozco. Soy una mezcla típica de la antigua Austria-Hungría: magiar, croata, alemán y checo; mi país es Hungría; mi lengua materna el alemán.» Esta identidad integraba las culturas nacionales en el patrimonio común europeo, no las erradicaba. Su alternativa eran los nacionalismos, no las distintas naciones, que de alguna manera percibían como propias al mismo tiempo.

Así, la diversidad europea se veía como una riqueza, no como un problema. No pretendían acabar con ella sino crear condiciones que la salvaran de las guerras y los regímenes totalitarios. Gracias a ellos, nuestro continente ha vivido un periodo de paz y desarrollo económico admirable. Este valor de la diversidad, sin embargo, no puede ser un pretexto para que Europa deje de ser lo que es para convertirse en algo que ni los propios europeos reconozcan.

Es difícil identificar cuándo este proyecto comenzó a traicionarse a sí mismo. Quizás fue allá por los años 90. Cuando las instituciones europeas fueron incapaces de hacer frente a la destrucción de Yugoslavia. Dejémoslo en este eufemismo. Tal vez fuese más tarde; por ejemplo, con el proyecto del Partenariado Oriental y la cuestión ucraniana. En todo caso, es claro que hoy hay visiones distintas de lo que la Unión debe ser.

En el Reino Unido, el rechazo de los burócratas de Bruselas y las oleadas de refugiados invadiendo el Reino Unido ha sido más poderoso que el miedo a las consecuencias económicas del Brexit. La identidad nacional que se consideraba desafiada por una injerencia extranjera ha vencido a la retórica de un mercado común y un nuevo marco de relaciones obtenido gracias a Cameron.

Sin duda, la mentira, la propaganda, el miedo y la ignorancia de la trascendencia de las decisiones han desempeñado un papel muy importante en la campaña. Por desgracia, la superficialidad y la frivolidad se han convertido en moneda de uso corriente en el discurso público europeo.

Ahora bien, a los políticos de la Comisión, el Consejo Europeo, el Parlamento y las demás instituciones de ese aparato descomunal en que se ha convertido la Unión Europea les ha ocurrido lo que advierte el Evangelio de San Marcos, patrono de Venecia: «Jesús, llamándoles, les dice: Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder.» En efecto, gobiernan la Unión como si fuesen jefes de las naciones y señores absolutos… pero no lo son. Pueden ejercer un gran control sobre la economía o incluso la política, pero eso no basta para legitimarse ante los ciudadanos.

Es fundamental prestar atención a esto: las identidades nacionales siguen siendo importantes en Europa y esto impone cambios muy profundos en la Unión. Frente al discurso “europeísta”, que cada vez tiene menos de verdaderamente europeo y más de artificio, la campaña de los partidarios del Brexit ha explotado el pasado imperial y la narrativa nacionalista de un Reino Unido que puede volver a ser grande. Por supuesto, todo esto es una mentira trágica, pero me temo que, desde hace tiempo, la verdad está en retroceso por este continente.

Para sobrevivir, la Unión debe volver a las raíces culturales de Europa y aspirar a ser algo más que un gobierno supranacional que intenta imponer un pretendido “cosmopolitismo” que acabe con las identidades nacionales. La tradición humanística de nuestro continente es mucho más rica y profunda -y verdaderamente europea, si a eso vamos- que el pensamiento débil que olvida los fundamentos culturales de nuestra civilización.

 

Las sociedades europeas se mueven en la tensión entre un legado común y unas especificidades nacionales. El desafío de la Unión es respetar las diferencias para salvar esa herencia milenaria que todos compartimos. Existe, sin duda, una identidad europea, pero desde Bruselas la están desdibujando tanto que corre el riesgo de hacerse irreconocible.

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