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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La falsa culpa de Occidente

Hace pocos días el diario francés Le Figaro publicaba que uno de los libros más citados por Steve Bannon, es “El campo de los santos”, la distopia de Jean Raspail sobre la que ya escribí aquí. Es España se publicó con otro título: “El desembarco”. Es un libro inquietante y provocador cuya lectura no deja indiferente.

En realidad, no trata tanto de un enfrentamiento entre pueblos desde el punto de vista racista, sino más bien del declive de la civilización occidental -representada en este caso por Europa- y de los sucesivos fracasos que llevan al desastre final: los dobles raseros, los complejos de culpa por el pasado, la traición de los intelectuales, la cobardía… La novela permite varios niveles de lectura.

En particular, resulta especialmente sugestiva la mirada sobre la mala conciencia de Occidente, una de las mayores debilidades que nuestra civilización afronta y una profunda injusticia. Todos los pueblos del planeta tienen páginas de vergüenza en los libros de su historia. No hay pueblos buenos o pueblos manos, sino seres humanos capaces del mal.

Sin embargo, sobre Occidente se ha arrojado la carga pesadísima de la culpa colectiva por todas las desgracias y las injusticias que acaecen: desde la crisis de los refugiados en Siria hasta el hambre en el mundo. En realidad, ni siquiera se trata de una crítica a un gobierno, una política o un periodo determinado de la historia, sino más bien de una causa general contra el pasado. Así, el oprobio se transmitiría de generación en generación como si los europeos o estadounidenses de nuestro tiempo fuesen culpables, por ejemplo, de la trata de esclavos, el imperialismo, el colonialismo, los fascismos y el nazismo.

Se crea con esto un falso dilema que exige renunciar a lo que uno es para ser aceptado por otros que se arrogan una pretendida superioridad moral. Se trata, pues, de una mala conciencia que no despierta un debate sobre el pasado, sino que lo silencia como condición previa para gozar de la aceptación de otros. Así se va creando un consenso construido sobre los complejos y el miedo, no sobre la verdad de los acontecimientos.

De este modo van naciendo los lugares comunes que enmarcan el debate público. Pongamos un ejemplo. La irresponsabilidad del pacifismo a cualquier precio ha conducido a la confusión de soslayar que el III Reich fue derrotado por la fuerza de las armas y que todos los intentos de apaciguar a Hitler condujeron a sucesivos avances de los nazis desde la anexión de Austria hasta la ocupación de Checoslovaquia. Este falso sentimiento de culpa -como si la guerra fuese un invento occidental- fue explotado durante la Guerra Fría por la propaganda soviética, que prefería silenciar, sin embargo, otros hechos como la colaboración que algunos nacionalistas ucranianos prestaron a los nazis durante el Holocausto.

Así, la adaptación de la historia a las narrativas políticas nos está sumiendo en un marasmo de consignas que los movimientos populistas están aprovechando bien para repetirlas bien para sustituirlas por otras y arrogarse el papel de paladín de la incorrección política y la libertad. Se trata de dos engaños. La explotación de la mala conciencia está sumiendo a Occidente en la vacilación y el desgarro, pero la alternativa no puede ser la mentira. También quien asume el rol de ser políticamente incorrecto puede asumir consignas y lecturas sesgadas.

He aquí la gravísima responsabilidad de los europeos y, en general, de los occidentales: superar el complejo de culpa sin traicionar nuestras raíces humanistas.

 

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