«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Memoria de Jan Karski

Una convención del periodismo es que debe tratar sobre asuntos de actualidad. Por fortuna, personajes como Jan Karski (1914-2000) serán de permanente actualidad mientras Europa exista. Tal vez aquí radique uno de nuestros problemas más profundos como continente y como civilización: estamos tan centrados en lo inmediato y lo urgente que nos olvidamos de lo importante y aun de lo fundamental. Así nos va en Europa y así está España, por cierto.

Hablemos, pues, de este hombre fascinante que, como Hélie Denoix de Saint-Marc, lo vio todo y lo contrario de todo. Nació en Łódź (pronúnciese “wuch”) pocas semanas antes de que el 28 de junio de 1914 Gavrilo Princip y sus compañeros mataran al archiduque Francisco Fernando y su esposa, la condesa Sofía Chotek, cerca del Puente Latino de Sarajevo. A lo largo de su vida, como si su destino hubiese estado marcado por el hundimiento del “mundo de ayer” como lo llamó Stephan Zweig, Karski presenció el descenso de Europa al horror y la muerte de los guetos, las fosas y las cámaras de gas.

Pero no anticipemos acontecimientos.

Ser de Łódź es como ser polaco elevado a la tercera potencia. La ciudad está en el centro de Polonia y a comienzos del siglo XX destacaba por su pujanza comercial, su industria textil y el activismo socialista de sus obreros. A veces, se la ha comparado con Manchester. En 1914, era una de las ciudades más densamente pobladas del planeta y uno de los lugares más importantes del imperio de los zares. En sus calles se escuchaba hablar polaco, ruso y yiddish, la lengua de los judíos de Europa Oriental mezcla de alemán, hebreo y otros idiomas nacida durante siglos de exilio. Allí vio por primera vez la luz, por ejemplo, el gran Arthur Rubinstein (1887-1983). La ciudad fue ocupada por los alemanes durante la I Guerra mundial entre 1914 y 1918. Al terminar el conflicto, la Polonia independiente, que había sobrevivido a tres particiones y más de un siglo de imperios centrales, resurgió con fuerza y Łódź fue uno de sus motores.

En realidad, Jan Karski se llamaba Jan Kozielewski. Se cambió el nombre cuando pasó a la clandestinidad como miembro de la resistencia polaca contra los nazis. Este hombre utilizó tantos pseudónimos que nos abruman: Znamierowski, Kruszewski Piasecki, Kwașniewski, y Kucharski entre otros. El apellido Karski resume, pues, un historial deslumbrante de dignidad y combate. Nada parece anticipar en el año 1939 lo que será su vida. Católico practicante, diplomático, patriota -algo tan diferente del nacionalista y del patriotero- tuvo formación de suboficial durante algún tiempo. Cuando el Reich invade Polonia el 1 de septiembre de aquel año, Karski es movilizado. Sirve durante algún tiempo en una remota unidad de artillería en el este del país. Allí lo sorprende la invasión soviética el 17 de septiembre de 1939. La lucha en dos frentes es insostenible. La defensa polaca se desmorona. En apenas tres semanas, Polonia ha sido derrotada. Karski cae prisionero de los soviéticos. Logra ocultar su graduación. Se salva así de una muerte segura en Katyn. Cuando el 5 de marzo de 1940 Stalin y otros cinco miembros del Politburó (Molotov, Kaganóvich, Kalinin, Voroshilov y Mikoyan) aprueben el asesinato de unos 22.000 polacos -entre ellos miles de oficiales del ejército- prisioneros en los campos de Ostahskov, Kozielsk y Starobielsk, entre otros lugares, Karski no estará entre ellos.

La suerte parece sonreír a este polaco. Los soviéticos lo intercambian con los alemanes. Logra escapar de sus captores. En Varsovia, se une a la resistencia. Es noviembre de 1939. En enero de 1940, lo encontramos como correo entre sus camaradas y el gobierno polaco en el exilio, que todavía está en París. Es un hombre muy valiente. Viaja a Francia, a Gran Bretaña, regresa a Polonia. La clandestinidad lo va forjando. Se le acaba la suerte en el verano de 1940. Los nazis lo detienen en los montes Tatras. Lo torturan. No delata a nadie. Deténganse un momento en estos detalles: tiene 26 años y no ha hablado. La tortura ha sido tan brutal que tienen que hospitalizarlo. Logra escapar de nuevo.

Pero Karski no se rinde. Sigue en la resistencia. Se une al Ejército Interior, la principal organización de combate. Hagamos una pausa ahora para hablar de estos polacos inquebrantables. Los nazis llevan casi un año de ocupación. Se han repartido el país con los soviéticos. Tratan de exterminar la cultura polaca. La Univeridad Jagellonica (Cracovia), una de las más antiguas de Europa, ha sido clausurada y sus profesores enviados a campos de trabajo. El plan nazi es atroz: reducir a este pueblo a la esclavitud, ocupar sus tierras y arrasar todo rastro de la identidad de Polonia. Por doquier, se organizan grupos de oposición. Poco a poco, la resistencia toma cuerpo. Hay un gobierno en el exilio que huirá de París a Londres cuando caiga Francia. Hay divisiones internas, pero todos odian a los nazis. Algunos desesperados colaboran con los nazis. Son pocos y siempre hay alguien dispuesto a vengar esta traición a la patria. Los judíos sufrirán un destino terrible: recluidos en guetos, privados de alimentos y medicinas, las enfermedades y el hambre ya habrán diezmado a la comunidad judía polaca, una de las más florecientes del mundo, antes de que comiencen a funcionar los campos de exterminio que los nazis construyen en el territorio ocupado. Sí, existe antisemitismo en la resistencia, pero también hay gente como Karski o como los criptógrafos de Varsovia que rompieron el código de Enigma y allanaron el camino a Alan Turing. Otro día contaremos esa historia.

He aquí lo importante; más aún, lo fundamental: hay gente como este muchacho.

Porque este joven de menos de treinta años será, entre 1942 y 1944, quien informará al gobierno polaco en el exilio y a los aliados occidentales de lo que están haciendo a los judíos de Polonia. Él lo vio y lo contó. No sé si cualquiera podría volver de este viaje a los infiernos que este joven emprendió cuando se infiltró en el gueto de Varsovia y escuchó de boca de los líderes judíos el espantoso fin de sus hermanos. Tengo mis dudas de si cualquiera podría volver cuerdo del horror del campo de exterminio Belzec, donde fueron asesinados entre marzo de 1942 y mayo de 1943 más de cuatrocientos treinta mil judíos según las estimaciones más bajas. En el campo funcionaron tres cámaras de gas. Karski estuvo allí disfrazado de soldado ucraniano. De lo que presenció, dio testimonio.

El 10 de diciembre de 1942 se distribuye un folleto con una nota de Edward Raczynski, Ministro de Exteriores del gobierno polaco en el exilio. Se titula “El exterminio masivo de judíos en Polonia bajo la ocupación alemana”. Hubo quienes no lo creyeron porque les parecía increíble. Hubo quienes no hicieron nada porque les dio igual. Otro día habrá que contar eso también. Hoy quien importa es Karski porque él no permaneció indiferente. Así se convirtió en un ejemplo de lo que significa, de verdad, obrar como un ser humano. En yiddish ser una persona decente se dice ser “mensch”. Pues bien, Karski escogió ser “mensch”. Su historia debe contarse porque es la prueba de que había -y hay- una alternativa al desprecio, la cobardía y la indiferencia.

Este testigo del Holocausto hizo cuanto pudo por mover a los gobiernos aliados. Sintió que había fracasado. En 1944 escribió “Historia de un Estado clandestino”, que la editorial Acantilado publicó en 2011. Hay que leer este libro, que entona el canto a la resistencia polaca y a la grandeza humana por encima de todas sus miserias. Al acabar la guerra, Karski se estableció en los Estados Unidos y fue profesor en la Universidad de Georgetown. Se hizo ciudadano estadounidense. Contrajo matrimonio con Pola Nirénska, bailarina y coreógrafa superviviente del holocausto, cuya familia había sido exterminada por completo. Ella se suicidó en 1992. Nada le fue ahorrado a nuestro héroe.

En 1981, Elie Wiesel, superviviente de Auschwitz, rescata a Karski del olvido en la Conferencia de Liberadores de Campos de Concentración (1981). En 1982, el Estado de Israel lo reconoce como Justo entre las Naciones. El gran Lanzmann graba el testimonio de este polaco que ha contemplado el horror y ha vuelto para contarlo.

Karski dijo en 1981: “Y así yo mismo me convertí en judío. Y así como toda la familia de mi esposa fue exterminada en los guetos de Polonia, en sus campos de concentración y sus crematorios, todos los judíos que fueron asesinados se convirtieron en mi familia. Pero yo soy un judío cristiano… Soy un católico practicante… Mi fe me dice que el segundo pecado original ha sido cometido por la humanidad. Este pecado perseguirá a la humanidad hasta el fin de los tiempos. Y yo quiero que sea así.”

La vida de Karski es la prueba de que los seres humanos podemos enfrentarnos al mal. Me pregunto hasta qué punto su fe lo sostuvo en los momentos más terribles de aquel tiempo. En varias ocasiones, él hace referencia a la religión y su condición de católico. Hubo otros como Karski. La historia de los judíos en Polonia tiene páginas espantosas como el pogrom de Kielce de 1946 -en el que fueron asesinados 46 judíos en presencia de las fuerzas armadas de la Polonia comunista- pero también brillan en ella páginas luminosas como las escritas por sus 6.620 Justos entre las Naciones.

Deberíamos hablar más de esta Europa que se negó a traicionarse a sí misma y de estos hombres y mujeres que se atrevieron a luchar y resistir. Ellos salvaron el nombre de nuestro continente y nuestra civilización. Tal vez deberíamos tomar también estos ejemplos y enseñarlos en los colegios y los institutos. Quizás deberíamos detenernos menos en lo pasajero y fijarnos más en lo que realmente importa: la humanidad, la decencia, la valentía, la memoria.

 

Pongámonos en pie y descubrámonos para honrar la memoria de Jan Karski y de todos aquellos europeos que supieron estar en el lado correcto de la Historia.

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