«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Una novela apocalíptica

Les traigo un libro que puede no gustarnos y tal vez, precisamente por eso, haya que leerlo. Hay obras que se leen para disfrutarlas y hay otras que se leen para hacerles frente como en un duelo a espada. “El campo de los santos” está entre las segundas.

La cuestión migratoria en Europa, el terremoto del Brexit y el debate sobre la identidad europea deberían hacer del francés Jean Raspail (Indre-et-Loire, 1925) un autor famoso en España. Sin embargo, sobre su obra se cierne un manto de silencio que solo algunas editoriales han roto a lo largo de los años. De educación privada y católica, Raspail nació en una familia muy acomodada. Quizás debería haber dicho directamente rica. Fracasó con una primera novela de juventud, pero la vida le deparaba otros destinos. En efecto, a este joven le fue dada una oportunidad que pocos tienen al terminar sus estudios: viajar por el mundo al encuentro de los pueblos amenazados por la modernidad. En 1949, recorrió América del Norte desde Quebec hasta Nueva Orleans. Entre 1951 y 1952 fue por carretera desde Tierra del Fuego hasta Alaska. En 1954, encaminó sus pasos hacia el Tahuantinsuyo, el antiguo imperio de los incas. Este joven estaba en búsqueda. El peregrinaje por el mundo previo a la modernidad -la América precolombina, las culturas indias- anticipa la gran preocupación de su obra: el choque con la modernidad y la desaparición de los pueblos aborígenes.

En 1973, Raspail ha recorrido miles de kilómetros y tiene algo que decir. Publica “El campo de los santos” (Robert Laffont, 1973). Es una novela escalofriante. En ella describe la progresiva invasión pacífica de Francia -reténgase este adjetivo- por millones de desheredados que se dirigen a ella desde el Delta del Ganges. El destino de Francia, termina siendo el de Occidente. El libro nos asusta porque no se trata de una guerra de conquista. En rigor, no hay batallas como las esperaríamos en un relato bélico. Francia cae porque nadie tiene el coraje ni la fortaleza para defenderla. La debilidad moral es tan profunda que nadie siente que merezca la pena defender eso que llamamos Francia, Europa, Occidente.

Es inquietante la atmósfera de pacifismo, optimismo irresponsable, frivolidad y ligereza que envuelve a los personajes: “El viejo profesor tuvo un pensamiento ordinario. Había leído demasiado, reflexionado demasiado, escrito demasiado también, para atreverse a proferir, incluso estando a solas consigo mismo, en unas circunstancias perfectamente anormales, otra cosa que una banalidad digna de un alumno de tercero”. A medida que una flota de extranjeros se aproxima a Francia, los titulares anuncian su proximidad, pero no llaman a ninguna acción concreta: ¡a 10.000 kilómetros! ¡A 5.000 kilómetros! Una Francia abatida, quebrada moralmente, sumida en falsos complejos de culpa y acusada de su propia Historia es incapaz de reaccionar frente a las multitudes que avanzan sobre ella. El drama es que no hay drama. La tragedia es la ausencia de tragedia.

No contemos más. Lean el libro para ver desplegarse la trama.

“El campo de los santos” tuvo una recepción dispar. Junto a algunas críticas favorables, cayó sobre ella una bruma impenetrable. Podía ser buena literatura, pero peligrosa. A muchos llamó la atención su sentido “profético”. En 1975, alcanza una venta de 40.000 ejemplares. Lo leen Ronald Reagan, François Mitterand y Samuel Huntington. No deja indiferente a nadie, pero -al mismo tiempo- pocos hablan de él. Como si se tratase de un espectro que se manifestara al pronunciar su nombre, Raspail se convierte en un autor de iniciados. Ahora bien, estos iniciados son muchos, aunque guarden silencio. Es imprescindible recordar esto para comprender qué está sucediendo en Europa hoy (Francia, Italia, Hungría, Alemania, Polonia, la República Checa, Eslovaquia). Esta inquietud no ha nacido ayer. Tiene décadas de vida e incluye una crítica profunda a algunas de las ideas dominantes en nuestro continente durante más de treinta años. Es un error soslayar el elemento racista y xenófobo de parte del discurso de la extrema derecha europea, pero no todas las voces que se alzan alertando del desafío que la inmigración descontrolada supone para Europa son xenófobas ni racistas. Al contrario, alertan de la incapacidad de Europa de asimilar los flujos migratorios precisamente por la debilidad de sus instituciones y sus valores. En la novela de Raspail, ni los millones que llegan a Francia quieren ser franceses ni la República puede asimilarlos.

A Raspail lo han acusado de haber escrito una novela fascista. Tal vez el término debería precisarse. Si todo es “fascista”, al final esta palabra no significará nada. Desde luego, la construcción del “otro” -el inmigrante, el extranjero, el invasor- es terrible y durísima. A Francia llegan masas de bárbaros en las que es difícil reconocer a la inmigración que uno puede haber visto en España. Estos inmigrantes aparecen tan despersonalizados, tan vacíos de identidad, valores, memoria, esperanzas y sentimientos, que a veces cae en el estereotipo y la caricatura. Esto es quizás lo peor del libro. Es fácil detectar cierto aroma racista en algunas descripciones. Hay pasajes que recuerdan más la literatura colonial; ya saben: los tópicos sobre los asiáticos, los “salvajes”, etc. Sin embargo, creo que Raspail está más cerca de los autores tradicionalistas católicos franceses que de escritores -ahora sí- fascistas como Céline o Brasillach. Más bien me parece que lo esencial de la obra de Raspail es el rechazo de la modernidad y -solo como expresión de éste- aparece ese miedo al otro que la modernidad acerca.

Así, la novela describe la inmigración con trazos gruesos. En verdad, no es igual la llegada a Francia de un contingente de canadienses de Quebec que la de uno de nativos del subcontinente indio. Cada flujo migratorio es diferente. Algunas culturas son más próximas a otras -el caso más claro es el de la Hispanidad o el de la “relación especial” entre Estados Unidos y el Reino Unido- y tampoco esto puede dejarse de lado. Una religión común, una lengua común y una visión común del mundo propician una integración que, de otro modo, puede frustrarse si no se adoptan medidas efectivas. Los flujos migratorios, por ejemplo, entre países occidentales no son equivalentes, en su impacto, a los que se vienen desde países islámicos.

Por otro lado, el libro elude que la migración es consustancial al ser humano. Desde la aparición de nuestra especie hace unos dos millones y medio de años aproximadamente, el hombre ha vagado por el planeta. Ni siquiera los indios americanos son, en su origen, nativos de América. La crisis de nuestra civilización -que debemos afrontar y superar- no puede llevarnos al paroxismo del rechazo al otro que se está viviendo en algunos países de Europa. Occidente ha brillado en sus horas mejores precisamente cuando se abrió al mundo. Ahí están España y el mestizaje de la América Española. Ya advertía Ramiro de Maeztu en “Defensa de la Hispanidad”, que ella “no habita una tierra sino muchas y muy diversas”. Como decía García Morente, hay un momento en que “la hispanidad, terminada su labor interna, se expande hacia fuera, sale de sus fronteras, toma en sus manos la dirección del curso histórico y durante dos siglos lleva –por decirlo así– la batuta en el concierto de la historia universal”. Nuestra historia la han hecho hombres y mujeres que se atrevieron a cruzar océanos y desiertos. Por eso, como gustaba de recordar Julián Marías, hoy un español no es “extranjero” en las Américas sino, a lo sumo, “forastero”. No deberíamos olvidar esto.

Sin embargo, me temo que hay que leer a Raspail si uno quiere entender esta oleada de rechazo a los inmigrantes que palpita bajo el Brexit o se revela en los últimos resultados electorales en Alemania. El terror es una fuerza social muy poderosa y no debe subestimarse. Junto a él, está la alienación de millones de europeos que no se sienten representados por una Unión y una ideología que soslaya los peligros de una política irresponsable en materia de inmigración como la que venimos padeciendo en Europa. Sí, por supuesto que hay racistas y xenófobos en Europa, pero no todos los son. Esta novela terrible apunta a un miedo que es real y cada vez más patente. La perpetuación de políticas migratorias irresponsables, la debilidad de las instituciones nacionales -los sistemas educativos, por ejemplo- y la negación de los evidentes problemas de integración solo agravará un problema que amenaza la propia continuidad del proyecto europeo. Por fin, el abandono de las raíces culturales de Occidente -la tradición judeocristiana, la herencia grecorromana, el humanismo- ha creado una confusión de valores y principios que se ha hecho insostenible. Fueron precisamente estas raíces las que hicieron grande a Europa y a las que tendrá que volver si quiere sobrevivir.

 

 En España, la novela ha tenido dos ediciones. La primera es de Plaza y Janés en 1975, en plena Transición, y otra en Áltera en 2007, con el título “El desembarco”. Sin embargo, a diferencia de lo que ha sucedido en Francia, en nuestro país no ha tenido tanto impacto como allende los Pirineos.

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