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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La persecución de los cristianos

Tal día como hoy del año 311, terminaba oficialmente la persecución que el emperador Diocleciano había iniciado contra los cristianos. Ha pasado a la historia por ser la última y una de las más sangrientas que tuvieron que padecer los seguidores de Cristo en los primeros siglos de vida de la Iglesia. Salvo en Galia y en Britania, donde según las crónicas la violencia contra los cristianos fue algo menor, por todo el imperio se cometieron matanzas y profanaciones. La persecución contra los cristianos no era nueva. Nerón había matado a muchos acusándolos del incendio de Roma en el año 64 y, cada cierto tiempo, algún gobernador local decidía hostigarlos, como ya había ocurrido en Bitinia (111), Esmirna (156), Lyon (177) y Cartago (180). A medida que no solo los más pobres sino también los patricios se convertían a la fe de aquel judío crucificado en Jerusalén, que predicaba el amor universal y cuyos discípulos proclamaban la resurrección de su Maestro, la reacción imperial se fue haciendo más violenta. En 202, Septimio Severo prohibió la conversión al cristianismo (y al judaísmo, por cierto). En el año 250 el emperador Decio ordenó a todos los habitantes del imperio hacer sacrificios ante los magistrados, que emitirían el correspondiente certificado. A Orígenes (185-254), padre de la Iglesia y uno de los mayores teólogos de la historia junto a San Agustín y Santo Tomás de Aquino, lo torturaron durante un año y murió como consecuencia del tormento. En 257 el emperador Valerio castigó profesar el cristianismo con pena de exilio o trabajos forzados en las minas. En 258, la pena pasó a ser la de muerte.

 

Sin embargo, a pesar de los horrores ya padecidos, la saña de Diocleciano (244-311) aterró a todos. El 23 de febrero de 303 el emperador ordenó arrasar una iglesia en Nicomedia, quemar sus textos y confiscar sus objetos sagrados. Al día siguiente, publicó el “Edicto contra los cristianos” y, a lo largo del año siguiente, promulgó otros tres. El primero ordenaba el cierre o la destrucción de las iglesias, la incautación de sus bienes y la remoción de sus cargos de todos los funcionarios cristianos. El segundo edicto ordenó el encarcelamiento del clero. El tercero concedía la libertad a aquellos cristianos presos que hiciesen sacrificios a los dioses. El cuarto imponía sacrificios obligatorios a todos los habitantes del imperio so pena de muerte o trabajos forzados en las minas (que venía a ser lo mismo).

La historia de la Tetrarquía es muy tormentosa. Diocleciano abdicó en el año 305, pero sus sucesores continuaron sus esfuerzos para erradicar el cristianismo. El reparto del poder en la Tetrarquía distinguía entre augustos -emperadores de mayor rango- y césares, emperadores de menos categoría. Los augustos eran Constancio y Galerio y los césares, Severo y Maximino. El acoso a la Iglesia fue más duro en el oriente del Imperio, donde el número de comunidades era mayor que en la parte occidental. La iglesia estaba acusando los golpes: sus templos estaban arrasados, su clero encarcelado y, como dice Eusebio, las apostasías eran “incontables”. Como Diocleciano había dividido el poder según los territorios entre cuatro tetrarcas unidos por vínculos familiares y de amistad, el rigor de la represión dependió del empeño de cada uno en cumplir las órdenes imperiales en las provincias bajo su mando. Maximinio y Galerio no le fueron a la zaga a Diocleciano. Solo en el occidente la ofensiva anticristiana se redujo.

Sin embargo, Constantino, el hijo de Constancio, sucedió a su padre el 25 de julio del año 306 y las cosas comenzaron a cambiar. La Tetrarquía fue cayendo en el caos de las luchas internas entre los emperadores. A finales del año 310, había siete augustos: Constantino, Majencio, Maximiano, Galerio, Maximino, Licinio y Domicio Alejandro, que se había autoproclamado augusto. Esto fue debilitando las energías que se habían empleado en los primeros años contra los cristianos. La Iglesia estaba debilitada, pero sus perseguidores también. Ya desde el año 306 Constantino había ordenado el cese de la persecución y la restitución de sus bienes. Por supuesto, esto no se aplicó por igual en todo el territorio imperial, pero suponía un cambio decisivo. Majencio, que terminó siendo el rival de Constantino y fue derrotado en el puente Milvio, toleró a los cristianos en Roma desde el año 306. En Oriente, sin embargo, hubo que esperar hasta el Edicto de Tolerancia de Galerio la víspera de las calendas de mayo del año 311, que viene a coincidir con el 30 de abril. No fue fácil detener la violencia allí donde estaba arraigada. Por ejemplo, hubo casos de martirio en Gaza hasta el 4 de mayo. Salvo una breve pausa, la persecución continuó en el territorio de Maximinio hasta el año 313. En febrero de aquel año, el Edicto de Milán terminó reconociendo la licitud del cristianismo en todo el imperio.

La iglesia ha sobrevivido a intentos terribles por erradicarla. Los primeros fueron los de los emperadores, pero hubo más. La conquista islámica logró reducir -y, en algunos lugares, eliminar- la presencia de cristianos en el Oriente Próximo. Sometidos a un régimen de sumisión -la dhimmitud- y con sus derechos muy limitados, las comunidades podían vivir, pero difícilmente sobrevivir al paso del tiempo. Muchas de ellas se marchitaron. A esto contribuyeron las conversiones al islam más o menos forzadas. El genocidio que el Estado Islámico está perpetrando contra los cristianos en Irak y Siria es otra de estas persecuciones que los cristianos han padecido a lo largo de los siglos.

No obstante, ni siquiera los regímenes comunistas, que controlaban los medios de comunicación, los servicios de inteligencia, el sistema educativo y, en general, todos los recursos del Estado, consiguieron arrancar de raíz la semilla del cristianismo allí donde había arraigado. Después de dos mil años de persecución, la cultura cristiana ha logrado resistir a la destrucción de templos, el cierre de colegios, el asesinato de religiosos -ahí están las matanzas de la Guerra Civil Española- y las campañas de violencia desatadas en su contra. El ejemplo de los mártires sigue siendo hoy un modelo para millones de cristianos allí donde padecen violencia y hostilidad.

Deberíamos estudiar más la historia de la Iglesia para comprender cómo se ha conformado Europa y en qué consiste su legado. Se suelen recordar -y no sin cierta manipulación- los episodios más tristes de su pasado. Se olvidan con mayor frecuencia los momentos luminosos de su vida y sus contribuciones, desde la arquitectura y la música hasta el Derecho Canónico -por ejemplo, la defensa de oficio para quien carece de recursos- y, en general, la riqueza que ha supuesto para la Humanidad. Sí, hubo cosas terribles, pero también gloriosas. En la condición humana tienen cabida lo abyecto y lo admirable.

La Iglesia ha sobrevivido a las peores campañas de difamación y a la manipulación de su historia. No ha habido crimen del que no se la haya acusado. No obstante, por ella hablan los mártires que a lo largo de su vida han muerto por su fe y perdonado a sus enemigos. Gracias a ella, el saber de Grecia y Roma no se perdió por completo y para siempre. Algún día habrá que contar cómo los monjes irlandeses salvaron la civilización occidental en tiempos de las invasiones vikingas. Legiones de hebraístas, helenistas, latinistas, místicos, pintores, poetas y tantísimos otros testimonian el papel que la Iglesia ha desempeñado en Europa y el resto del mundo.

 

En todo el planeta, ahora mismo, millones de cristianos alimentan a los hambrientos, dan de beber a los sedientos, visten a los desnudos y visitan a los presos dando testimonio de su fe y de su esperanza. Entre ellos, hay gente como los padres blancos que, en los años 90, cuando el terrorismo golpeaba a los argelinos cada semana, resolvieron quedarse en el país y correr la suerte de sus vecinos musulmanes. Cuatro de estos misioneros fueron asesinados el 27 de diciembre de 1994 por el GIA en Tizi Uzu (Cabilía, Argelia). Recuerdo las palabras de Míkel Larburu, el provincial durante aquellos años de matanzas, como la de los trapenses en Tibhirine: “este es el Cordero de Dios, que desarma a los hombres armados”. Hay algo en estos creyentes que ningún emperador, ningún tirano, ningún Estado puede matar por completo. Ellos son los herederos de aquellos que resistieron el ciclo de persecuciones que inició Diocleciano y que terminó hace hoy 1705 años.

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