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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Un tiempo de populismos

Uno de los verbos más repetidos de la Sagrada Escritura es “zajor”, que en sus distintas flexiones significa “recuerda”. Aparece ciento sesenta y nueve veces, como recuerda Yerushalmi, generalmente con Dios o con el pueblo de Israel como sujetos. Recordar es tan importante como no olvidar. Tal vez sea por eso que la memoria está tan arraigada en la tradición judeocristiana. Se evoca a lo largo del año a los santos y a los mártires. Las fiestas actualizan un tiempo que deja de ser pasado para hacerse presente. Así cuando uno no sabe hacia dónde avanzar, debe volver la vista atrás y recordar de dónde viene. Venimos de un siglo marcado por el signo de los totalitarismos -el comunismo, el fascismo, el nacionalsocialismo- a cuya sombra sigue viviendo Europa. Es inevitable escuchar los viejos redobles en los nuevos tambores de los populismos de izquierda y derecha en nuestro continente.

William F. Buckley (1925-2008), uno de los grandes pensadores conservadores de los Estados Unidos, fundó la National Review en 1955. En aquellos años, la Guerra Fría entre el bloque soviético y los aliados occidentales dividía el mundo. El comunismo amenazaba con extenderse por todo el planeta y algunos preveían su segura victoria. En la misión de la revista que creó -y que durante décadas ha sido uno de los mayores referentes del conservadurismo estadounidense- Buckey declaraba:

“Admitámoslo: A diferencia de Viena, parece por completo posible que, si National Review no hubiese existido, nadie la hubiese inventado. El lanzamiento de un semanario de opinión conservador en un país considerado en general un bastión del conservadurismo parece, a primera vista, un trabajo redundante; casi como publicar una revista monárquica dentro de los muros de Buckingham Palace. Por supuesto, no es así. Si National Review es superflua, lo es por diferentes razones: se alza frente a la historia gritando “¡detente!” en un tiempo en que nadie está inclinado a hacerlo ni tiene mucha paciencia con quienes lo piden”.

Buckley tenía razón. A veces debemos situarnos frente a la historia y gritarle que se detenga. La Europa del siglo XX está llena de episodios en que la mayoría de sus habitantes no supieron o no quisieron reaccionar frente a los demagogos. La confusión moral es una de las claves para entender el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, el fascismo en Italia y en otros países y la fascinación que el comunismo aún inspira a millones de conciudadanos en España y el resto del continente.

A esta confusión moral se sumó la cobardía.

Boris Johnson escribió hace poco más de dos años un libro ágil y entretenido sobre el primer ministro británico que resistió a Hitler cuando todo parecía perdido: “El factor Churchill”. Es una biografía que tiene mucho de ensayo y se centra, naturalmente, en la vida política de quien prometió a sus compatriotas “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. En ella, Johnson señala que “en estos días, creemos débilmente que la Segunda Guerra Mundial se ganó con la sangre rusa y el dinero americano; y aunque esto es verdad de alguna manera, también es cierto que, sin Churchill, Hitler habría ganado casi con seguridad”. A veces, la historia de la humanidad se escribe con nombres propios y una sola persona puede marcar una gran diferencia. Si él no hubiese estado ahí en el año 1940, muchas cosas hubiesen sido distintas y, probablemente, peores. Como dice el biógrafo: “Churchill importa hoy porque él salvó nuestra civilización. Y el punto importante es que solo él podría haberlo hecho”.

Tal vez Johnson exagera un poco, pero creo que, en el fondo, la percepción de que nuestra civilización estaba en peligro y él contribuyó a salvarla de modo decisivo es cierta. Me parece, además, que su contribución fue esa claridad moral que le permitió advertir no solo la amenaza del nazismo y la necesidad de hacerle frente, sino también el peligro que el comunismo entrañaba para las sociedades libres: “desde Stettin en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, ha caído un telón de acero sobre Europa. Tras esa línea quedan todas las capitales de los antiguos Estados de Europa Central y Oriental. Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía, todas estas famosas ciudades y las poblaciones en torno a ellas quedan en lo que debo llamar la esfera soviética y todas están sujetas, de una forma o de otra, no solo a la influencia soviética, sino a un alto -y en algunos casos creciente- control por parte de Moscú”. Más adelante añadía: “los partidos comunistas o quintas columnas constituyen un creciente desafío y peligro para la civilización cristiana”.

Vuelvo la vista atrás y siento que, sobre Europa, se cierne de nuevo el peligro de los populismos de extrema derecha y extrema izquierda. Nuestro continente -y, en general, Occidente- padece graves problemas que no tocan únicamente los planos político y económico, sino que se hunden en el nivel de los valores y los principios, que han cedido frente a lo que Benedicto XVI llamó “la dictadura del relativismo”. Sin embargo, los populismos no son la solución; al contrario, son parte del problema.

Debemos recordar de dónde venimos para detener esta deriva populista que estamos viviendo. Sí, debemos atrevernos a gritar a la historia que se detenga antes de que sea tarde y debemos dar un paso al frente para impedir este ascenso populista que traiciona todo lo que Occidente representa y evoca sus peores fantasmas: el nacionalismo, el racismo, el odio de clase, el resentimiento…

Europa debe volver a sus raíces, pero no son las del III Reich ni las de la Unión Soviética, sino las de Grecia, Roma y Jerusalén, la verdadera tradición de Occidente, que reconoce la dignidad de toda vida humana, la necesidad de limitar el poder, el valor de la razón y, en suma, los cimientos de veinte siglos de historia.

Debemos, pues, recordar el pasado. En la Biblia, la memoria es como un trampolín que nos proyecta hacia el futuro. Sabemos hacia dónde dirigirnos porque recordamos de dónde hemos venido. Esto debería inspirar también nuestra esperanza.

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