«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El pregón de Navidad

El próximo domingo será Navidad. Durante más de veinte siglos, los cristianos han celebrado el nacimiento de Jesús con una alegría y una esperanza que no son por completo de este mundo. La redención de la Humanidad y la promesa de la Resurrección iluminan esa noche que anuncia la victoria de la luz sobre las tinieblas. El Dios de la Biblia no huye ni abandona su creación. Al contrario, se manifiesta en el tiempo y el espacio y, de este modo, convierte el universo y el planeta en el escenario de un relato de amor fabulosa: la de Dios por el ser humano. Ese amor por la humanidad es el que canta el profeta Oseas en uno de mis textos favoritos (Os 2, 16): “Pero yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. El cristianismo es incomprensible sin esa redención de la Historia y del hombre que comienza con la Navidad y culmina con la Resurrección y la victoria sobre la muerte derrotada definitivamente.

Uno de los textos más bellos del cristianismo es la Calenda o Pregón de Navidad, que se canta en esta noche mágica. Es un himno muy antiguo. Uno debe escucharlo con la alegría y serenidad con que contemplaría un amanecer sobre el mar. No es como un villancico. No tiene zambomba ni tambor. Es un anuncio, no una canción. Ahora bien, el acontecimiento que proclama lo cambió todo. Lo sigue cambiando. El cristianismo profesa que Dios sigue operando en la Historia hoy como viene haciéndolo desde el comienzo de los tiempos. El Nacimiento de esta noche cumple una promesa. No anticipa un abandono sino un regreso. Por eso, en pie, quien asiste a la Misa puede contemplar el devenir del mundo desde su origen hasta esa noche en que Jesús nace en un pesebre “porque no había sitio para ellos en la posada”. En este himno, pues, se recapitula una esperanza de siglos.

He aquí su texto:

“Pasados innumerables siglos desde la creación del mundo, cuando en el principio Dios creó el cielo y la tierra y formó al hombre a su imagen; después también de muchos siglos, desde que el Altísimo pusiera su arco en las nubes tras el diluvio como signo de alianza y de paz; veintiún siglos después de la emigración de Abrahán, nuestro padre en la fe, de Ur de Caldea; trece siglos después de la salida del pueblo de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés; cerca de mil años después de que David fue ungido como rey, en la semana sesenta y cinco según la profecía de Daniel; en la Olimpíada ciento noventa y cuatro, el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de la Urbe, el año cuarenta y dos del imperio de César Octavio Augusto; estando todo el orbe en paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, concebido del Espíritu Santo, nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judea, hecho hombre, de María Virgen: la Natividad de nuestro Señor Jesucristo según la carne.”

Así, la Calenda anuncia que el ser humano no es fruto del azar sino del Amor y que a Él se debe el Nacimiento que esta noche se celebra. En estas pocas líneas, el devenir de la Humanidad adquiere un sentido que no se agota en las guerras, las civilizaciones, el arte, las atrocidades y los prodigios de que es capaz el hombre. No, en este lugar y en este tiempo, que esta noche se celebran y se actualizan, nace el Hijo de Dios y eso es lo que celebran los cristianos. He aquí el mayor regalo, un regalo que ninguno de nosotros es capaz de dar y que todos están llamados a recibir.

Esta cosmovisión ha transformado la Historia. Esta confianza en el ser humano y en el sentido de los acontecimientos dio a la civilización occidental uno de sus rasgos más característicos. Ella inspiró a los hombres que levantaron catedrales para mayor gloria de Dios. Ella impulsó a los marinos que surcaron los océanos y los mares. Ella alumbraba a quienes buscaban el conocimiento en los laboratorios y las bibliotecas. Ella acompañaba a los peregrinos que, desde todas partes, caminaban a Jerusalén, Roma o Santiago. Desde esta noche, el cristiano sabe que ni el universo ni el tiempo -el de entonces y el de ahora- están vacíos. Al contrario, los llena un Amor que, como decía Frossard, “no es de la tierra”. Ese amor les impone una responsabilidad para con los demás seres humanos y para con la creación entera. Todo el año litúrgico recuerda al cristiano que para resucitar hay que cargar con la cruz -cada uno tiene la suya- y seguir a Cristo hasta el Calvario. El cristiano sabe que este Niño que hoy nace -débil y pobre- es el Salvador del Mundo que viene a hacer “nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), Después de esta noche, es posible mirar al universo con otros ojos porque la promesa de salvación largamente esperada ha comenzado a cumplirse. Es inevitable conmoverse con las palabras de Simeón, que era “justo y piadoso y esperaba la consolación de Israel”, cuando se acerca al Niño y pronuncia esas palabras que se repiten desde hace siglos en la Liturgia de las Horas: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.” (Lc, 2, 29-32).

Karl Rahner escribió que “la Navidad dice: Dios ha venido a nosotros, de tal manera que puede habitar en el mundo y en nosotros con su esplendor terrible y glorioso. Con el nacimiento del Niño ya nada es igual”. Así, la Calenda recuerda el nacimiento del Hijo de ese Dios que, como canta el Magníficat, “hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” y “auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”.

 

Feliz Navidad.

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