«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La respuesta al Brexit

El referéndum sobre el Brexit ha reabierto el debate no sólo sobre el espacio de la Unión Europea sino sobre las propias fronteras y la integridad territorial de los Estados miembros. Las advertencias sobre Irlanda del Norte y Escocia han seguido a la decisión de los votantes británicos.

Uno de los grandes problemas es que la Unión, heredera de las Comunidades Europeas, fue concebida como un factor de seguridad y estabilidad para un continente desangrado en guerras a lo largo del siglo XX. En efecto, el horror de las dos Guerras Mundiales -por no mencionar los conflictos que las precedieron, como las Guerras Balcánicas de los años 1912 y 1913- dio el impulso definitivo a la vieja aspiración paneuropea de Richard Nikolaus Graf von Coudenhove-Kalergi y sus sucesores al término de la Segunda Guerra Mundial: Adenauer, De Gasperi, Schuman, Jean Monet y otros.

Había, sin duda, el elemento vertebrador de una civilización común y unos valores compartidos desde la herencia de Grecia y Roma y la tradición judeocristiana hasta la historia de la Cristiandad medieval y el Imperio, cuyo legado había asumido la monarquía danubiana. Así, Europa era diversísima sin que esto tuviese que significar la pérdida de su identidad ni su fragmentación. Desde Dublín, Madrid y Lisboa hasta San Petersburgo, Atenas y Bucarest, las vigencias y valores compartidos creaban un espacio reconocible y dotado de cierta homogeneidad. Este espíritu de cierto cosmopolitismo lo resumió Joseph Roth en las célebres líneas del capítulo quinto de “La cripta de los capuchinos”, que en España publicó Acantilado: “En esta monarquía […] nada es extraño. Si no fuera por los imbéciles de nuestro gobierno […] estoy seguro de que sería completamente natural, incluso visto desde fuera. Quiero decir con esto que lo que se dice extraño es lo natural para Austria-Hungría, es decir, que solamente a la loca Europa de las nacionalidades y los nacionalismos le parece extraña la evidencia. Naturalmente son los eslovenos, los polacos y los rutenos de Galitizia, los judíos de Kaftán de Boryslao, los comerciantes de caballos de Bacska, los mahometanos de Sarajevo, los castañeros de Mostar, los que cantan “Dios guarde al Emperador” […]”.

Esta Europa era -y es- posible si se admite que, junto a ella, existen Estados nacionales muy antiguos y que conservan su vitalidad. He aquí uno de los problemas de fondo del proyecto europeo: no puede convertirse en un pretexto para desfigurar realidades nacionales que son, en algunos casos, tan antiguas como la misma idea de Europa. Así, el pretendido “cosmopolitismo” que desprecia las historias nacionales o el “regionalismo” que las fragmenta se han visto alimentados por una idea de la multiculturalidad pobre y simplificada. Europa siempre fue multicultural, pero esas culturas tenían referentes comunes que siglos de coexistencia, convivencia e interacción entre los pueblos habían ido forjando. Por eso, el islam balcánico que menciona Joseph Roth era tan diferente del importado de Siria o Afganistán. Las diferencias entre, pongamos por caso, los gitanos de las distintas regiones de Europa Central o los judíos de todo el continente venían condicionadas, entre otras cosas, por la interacción con los demás pueblos sobre un mismo espacio geográfico y cultural. Los pueblos no son por completo diferentes -hablan lenguas comunes, por ejemplo- pero tampoco son idénticos. Puede haber, pues, diversidad sin que esto implique fractura.

El racismo, la xenofobia, el antisemitismo y todas las enfermedades que padeció la Europa contemporánea desempeñaron un papel central en las conflagraciones del siglo XX. La Unión Europea nació para evitar que nada así se repitiese, no para torpedear las realidades nacionales.

Sin embargo, desde Bruselas, parecen haber olvidado que este proceso no se hizo contra las naciones sino sobre ellas. El proyecto europeo no exigía renunciar a ser francés, inglés o belga para ser europeo. Al contrario, lo presuponía. Por eso, la irresponsabilidad en la gestión de los flujos migratorios -podría hablarse de la crisis de los refugiados de Idomeni, pero también de la valla de Melilla o las pateras en el archipiélago canario- no puede camuflarse con un discurso pretendidamente multicultural, que niegue la realidad histórica de Europa y la necesidad de ese marco común de convivencia que acogiese las diferencias culturales.

La respuesta al Brexit no puede consistir en continuar con esta clase de Europa burocratizada que pretende ser multicultural cuando, en realidad, está alterando los distintos modos de vida europeos -pensemos, por ejemplo, en el urbanismo y ciertos barrios- hasta hacerlos irreconocibles. La libre circulación de personas, uno de los tesoros de la Unión, no debe ser el instrumento para dinamitar la cohesión de las distintas sociedades europeas. Si uno quiere comprender por qué aumenta el voto a las opciones de extrema derecha como el Frente Nacional, debe leer “La France peripherique”, del geógrafo francés Cristophe Guilluy, que describe cómo las “banlieus”, las barriadas deprimidas y pobres de las grandes ciudades, han terminado creando tensiones que conducen a la radicalización del voto. Hay un problema de integración que no puede esconderse bajo la apariencia de la diversidad cultural porque faltan la interacción y la convivencia y, lo que es peor, en algunos casos pueden ser imposibles. Piensen, por ejemplo, en los movimientos islamistas que niegan la legitimidad de las instituciones nacionales y pretenden sustituirlas por las islámicas. Por supuesto, no es la realidad de todos los musulmanes en Europa; desde luego, tampoco es una ficción ni un caso anecdótico. Existe y hay que dar una respuesta que no puede ser la dejación ni una falsa “tolerancia”.

La reacción tampoco puede ser otro experimento con las fronteras. Parece que Bruselas no aprendió la lección de los años 90, cuando las instituciones europeas alimentaron el fuego de las guerras balcánicas con una política errática e irresponsable de reconocimientos, apoyos y equilibrios entre las decisiones de algunos de sus socios más poderosos y la apariencia de unas posiciones comunes. Yugoslavia fue destruida -no, no se descompuso, como suele decirse- sin que la Europa de las Comunidades supiese construir una alternativa que evitase las guerras y mitigase los conflictos. Después de la aventura ucraniana -que ha terminado fracturando el país y sumiéndolo en una crisis profundísima- es evidente que la Unión tiene que regresar a su vocación de resolver problemas en lugar de contribuir a crearlos.

 

Estas raíces tienen al ser humano en el centro. Esto es lo distintivo de Europa como continente y de los pueblos que la habitan: la dignidad intrínseca del ser humano que palpita bajo el ideal humanista que ha alumbrado las mejores horas de Europa. Desde la salvaguarda del saber de Grecia y Roma en los “scriptoria” hasta la arquitectura gótica o la revolución científica, el espíritu europeo ha sido profundamente humanista. No cuestiono la importancia que el comercio, los mercados y las transacciones internacionales deben tener. Al contrario, sostengo que solo un regreso a la tradición humanística los dotará de pleno sentido y legitimidad. Sin un sustrato de valores y vigencias comunes, es imposible construir nada que perdure. No se trata de crear un aparato burocrático aún mayor ni de seguir homogeneizando todo, sino de volver a la libertad, a la dignidad del ser humano, a la diversidad dentro de la unidad… Es decir, a todo aquello a lo que llamamos Europa.

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