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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La Revolución Húngara de 1956

Al igual que los polacos de Poznan y, años después, los checoslovacos de Praga, estos húngaros que lucharon calle a calle y casa a casa contra el dominio soviético son el testimonio de una realidad largo tiempo silenciada: los comunistas siempre tuvieron frente a sí una resistencia.

El miércoles pasado, Madrid acudió a una cita con la Historia: en la capital de España se inauguró un monumento en memoria del alzamiento de Budapest de 1956 contra la opresión soviética, cuyo 60º aniversario se celebra el próximo 23 de octubre. Esta fecha registró uno de los momentos más heroicos de la resistencia de los pueblos de Europa Oriental contra la política soviética de crearse una espera de influencia controlada por los partidos comunistas nacionales, que en realidad se limitaban a seguir las instrucciones de Moscú. Los gobiernos títeres estaban protegidos -y controlados- por militares y agentes soviéticos. Las policías políticas, los confidentes y los demás mecanismos de control social enervaban cualquier atisbo de rebelión. Los campos, las detenciones, las torturas, el miedo a perder el empleo y quedar sumido en la miseria… Todo contribuía a mantener a raya las aspiraciones de libertad de los polacos, los checoslovacos, los rumanos, los bálticos y, por supuesto, los húngaros. Sin embargo, nunca lograron sofocarlas por completo.

En Hungría, la presencia soviética estaba garantizada por el Tratado de Asistencia Mutua de 1949, que permitía el despliegue permanente de efectivos del Ejército Rojo. La policía política comunista, la brutal Autoridad de Protección del Estado, conocida como ÁVH por sus siglas en húngaro, reprimía a los opositores. La influencia soviética se veía por doquier. Era obligatorio estudiar ruso. Todo el sistema educativo estaba al servicio del adoctrinamiento político. Los líderes religiosos independientes fueron sustituidos por otros dóciles. La pobreza impuesta por el sistema comunista, a través de una política de nacionalizaciones llevó a una ola de críticas por parte de intelectuales -periodistas, escritores, profesores- que fueron perseguidos. El dominio comunista estaba convirtiendo a Hungría en una especie de colonia.

La muerte de Stalin en 1953 pareció abrir una puerta a la esperanza de reformas. Mátyás Rákosi, un comunista de la línea dura, fue reemplazado por Imre Nagy -supuestamente más moderado- en el cargo de primer ministro, pero se mantuvo en el de secretario general del Partido Comunista. Desde allí, torpedeó todas las tentativas de cambio lideradas por Nagy, que terminó destituido. La renovación no terminaba de llegar. En junio de 1956, los trabajadores de Poznán, en Polonia, se rebelaron contra las condiciones de trabajo impuesta por el gobierno comunista y la pobreza creciente. En la represión de las protestas mataron a 57 personas. Algunos cálculos elevan la cifra de muertos hasta los 78. Los comunistas movilizaron 400 tanques y diez mil soldados para controlar las manifestaciones. Los hombres de Moscú se impusieron, pero tuvieron que hacer concesiones. La URSS permitió a Polonia cierto margen de decisión sobre su propia economía. El comunista encarcelado durante el estalinismo Władysław Gomułka ascendió a la Secretaría General del Partido Comunista polaco. Al final, parecía que plantar cara a los soviéticos producía algún efecto. Esto alentó las esperanzas de los húngaros. Como escribió François Fejtö, en “1956, Budapest, l´insurrection” (Complexes, Paris, 1958) se esperaba un cambio, pero no una explosión así de violenta.

Todo comenzó con un movimiento estudiantil. Algunos universitarios habían establecido un sindicato independiente alternativo al oficial comunista. La creación del llamado Círculo Petöfi, que tomaba su nombre del celebérrimo poeta húngaro, significó la apertura de un foro de discusión y oposición a los soviéticos y a sus marionetas. Las protestas de Polonia habían despertado grandes simpatías entre los húngaros. El 23 de octubre unos veinte mil manifestantes se concentraron ante la tumba del general Bem, un héroe polaco de la Guerra de Independencia húngara (1848-1849). Entonaron el Canto Nacional que Petöfi compuso en 1848 y que los comunistas habían censurado. Empezaron a arrancar los escudos comunistas de las banderas húngaras. Las banderas agujereadas se convirtieron en un símbolo de oposición. Los concentrados cruzaron el Danubio camino del Parlamento. Hacia la tarde del 23 de octubre, había doscientos mil húngaros reunidos. Los comunistas condenaron las manifestaciones.

Los manifestantes derribaron la estatua de Stalin que se alzaba junto al parque Varósliget. Para erigirla en 1951, los comunistas habían demolido. Era un acto de evidente rebeldía frente a los soviéticos y sus colaboradores.

Los acontecimientos se precipitaron cuando unos manifestantes concentrados ante el edificio de Radio Budapest fueron tiroteados por la ÁVH. Los soldados enviados a reprimir a los concentrados arrancaron las insignias comunistas de las gorras y se pusieron del lado de las protestas. Quienes pudieron fueron haciendo acopio de armas. Aquello era una rebelión en toda regla. El 24 de octubre los comunistas pidieron la intervención de las tropas soviéticas acantonadas en el país. Los rebeldes levantaron barricadas. Asaltaron la radio. La ÁVH disparaba a todos los que veía. Los manifestantes respondían al fuego con el armamento capturado. El Parlamento estaba rodeado. El día 25 el secretario del partido comunista Ernö Gerö huyó a la Unión Soviética. Los rebeldes pasaron a la ofensiva. El lector debe imaginarse a civiles luchando a golpe de cóctel Molotov contra los tanques soviéticos. Hay señores de unos 50 años con sombrero y ametralladora. Estudiantes encorbatados disparan parapetados tras las esquinas unos fusiles que apenas saben manejar. La multitud derriba los símbolos comunistas. Centenares de sublevados recorren las calles de Budapest a la captura de agentes de la odiada ÁVH y de soldados soviéticos. Parejas de chicos y chicas agitan banderas húngaras sin insignias soviéticas. Veo las fotos de aquella gente. Los caballeros visten abrigos largos, gabardinas. Las mujeres lucen pañuelos al cuello, chaquetas. Marchan orgullosos contra la opresión soviética, contra la asfixia política, contra el miedo. Un chiste de tiempos de Rákosi decía que había tres clases en Hungría: los que habían estado encarcelados, los que estaban encarcelados y los que iban a estar encarcelados. Ahora ese tiempo tocaba a su fin. Los húngaros se estaban liberando a sí mismos. Muchos creyeron que el Ejército Rojo se retiraba del país. Para el día 28 de octubre, los combates habían cesado.

Sin embargo, los soviéticos no se habían rendido. Al contrario: preparaban la respuesta. A las 3 de la madrugada del 4 de noviembre, columnas de blindados soviéticos entran en Budapest. Dividen la ciudad en dos partes tomando como eje el Danubio. En torno a las 5, toda la ciudad escucha el cañoneo. La artillería soviética recibe apoyo aéreo. Moscú despliega más de treinta mil hombres y 1130 tanques. La resistencia húngara se derrumba. Los soviéticos no distinguen entre civiles y militares. Van por Budapest a tiro limpio. Aun así, algunos núcleos rebeldes resistieron hasta el día 10. Murieron más de 2.500 húngaros y más de 700 soviéticos. El sueño de libertad se había desvanecido. La represión posterior fue terrible. Más de 200.000 húngaros huyeron del país. La primera parada de miles de estos refugiados -aproximadamente unos 35.000- fue Austria. Más de 25.000 fueron juzgados. A más de 13.000 los encarcelaron. Hubo unas 350 ejecuciones. La propaganda comunista acusó de fascistas a los sublevados. Por supuesto, era mentira.

Durante los pocos días que duró, la Revolución Húngara despertó grandes simpatías en Occidente. La España de Franco se ofreció a ayudar a los sublevados. La profesora Ferrero Blanco cuenta que el ministro de Defensa Agustín Muñoz Grandes ofreció su dimisión a Franco para poder dirigir a Hungría a la División Azul. No fue aceptado. Sin embargo, España preparó tres aviones cargados de granadas anti-tanque para los rebeldes. Necesitaban de la ayuda estadounidense para repostar en el aeropuerto militar estadounidense de Múnich camino de Budapest. El presidente Eisenhower denegó el permiso. España envió a través de Cáritas y la Cruz Roja medicamentos, ropa y alimentos. Ferrero Blanco detalla en cinco páginas de su libro “La Revolución Húngara. El despertar democrático de Europa del Este” (Universidad de Huelva, 2002) la extensión de esa ayuda que España envió a aquellos húngaros que se batían contra el comunismo.

Sesenta años después, la gesta de esta revolución no deja de admirarnos. Al igual que los polacos de Poznan y, años después, los checoslovacos de Praga, estos húngaros que lucharon calle a calle y casa a casa contra el dominio soviético son el testimonio de una realidad largo tiempo silenciada: los comunistas siempre tuvieron frente a sí una resistencia. A pesar de todas las policías secretas, los campos, la censura, la propaganda y el miedo, no lograron sojuzgar por completo a los pueblos que quedaron al otro Lado del Telón de Acero que, como dijo Churchill, se alzaba desde “Stettin en el Bálltico a Trieste en el Adriático”. De nuevo, las palabras de Fejtö señalan la trascendencia de este episodio para la historia de Europa: “La significación histórica de la insurrección húngara reside en el hecho de que ella demuestra de manera espectacular la impopularidad profunda de los regímenes populares impuestos a los Países del Este desde la partición de Yalta”.

 

Cuando pase por el parque que está junto a la calle Budapest, en el distrito madrileño de San Blas, deténgase junto al monumento que recuerda a estos húngaros que se atrevieron a resistir. Hoy rendimos homenaje a los héroes de la revolución y la lucha por la libertad húngara de 1956.

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