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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Venezuela. La Guerra Civil maquillada

Desde que los jueces fieles al presidente Nicolás Maduro decidieran intentar disolver el Congreso, hablamos de finales de marzo, hasta el día de hoy, ya son cuarenta y tres, o seguramente alguno más, las personas que han perdido la vida en las revueltas populares auspiciadas, dirigidas y controladas por la oposición en Caracas. Estas revueltas, que siempre comienzan en forma de manifestación pacífica para luego evolucionar, sistemáticamente, hasta acabar en encarnizados enfrentamientos con las Unidades Antidisturbios de la Guardia Nacional Bolivariana, sin embargo, esconden algo mucho más grave y crítico y que se considera es el motivo principal de esta guerra callejera, que más bien puede definirse como una “guerra civil maquillada”.

Quizá de manera voluntaria o de forma espontánea (más lo segundo que lo primero), y muy posiblemente promovido por los fantasmas que rodean a la cúpula dirigente venezolana (que de ninguna manera es solo Maduro), esta “guerra civil” que diariamente vive Caracas está asentada en evitar que los manifestantes alcancen el Palacio Presidencial. Y hablo de fantasmas porque, aplicando el castizo dicho de “se cree el ladrón que todos son de su condición”, las peligrosas mentes de esa entente que mal dirige el otrora rico país sudamericano, viven en el convencimiento de que la oposición, el pueblo venezolano, busca repetir los hechos de 2002, cuando los manifestantes, entonces en contra de Hugo Chávez, alcanzaron el Palacio Presidencial y se produjo el efímero (por su duración, corta pero breve) golpe de estado contra el “padre” de la nueva Venezuela. Estos son los mimbres con los que Maduro y su entorno, trabajan para remendar el cesto, y que hacen que el control de Caracas se haya convertido en un asunto estratégico de primer nivel.

Cuando el Presidente venezolano, antaño profesional del volante y reconvertido en portador del legado chavista, habla de traidores al referirse a los manifestantes (con este cargo son juzgados) en su imaginario mundo, quizá tenga razón. Pero lo que esa virtual percepción de la realidad no le deja ver, o quizá él no quiere abrir los ojos a esa realidad, es que lo que Venezuela está viviendo es, precisamente, esa Revolución basada en el poder del pueblo que tanto predica, y en la que su figura como la de los que le rodean, no tiene cabida. Y en la base del problema se encuentra el dramático hecho de que el propio Nicolás Maduro Moros, quien creció políticamente a la sombra de Chávez (inducido a ello por su mujer Celia, a la sazón abogada de desaparecido Presidente cuando estuvo encarcelado por el fallido golpe de estado de febrero de 1992), se creyó y lo sigue haciendo, que la elección de Chávez para que fuese su sucesor fue por méritos propios. No hay más ciego que el que no quiere ver.

Esta particular forma de entender los deseos de su admirado líder, como admirado es Kim Jong Il, padre del Kim Jong Ul (líder norcoreano), o Fidel Alejandro Castro Ruz o tantos y tantos otros que han “hecho historia”, es la que le ha llevado a convertirse en “el problema” que tiene Venezuela.

Si algo hay que reconocerle a Hugo Chávez, entre otras cosas, es su agudo olfato político y lo conocedor de la idiosincrasia particular de Venezuela. Resulta difícil, por no decir imposible (aunque sería más acertado), pensar que aquel que se hiciese con el poder en Venezuela, aquel que disfrutó de un amplio apoyo social, que puso de moda el llamado “populismo” como forma de hacer política, decidiese nombrar a alguien como Nicolás Maduro para continuar su obra. Sin embargo, no es tan difícil, por el contrario, entender esta decisión si pensamos (con acierto), que en la mente de Chávez esa continuidad de su política no se iba a asentar precisamente en su “elegido”, sino en el establishment por él creado. Nicolás Maduro, en este juego de política programada, estaba destinado a ser la imagen de ese régimen, como lo es una actriz famosa de un perfume. ¿Lo entendió el conductor de autobús?, pues a todas luces no.

El nuevo Presidente, no comprendió en ningún momento que un régimen como el inventado por Chávez, en el que el componente militar es la base de funcionamiento, y en el que el respeto hacia el desaparecido líder se asentaba en su trabajado carisma como mando militar, no podía ni puede ser dirigido por un civil, y menos con sus carencias (en todos los aspectos imaginables). Pero quienes sí lo entendieron fuero la cúpula de las Fuerzas Armadas Bolivarianas, que al momento captaron el significado de la decisión de su Comandante.

No obstante, el único problema de Venezuela no es el habitante del Palacio Presidencial, sino una serie de decisiones anteriores que poco a poco han ido posicionando al país muy cerca, por no decir dentro, de lo que podríamos llamar “eje del mal”.

Durante la época de Hugo Chávez en la Presidencia, Venezuela comenzó un peligroso acercamiento a regímenes poco recomendables como Irán. Ese fue el principio de la decadencia del país, y el grave error de un Presidente que pensó que podía ser más listo que las élites gobernantes en Teherán. Y es que su odio a Estados Unidos, acompañado de su ego sobredimensionado por los países de “su cuerda”, principalmente Cuba y la familia Castro Ruz, le llevó a buscar nuevos aliados, y desde Teherán se vio esta posibilidad como un regalo caído del cielo. A partir de ese momento, aunque el régimen bolivariano no lo reconozca, Venezuela comenzó a perder independencia para convertirse en un instrumento de la propaganda y de las maniobras iraníes, lo cual, por cierto, incluye al grupo terrorista Hezbollah. Chávez no supo, o no pudo, controlar este creciente control desde Teherán y, en el paquete sucesorio, Nicolás Maduro también recogió esta relación. Curiosamente, con él la influencia iraní aumentó. Este aspecto, sin embargo, no está siendo tomado en cuenta por la oposición. En el fondo, los que se oponen a Maduro y su establishment no lo hacen solo contra él, sino contra un entramado de intereses nacionales e internacionales mucho más peligrosos.

Resulta casi imposible creer que desde Teherán no se está moviendo un dedo a favor del Presidente venezolano. Por mucho que las sanciones contra Irán se hayan levantado, el país necesita continuar con su programa de armamento y en esto, Venezuela es un elemento importante. Del mismo modo, y más ahora que desde la Casa Blanca parece que se ha tomado en serio el asunto, la presión que se está ejerciendo sobre el sistema de financiación de Hezbollah necesita del apoyo de Venezuela. Y por último, tampoco es creíble que Caracas no está recibiendo apoyo de Teherán cuando el primero ha sido usado, y lo sigue siendo, como el “apantallamiento” de Irán para financiar grupos sociales de presión (generalmente de extrema izquierda) y/o partidos políticos en terceros países.

Este último aspecto merece un inciso que puede resultar interesante. Hace unos días, hablaba con un periodista sobre Venezuela y precisamente las formas de financiación de grupos sociales y de partidos políticos en terceros países que, según él, realizaba la Administración Maduro. Con cierta frustración comentaba que era casi imposible conseguir información tangible que avalase lo que es una sospecha (porque no puede ir más allá si no hay pruebas documentales, no porque no sea evidente como realidad). Además del oscurantismo con el que el régimen de Maduro trata ciertos asuntos, la respuesta a este interrogante se apoya en que Venezuela no es quién financia a esos grupos sociales y organizaciones políticas, sino Irán. Caracas hace de mero intermediario, peaje mediante, cuya misión es la de proteger a su “benefactor” de miradas ajenas.

Y mientras estas tribulaciones siguen su curso, lo cierto es que el que fuese rico país petrolero de América del Sur, se desangra víctima de una hemorragia arterial difícil de taponar.

Venezuela, siendo objetivos, vive una “guerra civil maquillada”. Los fusiles de asalto se han sustituido por otros que lanzan macizas pelotas de goma, y los cañones de artillería están representados por botes de humo y gases lacrimógenos. El campo de batalla es Caracas, la capital, y la línea de confrontación las calles que rodean el Palacio Presidencial. Y es que, en esta “guerra civil maquillada”, también existen componentes típicos de los últimos conflictos en el mundo. La falta de alimentos, las milicias paramilitares, la propaganda, la contrapropaganda, las detenciones masivas de opositores, los presos políticos, los asesinos a sueldo y muchos más condimentos de esta ensalada de despropósitos que, ni uno ni otros, saben ni pueden parar. Y el motivo principal es que la oposición se está equivocando de estrategia.

Existe una evidente desproporción de fuerzas, con un régimen que controla los medios de comunicación, que tiene la llave del dinero, y que ostenta el monopolio de la fuerza (al menos de la internacionalmente considerada como legítimamente innata a un Gobierno legalmente constituido). Mientras tanto, la oposición solo tiene el arma de la palabra, de la denuncia a escondidas (por miedo a ser detenidos) y del enfrentamiento desigual en las calles. La estrategia, pues, debe cambiar.

Las movilizaciones en las calles, si bien son necesarias, deben buscar solo mantener la atención internacional, pero nunca favorecer el enfrentamiento. Siendo objetivos, los muertos que hasta ahora ha habido entre las filas de los manifestantes no van a provocar, desgraciadamente, la caída del régimen. La propaganda juega en contra, y las justificaciones legales, aún cuando amañadas, ficticias en su fondo y torticera en su forma, también. A efectos legales, lo que ocurre en Venezuela no es sino una masiva alteración del orden público que, con medida planificación, solo es repelida por Fuerzas de Policía y abundante material antidisturbios. Esa es la baza que está usando Maduro y los que piensan como él, dentro y fuera del país.

En 1931, Alphonse Capone (más conocido como Al Capone), fue detenido, procesado y encarcelado por evasión de impuestos. Capone había ordenado asesinar a muchos de sus rivales en el mundo del hampa de Chicago, sin embargo, nunca se pudo hacer nada en base a estos hechos. La solución fue la anteriormente citada, porque el objetivo era quitar de la circulación al considerado “enemigo público número uno”. Extrapolando esos hechos a la actualidad, y salvando algunas diferencias, la opción de la oposición venezolana pasa por encontrar el talón de Aquiles legal de Maduro y su grupo afín; y ese talón existe.

La solución para acabar con los despropósitos de un Presidente subyugado a la cúpula militar, a la influencia de terceros países, al libre movimiento de individuos unidos a grupos terroristas que disfrutan de pasaportes venezolanos y al creciente tráfico de drogas controlado, curiosamente, por esos mismos que lo rodean, es provocar la reacción de la Comunidad Internacional pero no con muertos, eso, por desgracia, no suele funcionar.

 

La oposición venezolana necesita demostrar a Occidente que la entente dirigente, además de cometer una ilegalidad en su “casa”, representa un peligro para la estabilidad más allá de sus fronteras. Esto parece difícil pero no lo es tanto. Es un error basar la lucha contra Nicolás Maduro (y solo contra él), en el victimismo, por muy real que este es. De hecho, como se está viendo eso no tiene ningún efecto, si dejamos de lado las protestas diplomáticas. La teoría de la “guerra de desgaste”, que algún destacado líder opositor mencionaba hace unos días, no juega del lado de la oposición, sino contra él; y mientras tanto, los muertos seguirán en aumento, las cárceles se saturarán de detenidos y Venezuela se hundirá más y más en un agujero cuyo fondo tiene una letras grabadas a fuego y que rezan: Estado Fallido.

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