«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Ni refugio laboral ni diversión

15 de febrero de 2017

Observando el panorama político español se llega fácilmente a la conclusión de que nos hemos olvidado del sentido y la justificación de los partidos políticos, como vehículos para alcanzar y ejercer el poder en nuestra sociedad.

Se supone que en actual sistema “democrático” los partidos políticos representan alternativas de formas de gobierno, programas de actuación que han de servir a los ciudadanos para que elijan las opciones de gobierno, y por ende el modelo de sociedad que prefieren, en función de sus intereses y convicciones. Esta debe ser una relación sincera y veraz entre los electores y aquellos que se postulan a ocupar el gobierno a distintos niveles, una relación en que la responsabilidad es mutua si queremos  que funcione correctamente el sistema, tanto por parte de los electores, que deben ejercer su derecho responsablemente, analizando las propuestas y la valía profesional de los candidatos, como por parte de los candidatos que se presentan, que deberían disponer de la formación y experiencia necesaria para el ejercicio del cargo, así como  respetar lo más rigurosamente posible aquellos extremos o propuestas que propugnan como modelos de su forma de gobierno.

Si cualquiera de esas condiciones no se cumplen, a lo que asistimos es a una subasta mediática de intereses colectivos o particulares, que acaba por enquistarse perdiéndose el sentido y la racionalidad del propio sistema: cuando se margina el específico fin de la actividad política legítima, el sistema entra en quiebra. La actividad política entonces degenera, convirtiéndose  en un circo de estrellas y figuras en el cual prevalecen  personajes simplemente más  populares, más televisivos, los oportunistas, un criterio de elección en que los menos capacitados acaban ocupando los puestos clave, expulsando a los competentes del poder público, mientras  las camarillas respectivas se incrustan en las administraciones  generando gastos superfluos de cara a la sociedad, no así para sí mismos,  lo que vulgarmente denominamos “el pesebre”, es decir refugios laborales para personas cuyo único oficio es la política y que se aferrarán peligrosamente a esos puestos pues en ellos les va la vida.

En paralelo a este fenómeno de masas, observamos cómo tras toda esa actividad subyace un componente de diversión y entretenimiento, que es objeto de una enorme atracción por parte de todos los medios, públicos y privados, que acaba por confundirse en su afán de ganar audiencia con la prensa rosa, el escándalo social o la actualidad deportiva.  A casi nadie parece interesarle el contenido de las propuestas que cada grupo lleva en su programa, eso ni se discute ni se critica, lo que importa es el atractivo personal y la popularidad de las personas, con independencia de si lo que dicen es sensato, carece de sentido o estamos ante simples promesas vanas.

En esta forma de interpretar la función pública, como un espectáculos más, como si no tuviera más trascendencia para nuestras vidas que una comedia que puede ser divertida o un bodrio, tienen  no solo responsabilidad los medios, que la tienen y grande, sino los propios partidos y los ciudadanos mismos; es un conjunto en el que prevalece la frivolidad y la banalidad. A base de desacralizar las instituciones,  relativizar los valores, prescindir de las formas  y la liturgia del poder, “desmitificar” es la coartada, este se ha volatilizado, con lo cual, en el fondo, nos hemos quedado inermes ante el devenir político. Quizá fuera eso mismo lo que algunos se propusieron para desmantelar nuestra cultura, aunque este no sea el momento de extendernos con el mayor genio perverso del socialismo Gramsci.

Lo cierto es que a nadie interesan los programas: pues los incumplen por sistema. No es normal que un partido como el Popular, que nace como un partido de derechas que defiende la propiedad privada, una  presión fiscal baja, una libertad de empresa,  una simplificación burocrática, la primacía de la libertad en educación, y de conciencia, que defiende el concepto de matrimonio clásico, la familia tradicional, la unidad de España como algo irrenunciable,  un criterio de orden público riguroso en que el delincuente no sea el protegido y las victimas sean resarcidas, haya hecho de su capa un sayo y confíe en seguir siendo votado pues lo que hay enfrente es mucho peor… No me cabe duda que algún voto perderían por el camino si fueran coherentes pero ¿Es que no vale a pena a cambio de ganar en credibilidad?

El partido socialista, desde su óptica también a jugado a ser camaleónico, tan pronto un secretario general acaba de decir que no quiere saber nada de la OTAN  como que uno de sus ministros se convierte en director de la misma, tan pronto confraterniza con los mayores capitalistas del mundo,  formando parte de los consejos de administración de las empresas más importantes del país, como acepta el apoyo de anarquistas y marxistas con tal de rascar unos sueldos en la administración para colocar a “su gente”,  o regionalmente se entrega al nacionalismo para “chupar rueda regionalmente” ¡Un partido internacionalista por definición…! De los demás prefiero no hablar, pues  son una larga letanía de incoherencias entre lo que afirman fuera del poder y desde dentro. Una cierta dosis de realismo es normal, pero tal grado de travestismo – quizá esté de moda tal práctica – acabará por hacerle perder el sentido a esta forma de gobierno.

¿Sería mucho pedir un poco de honestidad y coherencia para que podamos  votar con convicción? De ahí que, les guste o no el personaje,  el Sr.Trump esté generando tanto escándalo intentado cumplir aquellas promesas que le llevaron al poder… ¡Inaudito, los votos sirven para cambiar las cosas!

Decía recientemente un gran filósofo, europeo de verdad, que nuestro entorno actual ha mal interpretado el sentido del concepto tras la palabra  tolerancia, que dicha virtud es aceptar ideas diferentes, ideas que podemos incluso aborrecer, pero seguimos manteniendo las nuestras,  mientras que lo que hoy parece que priva, es decir que todo es relativo, y que por tanto da igual, lo cual es relativismo puro. La diferencia: la tolerancia de verdad no supone renunciar a las propias convicciones ni aceptar las contrarias en un plano de igualdad. La democracia, en cuanto sistema que propugna que toda forma de poder debe tener una aquiescencia y apoyo del pueblo,  principio aceptado bajo el imperio de la ley, está en peligro, pues se está jugando demagógica y irresponsablemente con ella, dejando algo tan serio en manos de un  mecanismo puramente electoral.

 

Se han perdido la solemnidad y la eficacia que debe revestir toda forma de poder para ser aceptado y permanecer, que nos recordaba Bagehot en la magnífica serie de Netflix “The Crown”, el escenario político se ha convertido en una verbena  de actores, personalidades, sin más, donde las ideas o programas desaparecen, de personas que pliegan sus creencias en aras de alcanzar el poder a cualquier viento o  moda pasajera. En fin diversión y refugio laboral…

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