En 2017, la llegada de Emmanuel Macron (Amiens, 1977) al Palacio del Elíseo fue recibida con sorpresa en Francia y todo Occidente, donde el principio del fin del bipartidismo, puesto en evidencia por aquellos comicios, permanecía en el ámbito de lo imprevisto. Desde entonces, la vida social y política del país galo ha sido turbulenta, dura, azotada en los últimos años por las decisiones con el virus o la guerra de Ucrania como excusa y agitada por los ataques terroristas, la huelga francesa más larga desde mayo de 1968 o las protestas de los chalecos amarillos.
Cuando fue elegido, el atractivo de Macron se debió en buena parte a la frescura de su personalidad, limpia del pecado original de la política tradicional francesa y al desafío que presentó al viejo orden establecido. Aunque desconocido en un principio, como cualquier presidente de la centralista Quinta República, durante un lustro ha permanecido en el foco del debate nacional en los medios de comunicación y las calles, lo que no le ha hecho perder el halo de misterio que tan provechoso le ha sido en su breve carrera política: un líder que llegó de la nada, ajeno a las estructuras de los partidos gobernantes desde la Segunda Guerra Mundial y, lo que suscita aún mayor interés, a las etiquetas ideológicas antagonistas durante más de medio siglo.
Cuando se celebra la primera vuelta de las elecciones presidenciales, la desconexión entre el actual presidente y la ciudadanía francesa es más palpable que nunca. El antiguo empleado de la familia Rothschild, tecnócrata altivo y burócrata sobradamente preparado es visto cada vez más como un producto perfecto de la casta gobernante del país. Su confianza en sí mismo bordea la arrogancia y su desapego de la gente común roza la indiferencia. En una encuesta reciente, el 61% piensa que es «autoritario», mientras que sólo un 26% lo considera «cercano a las preocupaciones de la gente».
Según Clément Beaune, su ministro de Asuntos Europeos, Macron «es como un jugador de rugby que pasa el balón hacia adelante: no está dentro de las reglas, pero a veces libera una situación difícil. Le he visto preocupado. Nunca rendirse o resignarse, incluso en momentos difíciles». A la hora de etiquetar al presidente, Beaune alcanza a sentenciar que «la palabra que le resulta más ajena es conservador», aunque nuestro protagonista prefiere definirse como su perro mestizo, Nemo: alguien que nunca termina de encajar.
Su camada es la de esos supuestos liberales que muestran tanto respeto por la libertad como los socialistas actuales preocupación por los problemas sociales. La del canadiense Justin Trudeau o la neozelandesa Jacinda Ardern, cortados por el mismo patrón, pin en la solapa, educados en el Foro Económico Mundial, que no han dudado en cercenar los derechos de sus compatriotas con una enfermedad por excusa. Ya no es un desconocido, sino todo lo contrario.
En cinco años, su imagen pública ha mutado, igual que lo ha hecho Francia. Macron derrotó a toda la derecha y a los restos de la izquierda, llevó al poder al llamado «centro liberal» sobre la promesa de una nueva era de superación de la política de bloques. Bajo su mandato, el país se ha vuelto más europeísta, más ecológica, más progresista. En una palabra, más globalista. La nación está hoy más polarizada, y la identidad nacional, el impacto de la inmigración y el lugar del islam en una república secular ya no son únicamente preocupaciones de una minoría consciente y una mayoría latente víctima de esos fenómenos.
Este domingo, a pesar de todo, lo normal será que el actual inquilino del Elíseo se imponga en la primera vuelta de las elecciones, no tanto por méritos propios como por el panorama político de una nación polarizada a base de centrismo. De un lado, la división de la derecha, repartida entre la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, los Republicanos de Valérie Pécresse y la opción de Éric Zemmour que, aunque en declive según las encuestas, superará el 10% de los votos. De otro, la decadencia de la izquierda, en buena parte absorbida por el propio Macron, refugiada en torna a Jean-Luc Mélenchon, líder de La Francia Insumisa, en alza en los sondeos, que le otorgan al menos el 15% de los sufragios, y ausente en el histórico Partido Socialista de la gaditana y alcaldesa de París, Anne Hidalgo, sobre el que empieza a cernirse la sombra de la disolución.
Sostiene la demoscopia que será Le Pen, por delante de Mélenchon, quien le dispute la presidencia de Francia en la segunda vuelta del próximo 24 de abril. Será en dos semanas y, de mantenerse en el poder, saldría como el primer gobernante que renueva su mandato en dos décadas.
Hasta entonces, la vida de Emmanuel Macron consistirá en poner en práctica toda su capacidad propagandística y recorrer el país para revertir la imagen de mandatario altivo, tecnócrata, distante y autoritario que se ha granjeado en los últimos años. Dicen que se crece cuando está arrinconado, obligado a improvisar, pensar o salir «au combat», como le gusta repetir. Falta le hará para reconectar con una nación de la que se ha distanciado a fuerza de imponerle medidas contrarias a la dignidad del hombre.