«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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CRÓNICA DESDE ROMA

Aún es Navidad en el Vaticano

A las 9.00 de la mañana del martes celebra misa en San Pedro del Vaticano el cardenal Burke. No negaré que me impresiona al cruzármelo cerca del baldaquino. Cuando aún sólo entran romanos a rezar frente a Benedicto XVI, en la hora en que los turistas aún no han amanecido, estaba en San Pedro rezando el cardenal. Está también, claro, quien ahora escribe esto, que en la fila de peregrinos ha aprendido el padrenuestro en italiano. De la pompa funeraria impresiona, sobre todo, el silencio. Uno comprende, desde la Porta Santa, que en el medio de nuestro espectar yace un santo. El silencio de la tierra se torna ensordecedor con los clarines y citaristas del cielo, que celebran con gozo la nueva incorporación.

A Benedicto XVI van a verlo todos. Niños, familias, consagradas y ancianos con tacataca. Muchos sacerdotes entran con la mirada perdida. Se les reconoce porque no llevan la mano en la pantalla del móvil sino en el pecho o en el rosario. Andan despacio porque nuestro santo padre ha muerto. Y eso, en la persona que mejor hizo de santo y de padre, significa mucho. Allí nos santiguamos todos, hasta la señora que me pregunta en inglés que por qué no se podía ver la piedad, oiga. Que qué revuelo era aquel, ignorando ella que la Iglesia ha ganado un santo. Justo después, providencialmente, una monja me dice que en el baldaquino hoy se cobijan dos santos. Y tiene razón, claro. Porque Benedicto XVI yace sereno a escasos metros de San Pedro. Ubi Petrus, ibi Ecclessia. Hay en Roma un ambiente raro, porque la gente sonríe. Si París es la ciudad del amor, Roma me parece hoy la ciudad de la sonrisa, que se engrandece tras cada esquina. Fuera de San Pedro, un grupo de hermanas de la Madre Teresa de Calcuta ríen a carcajadas. Son jóvenes y guapas. Poseen la belleza de la santidad, el esbozo del Creador. Hacen jaleo bajo el obelisco y yo no termino de entender a qué tanta alegría. El cielo me parece triste, encapotado con la negrura plomiza de la fumata insatisfactoria. Y ellas ríen. Me alegra ver junto al obelisco el imponente árbol navideño que ha puesto Francisco. Sus ramas robustas apuntan al cielo y su estrella corona la cúspide. Todo me recuerda a Benedicto y veo en el árbol una estela que apunta al cielo.

El Belén de madera de la plaza de San Pedro anima a los peregrinos, aunque aún es pronto. O quizás sea ya tarde. La talla del Niño dirige la mirada a lo alto y San José mira asombrado la belleza de su hijo. Sujeta un candil y alumbra los corazones de todos. Me detengo, entre risas, jolgorio y el grito de algún español, con la magna figura del buey, que tiene la mirada distraída como los sacerdotes que entran a velar a Benedicto. Un buey que mira al horizonte me devuelve la sonrisa. Y viene a recordarme, una vez más, que estamos en Roma, que es año nuevo y que, más que llorar su muerte, celebramos la vida de un Papa. En la columnata, dos niñas graban un tik tok y, sin quererlo, nos hacen evidente que la barbarie ha llegado al Vaticano. Coreografían su falta de vergüenza, contorsionan sus caderas en el centro del orbe y la gente ríe una vez más.

A la salida de la sala de prensa, en la Via Della Conciliazione, me cruzo con Matteo Bruni, portavoz de la Santa Sede. Le saludo con poca vergüenza y rápidamente me aprieta la mano. Un grupo de periodistas le rodea y él musita en italiano varias bromas. Todos ríen. El Padre Mario, que cubre estos días los actos para Radio María, rápidamente se me acerca y, con su italiano manchego, le abordamos. Hablamos un rato con Bruni y, pese a su evidente cansancio, sonríe sin parar. El tipo es encantador y nos agradece textualmente «nuestro acompañamiento a la Santa Sede y nuestro trabajo por informar sobre el papa». Le devolvemos el agradecimiento y se va sonriendo. Y su sonrisa me desvela una bella realidad. Benedicto XVI ha muerto, sí. Pero aún es Navidad.

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