«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿Dónde está el nacionalismo vasco?

De algunos años a esta parte pareciera no existir. Silente, discreto, prudente; alguien diría que observan el procés y toman notas. Como el entrenador de fútbol que vigila de cerca al rival –el Estado- con el que habrá seguro de enfrentarse. Es la lectura más comúnmente aceptada, pero no la única. 

Después de cuatro décadas de terrorismo, la sociedad vasca está exhausta. Estos años sin asesinatos deberían haber supuesto una revitalización de la ofensiva exclusivamente política. Sin sangre, el nacionalismo debería haberse adornado de renovada legitimidad. No ha ocurrido. El PNV mantiene un insólito perfil bajo que, deliberado o no, le ha granjeado los mejores resultados en treinta años. Gobiernan Ajuria Enea, las tres diputaciones y las tres capitales. Y el apoyo social a la independencia sigue bajando. El último Sociómetro vasco lo situaba en parámetros inéditos: 25 por ciento de independentistas. Y no parece que el lehendakari tenga intención de volver a los años de tensión. Renunció, sin ir más lejos, a unirse a la manifestación convocada el pasado mes de junio para reivindicar el llamado Derecho a decidir. Apeló para ello a la “necesaria cohesión social (…) el pragmatismo y el respeto a la vía institucional”. Está, dice, a otra cosa: “nuestra prioridad es la reactivación económica, el empleo y la consolidación de la paz, tras muchos años de terrorismo”. 

Hace algunas semanas, en un acto que quiso investir de la mayor solemnidad, Íñigo Urkullu hizo por primera vez “autocrítica” sobre la postura que mantuvo su partido durante el tiempo que duró la pesadilla etarra: “Llegamos tarde a la sensibilidad y respuesta que merecían las víctimas”. Pidió explícitamente perdón y reconoció la histórica falta de empatía del mundo nacionalista: “Nos ha faltado inteligencia emocional para transmitir lo que más íntimamente sentíamos: el afecto hacia cada víctima de la injusticia. Debíamos haber expresado más y mejor lo que más profundamente nos unía: la solidaridad frente a la barbarie”. Mas no limitó el discurso al plano emocional, también advirtió que se opondrá a cualquier lectura que, directa o indirectamente, legitime la barbarie terrorista: “El Gobierno vasco se opone y opondrá a cualquier historia justificadora de la violencia. Éste es el mínimo ético indispensable para constituir el futuro”. 

Pareciera que el nacionalismo vasco estuviera recorriendo el camino inverso al de Artur Mas. De hecho Urkullu ya advirtió de lo “anticuado” del “concepto independencia” y Andoni Ortuzar, presidente del partido, acaba de poner en valor la resistencia del PNV “a dejarse seducir por los cantos de sirena de la izquierda abertzale o por el referéndum soberanista catalán o escocés”. Más aún: preguntado el nuevo alcalde de Bilbao, Ibon Areso, por la posible ruptura de España, respondió éste casi con indignación: “España no se rompe. Otra cosa es que España tenga que transformarse, pero romperse, no se rompe”. 

Y fuera del plano político también ocurren cosas. Cosas no menos insólitas. Por ejemplo el acto de entrega de la bandera de España a la fragata Blas de Lezo en Getxo. Sonó el himno nacional, estuvieron presentes clubes náuticos de la zona y marineros vascos invitaron a los militares a txikitos en el casco viejo de San Sebastián. Parece de coña, pero todo esto está ocurriendo. De modo que a la pregunta que encabeza estas letras debería quizá responderse con las siguientes dos palabras: en Navarra. Y volvemos a empezar.

 

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