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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Blas Piñar, el imposible franquismo sin Franco

Era un hombre íntegro y cabal. De todo cuanto va a decirse de él en estos días, eso es algo que nadie podrá negarle. En los finales setenta, cuando más fuerte era la ofensiva de la prensa de izquierdas contra su persona, lo más que se le pudo encontrar con la pretensión de ridiculizarle fue el marbete de “caballero cristiano”. Pensaban que le ridiculizaban, sí, pero en realidad le hacían un honor, porque Blas Piñar, con sus profundos errores, también con sus defectos, nunca quiso ser otra cosa que eso.

Para entender a Blas Piñar hay que situarse no en 1975, sino en 1967. Es el año en que entra en vigor la Ley Orgánica del Estado, preparada por López Rodó y Fernández de la Mora, aprobada en referéndum el año anterior, que institucionaliza la monarquía como forma de Estado y abre el campo a las asociaciones políticas. Es el año en que Fraga –todavía ministro- empieza a dar vueltas a su “teoría del centro”. Es el año en que un ‘apparatchik’ del Movimiento llamado Adolfo Suárez se estrena como procurador en Cortes. Es el año en que Don Juan Carlos ya ha decidido saltar por encima de su padre para aceptar la corona que Franco enseguida le va a ofrecer. Es el año, en fin, en que el franquismo se ve abocado a una inevitable metamorfosis. Y seguramente fue el año en que Blas Piñar decidió quién quería ser el resto de su vida.

En aquel momento Blas Piñar es un notario de 49 años con una cierta carrera dentro del régimen a través del Instituto de Cultura Hispánica. Un hombre de Franco, sí, pero no exactamente del Movimiento: hijo de militar, niño del Alcázar -su padre vivó el asedio-, su campo está más bien en la Asociación Católica de Propagandistas y en Acción Católica. Es su militancia en esos ámbitos lo que le ha dado proyección pública. No es un nacionalsindicalista ni un requeté, tampoco un monárquico de la oligarquía alfonsina; es un tradicionalista católico, en la estela de Menéndez Pelayo, que ve en el régimen de Franco, tal y como nació el 18 de julio de 1936, la mejor defensa de la fe contra el comunismo y el ateísmo que se ha adueñado de medio mundo. Y desde esa convicción decide apostar por la preservación de un orden político que considera superior a cualquier otra alternativa.

Fuerza Nueva nació ahí, en esa circunstancia, y desde entonces no varió un ápice sus posiciones. Mientras las distintas familias del franquismo buscaban un lugar bajo el sol, Fuerza Nueva se empeñó en permanecer en su particular Alcázar. Así cayó víctima de la gran contradicción del régimen: la política de Franco había hecho que la sociedad española evolucionara a toda velocidad, pero el sistema ya no era capaz de amoldar sus instituciones a la nueva realidad que él mismo había creado. Fuerza Nueva seguía en la cruzada, pero ¿qué cruzada cabe cuando los cruzados ya han ganado y han dejado las armas para dedicarse a una vida más confortable? Cuando murió el general, en 1975, España amaneció a una nueva situación en la que un rey escogido por Franco y una clase política nacida de las estructuras del franquismo acordaron desmantelar el Estado del 18 de julio. Blas Piñar se puso enfrente. Alrededor de su indudable capacidad de liderazgo agrupó a quienes aún pensaban que era posible un franquismo sin Franco. Curiosamente, no levantaron como bandera al Franco triunfador, el del crecimiento económico, la Seguridad Social y la alfabetización masiva, sino al Franco alzado en armas, es decir, aquello que la inmensa mayoría de la población prefería no recordar. Era el peor camino posible para que una fuerza política alcanzara el poder, pero es que Blas Piñar, seguramente, nunca quiso semejante cosa.

Aún así, el electorado no le dio la espalda. En 1979 consiguió casi 380.000 votos, es decir, sólo 100.000 menos que Jordi Pujol y 80.000 más que el PNV, aunque el sistema electoral le dejó sólo un diputado: él. El golpe del 23-F, sin embargo, vino a dejar noqueado al público clásico de la derecha nacional, que se pasó a la Alianza Popular de Fraga. Blas Piñar seguía recogiendo ovaciones entre su gente, pero sólo ovaciones, no votos (“Queredme menos y votadme más”, dicen que decía). Fuerza Nueva acabó disolviéndose como partido –no como grupo cultural- y su líder pasó a segundo plano. El intento de entroncar con las derechas nacionales europeas en las elecciones de 1989 se saldó con un sonoro fracaso: ya era demasiado tarde para resurrecciones. La derecha católica y patriótica que Blas Piñar podría haber encabezado se había trasladado al mucho más cómodo nido del Partido Popular (donde, como es sabido, acabaría extinguiéndose). Fin de trayecto.

Es difícil levantar la bandera de la fe cuando la Iglesia se te pone enfrente, es difícil levantar la bandera del patriotismo cuando la patria te mira con malos ojos, es difícil levantar la bandera del orden cuando la mayoría de la sociedad se siente más a gusto en el desorden. Blas Piñar quiso ser un cruzado que levantara todas esas banderas, sin percibir que la sociedad a la que se dirigía ya no podía reconocerse en tales enseñas. En su trayectoria, unánimemente vituperada por izquierdas y derechas, hay sin embargo algunas cosas que nadie podrá negarle: una, su integridad personal; dos, su fe inquebrantable en el Dios que ahora le acoge; tres, que supo anticipar en su momento muchos de los males que hoy mismo están azotando a España.

Descanse en paz. Hacía mucho tiempo que sus ojos estaban puestos ya en este último umbral.

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