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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

50 años de la Conferencia Episcopal Española

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Bajo palio. Semejante imagen de Francisco Franco sigue siendo recurrente incluso para aquellos que no la han visto más que en viejas imágenes del NO-DO rescatadas para la ocasión. La percepción de una sólida conexión entre Iglesia y Dictadura sigue instalada en unos tiempos marcados por la ideología fabricada según los patrones de la Memoria Histórica y los relatos cuyos televisivos protagonistas interpretan de tal modo a sus personajes que, en un guiño al método Stanislavski, dan continuidad a los guiones en sus prosaicas vidas buscando en Panamá el mejor destino para sus ahorros. Sin embargo, la escena de Franco caminando bajo un techo textil sustentado por codiciados varales a los que nunca faltaron manos solícitas, oculta a menudo las transformaciones que experimentó la Iglesia que prestó incluso su vocabulario –la famosa Cruzada– al católico Caudillo.

La imagen del general gallego nos remite a la mitificada II República española, nacida calor de una Constitución, cuyo artículo 26 convertía en asociaciones a las confesiones religiosas, que quedarían sin auxilio económico en un plazo máximo de dos años. El texto también incorporaba un proyecto de nacionalización de bienes eclesiásticos con cuyos beneficios se atenderían problemas sociales. Asimismo, se le prohibía el ejercicio de la industria, el comercio o la enseñanza. Con una Carta Magna que albergaba estas líneas, el desarrollo de la República derivó socialmente hacia el fortalecimiento de un anticlericalismo que siempre tuvo su espacio en la sociedad española. Pese a todo, aunque Azaña fue capaz de proclamar en el Parlamento que España había dejado de ser católica, la realidad era muy otra, hasta el punto de que durante la Guerra Civil la Iglesia sirvió como un importante factor ideológico y de cohesión. Frente a la abnegada fe de los miembros de la F.E.T., concentrada simbólicamente en  ardorosos pechos protegidos por el pertinente ¡detente bala! o la célebre fanatización del requeté recién comulgado, el bando contrario, así lo contó Orwell, combatía entre sí tras el frente. A mediados de los años 30, el credo católico era más comprensible para los españoles que el hombre politécnico. En tal contexto, la Iglesia, organización humana, vio en Franco a un salvador encantado de poder rodearse de prelados. Sin embargo, la alianza comenzaría a acusar cierta erosión apenas dos décadas después.

La fecha más destacada será ese 1959 en el que España, ya en la órbita de los Estados Unidos de Norteamérica, puso en marcha el Plan de Estabilización cuyos engranajes fueron engrasados por hombres próximos a una poderosa facción católica: la del Opus Dei cuyo fundador, hoy santificado,dio por nombres Camino y Surco a dos de sus principales obras, escogiendo vocablos que, más allá de lo metafórico, remiten a la capa productiva de una sociedad política como esa España que empezaba a dejar atrás el campo para dar paso a una etapa de industrialización y concentración de proletariado en las ciudades que orlarían las principales capitales de la nación. El giro, de aromas eclesiásticos, vendría acompañado de la implantación de una filosofía pretendidamente aséptica, la ligada al método analítico, que huía de las ideologías, es decir, del comunismo y de los últimos rescoldos del fascismo y el nazismo. 

El giro coincidió con un acontecimiento de mayor escala que también arrancó en 1959: El Concilio Vaticano II tras el cual la Iglesia cambiaría notablemente en lo litúrgico pero también en importantes factores que trascendían las puras formas. La palabra posconciliar sigue todavía dividiendo la segunda mitad del siglo XX en lo relativo a estas cuestiones. Consecuencia directa de tal Concilio fue la creación, el 1 de marzo de 1966, de la Conferencia Episcopal Española, cuya primera Asamblea Plenaria tuvo lugar del 26 de febrero al 4 de Marzo de 1966 en la Casa de Ejercicios de El Pinar de Chamartín, contando con la presencia de setenta obispos y la presidencia del cardenal Enrique Plá y Deniel. Ese mismo año, en Cataluña se pondría en marcha la feroz campaña que reclamaba obispos catalanes así como la capuchinada, acontecimientos que sirvieron para introducir en escena un catalanismo de sacristía del que son descarriadas ovejas los asamblearios y ecológicos catalanistas de hoy. Los acontecimientos citados venían nutridos, entre otras fuentes, por la encíclica Pacem in terris, última de Juan XXIII, que tanta atención prestaba a los pueblos.

El documento, escrito bajo la terrenal atmósfera de la Guerra Fría, proponía un irenismo para cuya realización era necesaria la invocación a reinos ajenos a este mundo, pues la amenaza atómica, telón de fondo sobre el que se escribe la encíclica, iba ligada a bloques delimitados y constituidos por naciones concretas, no ambiguas estructuras etiquetables como «pueblos». Redactada para todo el orbe, Pacem in terris no pasaría inadvertida para los cultivadores del federalcatolicismo: los pueblos citados podrían leerse en clave interna. Así pues, el pueblo español, al que tantas veces se había referido Franco, podría dividirse en unidades más pequeñas: las de una serie de pueblos delimitados por el afilado bisturí cultural. El pueblo español pasaría a ser, también para iglesias que reclamaban constituirse bajo premisas indígenas, una superestructura que ocultaría la realidad de una serie de pueblos a los cuales se les habría negado la «verdad, la justicia, el amor y la libertad» con que se subtituló el documento.

 

Medio siglo después, la Conferencia Episcopal ha sido señalada en numerosas ocasiones como una institución que conservaría las más rancias esencias del españolismo. Sin embargo, una visión mínimamente lúcida de la transformación de la Iglesia, a la que no ha sido ajena tal Conferencia, permite observar hasta qué punto se ha llevado a cabo la identificación entre los intereses secesionistas y la ideología eclesiástica cultivada y aireada en púlpitos de determinadas regiones. Hijos de la generación posconciliar, admiradores del actual Papa, los nuevos predicadores, indignados y sensibilizados con «lo social», prometen limosneros subsidios y un federalismo pacificador de pueblos del que tanto renegó el mismo Lenin en el que algunos críticos creen ver su voluntarioso modelo.

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