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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Alemania, prisión de naciones

El 29 de abril de 2015, el Tribunal Constitucional de Italia rechazó una iniciativa impulsada en la región del Véneto que pretendía celebrar un referéndum independentista. La principal razón esgrimida por los togados fue que la República Italiana es «una e indivisible». El rotundo no, venía acompañado del reconocimiento, perogrullesco para cualquier nación de una mínima escala, del pluralismo de sus regiones, variedad y distinción que en modo alguno podía emplearse para que los gobernantes de las mismas, emboscados en su parcialidad, se arrogaran la representatividad de esa pretendida nación cuya cristalización política supondría la destrucción de la propia Italia. El Alto Tribunal apuntalaba definitivamente su negativa con un argumento que destruía la burda argucia de los secesionistas norteños: la convocatoria de un referéndum consultivo no podía engolfarse en la invocación a la libertad de expresión de los ciudadanos para hacer pasar tal votación como un rutinario y menor proceso de toma de temperatura política. En todo caso, tal libertad debía extenderse al todo, no a una parte, de la ciudadanía. O lo que es lo mismo, las opiniones de los avecindados en Venecia en relación a la unidad de Italia no estaban por encima de las de los habitantes de Nápoles.

Recientemente, otro conjunto de hombres con vestidura talar, el que conforma el Tribunal Constitucional de Alemania, ha dictaminado que el «land» de Baviera no tiene derecho a celebrar un referéndum de independencia porque tan mutiladora como supuestamente democrática ceremonia, atenta contra los derechos del pueblo alemán, constituido en un Estado-nación cuya forma política es una República Federal. La resolución de los jueces alemanes niega de este modo las aspiraciones que pudieran tentar a cualquiera de los Estados de la actual Alemania precisamente porque tales Estados se han federado, es decir, se han fusionado, por más arabescos jurídicos y aspavientos voluntaristas que traten de trazar las facciones separatistas en cualquiera de ellos, acaso tentadas de presentar a Alemania, como una suerte de prisión de naciones, calificativo tan manido en España por parte de los diversos movimientos disolventes que operan impunemente en ella.

En cualquier caso, las dos resoluciones ponen de relieve la existencia en la actualidad de dos fuerzas políticas poderosas, ambas relacionadas con dos naciones políticas que se fraguaron sobre sus respectivas y previas naciones históricas: las canónicas Italia y Alemania, pero que amenazan con extenderse a otras latitudes. En primer lugar, la existencia de sectores sediciosos en aquellos territorios en los cuales floreció por igual la industrialización y el cultivo romántico del mito de la Cultura; y por otro, la fortaleza que, al menos en los ejemplos citados, exhiben algunas sociedades políticas, conscientes de los grandes sacrificios –movimiento poblacional, descapitalización de regiones- que ha sido necesario asumir, y que en el caso de Alemania añade el esfuerzo de la unificación postcomunista, para llegar a la situación actual.

Como es lógico, los procesos tienen su trascendencia en la España embelesada todavía por el mito de Europa. Aunque en los dos casos la situación y la resolución son similares, el alemán tiene una mayor profundidad, pues en él se inserta una de las palabras fetiche de la autodenominada izquierda española y de todo independentista que se precie. Nos referimos al término «federal» que caracteriza a la república alemana que, como es sabido, no sólo fue el espejo en el que se miraron los redactores de la actual Constitución española, sino que fue también desde las tierras germanas desde donde fluyeron jugosas cantidades de dinero para fortalecer a la socialdemocracia española, siempre servil con sus verdaderos compañeros de viaje desde el Contubernio de Múnich financiado por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos: los separatistas vascos y catalanes. Fue precisamente en la Baviera de 1962 donde se agitaron las aspiraciones de las llamadas comunidades naturales por parte del colectivo federalcatólico que tomaría el poder tres lustros más tarde, moldeando una España de aspiraciones asimétricas, adoctrinamiento escolar y exaltación de los rasgos más aldeanos de cada región.

Teniendo en cuenta tales circunstancias históricas y los efectos conseguidos en relación a esa unidad que tanto encarecen los togados italianos y alemanes, los dictámenes de estos deberían servir como modelo no sólo para los exégetas del Derecho Constitucional, colectivo dividido de forma maniquea en progresistas y conservadores bajo cuyas faldas se esconden los políticos, sino también para los propios ciudadanos españoles, siempre atenazados por las cadenas del terruño y las señas de identidad que con tanto entusiasmo cultivaron políticos desde Pujol o Fraga, arquitectos de esta España siempre diferente.

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