«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Evitar que la historia descarrile

Este 11 de febrero se cumplen 227 años de la petición que la Sociedad Religiosa de Amigos, conocida como “los cuáqueros”, se dirigió al Congreso de los Estados Unidos para solicitar formalmente la abolición de la esclavitud.

El joven Estado nacido de la lucha de los colonos contra el rey Jorge apenas contaba con catorce años. El 4 de julio de 1776, el Segundo Congreso Continental había aprobado la Declaración de Independencia, cuyo texto aún sigue conmoviéndonos:

Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.

Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.

Cuando Thomas Jefferson escribió estas palabras y los representantes de las 13 colonias declararon su independencia de la Corona Británica –“toda vinculación entre ellas y el Estado de la Gran Bretaña queda y debe quedar totalmente disuelta”- la esclavitud era legal.

Los tratantes de seres humanos -ingleses, franceses, holandeses, españoles, portugueses y otros- compraban en las costas de África los esclavos que otros, a su vez, habían capturado en el interior del continente. Los intermediarios árabes y los reyes y jefes tribales participaban, pues, de este negocio atroz que hoy nos resulta a todas luces abominable. Los desgraciados que caían en sus manos terminaban sus días en las plantaciones de Virginia, Jamaica o Haití, la joya de la corona francesa, o en las minas de Vila Rica, “la villa rica”, que ganó su fama en el Brasil por sus fabulosos yacimientos de oro. Como decía, también en los virreinatos españoles hubo esclavitud y las explotaciones de Cuba y Puerto Rico, por poner solo dos ejemplos, prosperaron gracias a la explotación de unos seres humanos a manos de otros seres humanos.

Sin embargo, hubo quien se opuso a aquella institución infame que mancillaba los principios de la propia declaración de independencia y el fundamento religioso y filosófico que los sostenía. Así, la historia de la esclavitud es también el relato de quienes se opusieron a ella.

Los cuáqueros habían conocido la persecución en la Inglaterra del siglo XVII por su disidencia de la Iglesia de Inglaterra. Famosos por su pacifismo y por su espiritualidad, sus primeros misioneros habían llegado en 1656 a Boston. También allí los encarcelaron. Quemaron sus libros. Los azotaron. Los pusieron en cepos. Los ejecutaron. Sin embargo, los cuáqueros resistieron, perseveraron y, en 1790, pidieron al Congreso de los jóvenes Estados Unidos que hicieran un acto de justicia y razón: abolir la esclavitud.

Esta lucha contra la irracionalidad y la injusticia se prolongaría mucho tiempo a ambos lados del Atlántico. En Inglaterra, William Wilberforce, cuya vida narró de forma bellísima la película “Amazing Grace” (2006) terminó logrando gracias a su empeño y sacrificio la prohibición de la trata en el imperio británico. En España, en Portugal, en Francia, las sociedades abolicionistas fueron proliferando. Los opositores a la trata sufrían acusaciones de ser enemigos de la libertad de empresa, de la propiedad privada, de sus propias patrias a cuyos rivales querían entregar el formidable negocio del comercio de esclavos. Durante mucho tiempo, padecieron la incomprensión de sus compatriotas, el odio de los esclavistas y el desprecio de quienes veían en la esclavitud una institución “natural”.

A pesar de todo, la razón y la justicia se impusieron. Llevó más de un siglo, pero los principios y las convicciones de los abolicionistas inspiraron un empeño que honra hoy a la condición humana.

Así, la política, el derecho, la economía, no pueden desvincularse de una determinada visión del ser humano, es decir, de cierto fundamento antropológico. Si uno concibe a sus semejantes como criaturas dotadas de derechos inalienables y de una dignidad intrínseca de la que nadie -ni el legislador, ni el gobierno, ni el juez- le pueden privar, esto tendrá un efecto en las instituciones políticas, jurídicas económicas. La cultura, el arte, la vida social, en suma, revelarán a gritos cómo concibe una sociedad al hombre y a la mujer.

Vivimos en un tiempo en que casi nadie habla ya como los redactores de aquella declaración de independencia o como aquellos cuáqueros que salvaron la condición humana pidiendo el cese de la explotación del hombre por el hombre. Los abolicionistas religiosos no estuvieron solos. Hombres y mujeres de buena fe -muchos de ellos agnósticos- tuvieron la lucidez para ver algo que resultaba evidente a la razón humana: la maldad intrínseca de la trata y la esclavitud por encima de los pretextos que pretendían justificarla.

Hay muchas cosas que podemos aprender de los abolicionistas. Hoy debemos afirmar, de nuevo, el valor intrínseco de la vida humana frente a la cultura de la muerte y del descarte. No todo lo legal es necesariamente justo, legítimo ni honorable. Sin convicciones fuertes, sin principios firmes ni coraje para hacerlos valer, es imposible construir nada sólido, fructífero ni perdurable. Los esclavistas se consideraban abanderados del progreso económico y la libertad, pero en realidad solo perpetuaban una institución abyecta que mancillaba todo aquello que decían defender: la libertad, la razón, la justicia. A veces, hay que evitar que la historia descarrile. No todo es relativo. No todo es disponible. Hay valores y principios lo suficientemente sólidos como para resistir los vaivenes y las veleidades de políticos e ideólogos siempre que alguien, como los cuáqueros y sus amigos, se atreva a alzar la voz para defenderlos.

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