«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Un héroe de España

El pasado 3 de febrero se cumplieron 328 años del nacimiento de Blas de Lezo (1689-1741). Vasco de Pasajes, a él le debe España la salvación de Cartagena de Indias frente a un ejército inglés superior en número y en armamento. Le llamaban el “medio hombre” porque era cojo, tuerto y manco. Se había educado en el Colegio de Francia y desde muy joven destacó por su valor y su arrojo. A los doce años, se embarcó en la armada de Francia, a la sazón aliada de España, para combatir en la Guerra de Sucesión Española (1701-1713). Este muchacho, casi un niño, participó en 1704 en la batalla naval más importante de la guerra frente a Vélez Málaga. En ella perdió la pierna, que le amputaron sin anestesia por debajo de la rodilla. Tenía quince años. En reconocimiento a su valentía, lo ascendieron a alférez. Tuvo una carrera brillante. Combatió contra los piratas en el Caribe y en el Pacífico. Se batió contra los otomanos en el Mediterráneo. El 1731 lo nombraron jefe de la escuadra naval del Mediterráneo. En el estandarte de su nave capitana lucía las dos mayores condecoraciones de España y Francia respectivamente: la Orden del Toisón de Oro y la del Espíritu Santo. Luchó en Italia y en Argelia. Después lo destinaron a la defensa de Cartagena de Indias. Allí venció a la escuadra del almirante Vernon entre marzo y abril de 1741. Los ingleses habían enviado un ejército formidable: ciento ochenta barcos y treinta mil hombres. De Lezo contaba con unos mil setecientos soldados, unos quinientos milicianos, seiscientos indios y ciento cincuenta marinos. Tenía seis barcos. Este vasco increíble cavó trincheras. Ahondó los fosos para que las escaleras de asalto de los enemigos no llegasen a la parte alta de los muros. Colocó sacos terreros para amortiguar los daños de la artillería sobre las fortificaciones. Resistió los asaltos y los bombardeos. Sabía que los ingleses no podrían soportar la dureza del clima tropical, para cuyas enfermedades no estaban preparados. Diezmados por las infecciones, con gravísimas bajas en combate y agotados por los elementos y la resistencia inquebrantable de aquellos españoles e indios, Vernon se retiró derrotado. Aún hoy, las murallas de Cartagena de Indias recuerdan al almirante con un monumento y una placa que reza “Aquí España derrotó a Inglaterra y sus colonias”. Gravemente herido durante los combates, el almirante murió pocos meses después.

Podrían contarse muchas cosas más de este hombre fabuloso -por ejemplo, la injusticia con que lo trataron en ocasiones quienes tanto le debían- pero basta este esbozo para señalar que este héroe de España merece un recuerdo generoso y agradecido que, por desgracia, a le llegó tarde. Hubo que esperar hasta 2014 para que, gracias al empeño de D. Íñigo Paredes y sus compañeros de la asociación Pro-Monumentos a Blas de Lezo, se inaugurara en la Plaza de Colón una estatua que lo honra y lo celebra. Ahí pueden verlo ustedes alzarse erguido, serio, cojo, tuerto y manco, pero con más arrestos que ninguno. Recuerde el lector que, en aquellos tiempos, se combatía desde el puente, con todas las condecoraciones y galones en la pechera y a la vista, sable en mano y expuesto, por tanto, a que cualquier tirador o artillero le descerrajase a uno una andanada de metralla que, por cierto, también fue invento de un español. Ya contaremos esa historia otro día.

Como recuerda Paul Johnson, la civilización occidental celebra el heroísmo individual y colectivo. Desde Débora, Judith, Sansón y David hasta la resistencia frente al nazismo y el comunismo, podría estudiarse la historia de Europa y de América a través de sus figuras heroicas. Este reconocimiento al coraje supera las diferencias nacionales y entra en el plano de los valores compartidos. Uno reconoce a su enemigo en la guerra el valor con que ha luchado y lo honra en consecuencia.

Por desgracia, esta epidemia de olvido colectivo que padece nuestra sociedad -y frente a la que este monumento se alza- nos está llevando a la confusión más profunda. Al que no sabe de dónde viene, todos los vientos le son contrarios.

En España, deberíamos recordar más a los héroes de ambos lados del Atlántico. Habría que enseñar a los niños que, desde Aquiles y Héctor, creemos que los seres humanos hacemos la historia y que de nuestras acciones depende el devenir de los acontecimientos. Tendríamos que enseñarles que un puñado de valientes puede derrotar a un enemigo superior en armamento y número si saben utilizar la inteligencia y no se arrugan. También habría que enseñarles que uno puede ganar con sus acciones honor y nobleza y que eso no lo da la opinión pública ni el aplauso de los otros, sino la lealtad a los principios y a los valores. Por cierto, convendría que alguien les dijese que no todo es relativo y que son esos valores y esos principios los que inspiran obras memorables y valiosas. Para levantar una catedral o atravesar el océano, no basta lo que uno desea. Es determinante aquello en lo que uno cree, aquello por lo que está dispuesto a vivir y, llegado el caso, a entregar la vida. Por supuesto, los héroes no necesariamente son ángeles. Antes bien, son humanos capaces de hacer algo sobrehumano.

En esta plaza madrileña, Blas de Lezo tiene buena compañía porque está con Colón allá en lo alto y Jorge Juan, otro marino cuyo nombre hay que pronunciar en pie con el sombrero en la mano. A la vista tiene la mayor bandera de España que ondea hoy en el mundo: 294 metros cuadrados y 35 kilos de peso. Ahí pueden ver ustedes a este vasco que muestra con su vida lo que realmente significa la Hispanidad en su sentido más hondo. Cuando pasen junto a él, no dejen de detenerse un momento en señal de respeto.

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