«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Por qué fue tan importante la batalla de Las Navas de Tolosa

Estamos en julio de 1212. Un grueso ejército cristiano desciende desde La Mancha hacia los pasos de Despeñaperros. Una cruzada está en marcha en España.

Pero al otro lado, al sur de la sierra, se acumula un ejército musulmán todavía mayor. El caudillo almohade, el comendador de los creyentes, el Miramamolín, quiere librar una batalla decisiva: destrozar a los cristianos en España y llevar la media luna hasta Roma, nada menos.

La trampa de Despeñaperros

El jefe musulmán ha llegado antes que los cristianos. Puede cruzar la sierra y dar la batalla en los llanos manchegos. Sin embargo, el califa Al-Nasir -el Miramamolín- recuerda los problemas de abastecimiento que sufrieron los ejércitos de su padre en los días de Alarcos: no es fácil dar de comer y beber a más de cien mil hombres muy lejos de las propias bases logísticas.
Así que el Miramamolín no cruza las montañas, sino que dispone a sus tropas en torno a Despeñaperros: ahí, desde lo alto, aguardará a unas tropas cristianas que previsiblemente llegarán exhaustas.
Cuando los cristianos llegaron a las montañas, descubrieron que los pasos de Despeñaperros –que entonces se llamaba el Muradal- estaban tomados por los moros. La situación era endiablada: para dar batalla al ejército moro había que atravesar un desfiladero –el de La Losa- atiborrado de enemigos.
Alfonso VIII teme un nuevo Alarcos. Pero entonces ocurre algo providencial: un pastor aparece en el campamento de las avanzadillas cristianas, bajo el mando de Lope de Haro, hijo del Señor de Vizcaya, y les revela que existe un paso desguarnecido. Es el desfiladero que hoy se conoce como Puerto del Rey y Salto del Fraile. A través de él, los cristianos franquean Despeñaperros y llegan al otro lado, frente al ejército del Miramamolín.

La más numerosa jamás librada

Todo está ya dispuesto para la batalla; probablemente, la más numerosa librada hasta entonces en tierras españolas. Hoy se calcula que por parte almohade combatieron más de 100.000 hombres, y del lado cristiano unos 70.000. Podemos quedarnos con una estampa: la de casi todos los reyes de España (el de Castilla, el de Aragón y el de Navarra), con sus ejércitos y, además, con caballeros de León y de Portugal, y con las milicias de las ciudades.
Es ya toda España la que está ahí, junta, por encima de las querellas entre reyes y patricios. España no sólo está junta, sino que además está sola: casi todos los cruzados europeos que habían venido a echar una mano han abandonado el campo, porque no soportaban ni el despiadado calor del verano manchego, ni las severas reglas impuestas por el rey de Castilla contra el saqueo.
Y es esa España junta y sola la que derrota al mayor ejército musulmán que había aparecido hasta entonces en Europa. Eso fue la batalla de las Navas de Tolosa. Era el 16 de julio de 1212. Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, contó sus primeros compases:
“Alrededor de la medianoche del día siguiente estalló el grito de júbilo y de la confesión en las tiendas cristianas, y la voz del pregonero ordenó que todos se aprestaran para el combate del Señor. Y así, celebrados los misterios de la Pasión del Señor, hecha confesión, recibidos los sacramentos y tomadas las armas, salieron a la batalla campal. Y desplegadas las líneas tal como se había convenido con antelación, entre los príncipes castellanos Diego López con los suyos mandó la vanguardia; el conde Gonzalo Núñez de Lara con los freires del Temple, del Hospital, de Uclés y de Calatrava, el núcleo central; su flanco lo mandó Rodrigo Díaz de los Cameros y su hermano Álvaro Díaz y Juan González y otros nobles con ellos; en la retaguardia, el noble rey Alfonso y junto a él, el arzobispo Rodrigo de Toledo. (…) En cada una de estas columnas se hallaban las milicias de las ciudades, tal y como se había dispuesto. El valeroso rey Pedro de Aragón desplegó su ejército en otras tantas líneas; García Romero mandó la vanguardia; la segunda línea, Jimeno Cornel y Aznar Pardo; en la última, él mismo, con otros nobles de su reino. El rey Sancho de Navarra, notable por la gran fama de su valentía, marchaba con los suyos a la derecha del noble rey, y en su columna se encontraban las milicias de las ciudades de Segovia, Ávila y Medina. Desplegadas así las líneas, alzadas las manos al cielo, puesta la mirada en Dios, dispuestos los corazones al martirio, desplegados los estandartes de la fe e invocando el nombre del Señor, llegaron todos como un solo hombre al punto decisivo del combate.”

Una partida de ajedrez

Cuando uno repasa hoy los movimientos de la batalla, tiene la impresión de estar ante una partida de ajedrez. El Miramamolín juega sus piezas: una tropa más numerosa, sin caballería pesada, pero con formaciones muy ágiles que atacan a la caballería cristiana por los flancos y, sobre todo, con arqueros letales que desorganizan a la vanguardia enemiga. Alfonso VIII tampoco es manco: la caballería cristiana despliega refuerzos en los flancos para protegerla de ataques, los infantes combaten mezclados con los caballeros para que el ataque enemigo no desorganice a las gentes de a pie.
Son las tácticas que tanto los musulmanes como los cristianos han ido perfeccionando en Tierra Santa, en las batallas de las cruzadas, y que unos y otros conocen ya a la perfección. Para la historia militar, la batalla de las Navas de Tolosa es un ejemplo de libro.
Para nosotros, y por decirlo en dos palabras, la cosa consistía en lo siguiente: los españoles tenían que procurar alcanzar en masa compacta de caballería las líneas centrales enemigas, para aplastar al moro; los moros, por su parte, iban a intentar por todos los medios destrozar el ataque cristiano, dividiendo su fuerza, desorganizándola y, acto seguido, aniquilándola. Como habían hecho en Alarcos.
Las tres alas del ejército cristiano cabalgaron contra el enemigo. La caballería española arrasó sin contemplaciones las primeras líneas de la fuerza mora, compuestas sobre todo por voluntarios que habían acudido a morir en la Yihad, en la guerra santa. Pronto llegaron al pie de las lomas donde se hallaba la fuerza central del Miramamolín. Pero ese era el momento que el hábil moro esperaba: con la caballería cristiana cansada por la cabalgata y, ahora, combatiendo cuesta arriba, al-Nasir ordena la carga de su mejor fuerza, los veteranos almohades, que se lanzan pendiente abajo, chocan con los cristianos, los clavan en el terreno y empiezan a desorganizar sus líneas. Era el movimiento previsto por el Miramamolín: con los cristianos inmovilizados, ahora todo sería tan sencillo como aniquilarlos a fuerza de flechas y piedras.

«Vos y yo, aquí muramos»

El primer movimiento cristiano parece haber fracasado. Alfonso VIII, el rey de Castilla, ve banderas en retirada. Le vuelve el recuerdo de Alarcos y cree que esa enseña que se retira es la de Diego López de Haro y sus vizcaínos. Pero no. Con el rey, en el puesto de mando, están el arzobispo de Toledo y un concejal de Medina del Campo que le sacan del error: esa enseña que huye no es la de López de Haro, sino la de las milicias de Madrid. El centro del ataque castellano se mantiene a pie firme.
Eso sí, los de López de Haro atraviesan una difícil situación: rodeados de enemigos, en cualquier momento pueden convertirse en blanco de los arqueros moros. Entonces Alfonso VIII decide intervenir personalmente para dirigir la última carga. Son célebres sus palabras al arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada: “Arzobispo, vos y yo aquí muramos”.
Ese era el movimiento que Alfonso VIII se tenía guardado: una nueva masa compacta de caballería, salpicada de infantes y con el propio rey al frente, arrolla la línea de combate, disgrega la resistencia mora y se planta ante la última línea de defensa del Miramamolín, el palenque. Aquí se encuentran con algo que a nosotros hoy nos sorprenderá, pero que ellos ya conocían: una gruesa empalizada fuertemente amarrada con cadenas y protegida por una línea de guerreros enterrados hasta la rodillas. Eran los imesebelen, que quiere decir los “desposados”. No se trataba de esclavos, como dicen muchas fuentes, sino de voluntarios fanáticos que habían jurado dar su vida en defensa del Islam y que se hacían enterrar así, hasta las rodillas, para evitar la tentación de huir y asegurarse el sacrificio luchando hasta la muerte. Murieron, claro.

Rompiendo las cadenas

Todo el éxito de la táctica mora dependía de una sola cosa: que la fuerza cristiana que llegara al palenque no fuera demasiado numerosa y, por tanto, no pudiera perforar la defensa. Para eso deberían haber bastado las reservas de veteranos almohades movilizadas por el Miramamolín. Pero Alfonso VIII había calculado muy bien los tiempos: ordenó su última carga cuando a los moros les quedaba ya muy poca fuerza por movilizar, de manera que las tropas cristianas que llegaron hasta el palenque, protegido por la empalizada y aquellos imesebelen, fueron muy numerosas. Los cristianos perforaron las defensas.
La tradición dice que fue Sancho VII de Navarra el primero en romper aquellas cadenas, y aquí respetaremos la tradición. Una vez dentro, los moros ya no tenían nada que hacer: los arqueros y los honderos no tenían espacio físico para usar sus armas, y nada podía oponerse entonces a una carga de caballería pesada. La escabechina debió de ser terrible. El Miramamolín, derrotado, huyó a toda prisa a lomos de lo primero que encontró: un burro. El Arzobispo de Toledo y los demás clérigos presentes en el campo de batalla entonaron el Te Deum Laudamus.

Una victoria de España para Europa

La batalla de las Navas de Tolosa fue fundamental en la historia de España y de Europa. Cualquier intento musulmán por recuperar el terreno perdido quedaba definitivamente desarbolado. Los pasos de Castilla hacia Andalucía quedaban en manos cristianas. Las querellas entre los reyes cristianos se resolvieron en la euforia del triunfo. Vencidos los almohades, Europa neutralizaba el peligro musulmán en occidente. Por eso 1212 es una fecha decisiva en la historia de Europa y de España, un hito clave en la gesta nacional española.
Por cierto que no lejos de aquellos campos de Jaén, seiscientos años después, brotará otro de esos hitos: la batalla de Bailén. Pero esto es otra historia.

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