Las elecciones andaluzas: cuestiones de fondo
EspañaLa federalización de España ya se ha ensayado en dos ocasiones en la primera y en la segunda Repúblicas, con el éxito universalmente conocido. La tercera va por el mismo camino…
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El resultado de las elecciones andaluzas ha trastocado el tablero político español y, como siempre, el nerviosismo inmediatista de los estrategas de los distintos partidos les ha llevado en los días siguientes a este land slide meridional, que ha sorprendido tanto a los ganadores como a los perdedores, a hacer que sus líderes se pongan a lanzar mensajes sin ton ni son y a proferir más banalidades de las que suelen. Más allá de este cloqueo superficial, hay lecciones muy interesantes a extraer de un acontecimiento plagado de significado y preludio de corrimientos tectónicos en el plano ideológico de gran calado en el ámbito nacional.
Un inteligente politólogo, conocido por sus certeros análisis, ha quedado tan desconcertado por la emergencia de un partido iconoclasta situado en una zona del espectro parlamentario hasta ahora inédita en España -un fenómeno similar a la expectación que creó la aparición de Podemos en las europeas de 2014- que ha intentado con buena intención elaborar una crítica de los planteamientos de Vox a partir del concepto de patriotismo. Desde su perspectiva, el patriotismo, que no hay que confundir con el nacionalismo, mala hierba venenosa que crece en su huerto, implica asumir la realidad de tu país, tanto la que te gusta como la que no, y una vez aceptada esta premisa asumir que el separatismo catalán inconstitucional y violento está ya aquí de manera irremediable y que, en la medida que forma parte de nuestro paisaje, hay que apechugar con él porque ha quedado incorporado a nuestra historia. Sin llegar a proponer la ingenuidad de una solución dialogada para el problema secesionista, su tesis es que si dos millones de catalanes se quieren separar de la matriz común no hay otro camino que afrontar este hecho desazonador, aunque no dice cómo.
A partir de este enfoque fatalista, establece algunas conclusiones francamente discutibles. La afirmación de que no existen tensiones territoriales porque hay Autonomías, sino que hay Autonomías porque existen tensiones territoriales, apunta a la estrategia de transformación del Estado realizada en la Transición para calmar las pulsiones centrífugas. La seráfica hipótesis fue que si a los nacionalistas se les daba un Parlamento, un Gobierno, amplísimas competencias legislativas y de gestión, una policía, una bandera, un generoso presupuesto, un himno, potentes medios de comunicación, las escuelas, una lengua cooficial y un intenso reconocimiento simbólico, aceptarían las reglas del juego y no romperían la baraja. Pues bien, ha sucedido lo contrario: han utilizado todo eso para volar el pacto civil que permitió el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia y nos han apuñalado por la espalda. Por consiguiente, la existencia de tensiones territoriales no debió conducir al invento del Estado autonómico, sino más bien a un diseño de nuestra estructura institucional que las neutralizase. Constatado este fracaso doloroso, es muy difícil coincidir con la idea de que, pese a algunos errores, en 1978 se hizo todo bien en lo fundamental. La experiencia parece demostrar que fue precisamente lo fundamental lo que falló.
En cuanto a la clásica contraposición entre centralismo y descentralización, acudir al ejemplo del diferente abordaje de la sanidad en zonas rurales de población dispersa y en áreas de alta concentración demográfica para justificar la división de España en Comunidades Autónomas, no se sostiene. La heterogeneidad geográfica, de renta, de recursos naturales y de otras características físicas o sociales, se trata perfectamente con una bien pensada descentralización administrativa y no hacen falta diecisiete Cámaras legislativas, diecisiete sistemas de sanidad, diecisiete sistemas educativos y diecisiete regulaciones sobre el impuesto de patrimonio -que debería suprimirse sin más- triturando el mercado único y poniendo trabas a la libre movilidad de empresas y de ciudadanos. Es verdad que un Estado unitario puede ser tan elefantiásico y despilfarrador como un Estado federal, y el caso de Francia es una clara ilustración, pero no deja de ser cierto que una arquitectura territorial trufada de redundancias, duplicidades, administraciones paralelas clientelares y prácticas corruptas no es un elemento favorecedor de la austeridad y la eficiencia. La única motivación seria para el tinglado autonómico es de naturaleza política y justo en este aspecto ha naufragado estrepitosamente entre hordas de encapuchados cortando autopistas, políticos presos en huelga de hambre y el máximo representante del Estado en una Comunidad pugnando por balcanizarlo de modo sangriento. La federalización de España ya se ha ensayado en dos ocasiones en la primera y en la segunda Repúblicas, con el éxito universalmente conocido. La tercera va por el mismo camino y tropezar tres veces en el mismo pedrusco no es una muestra de inteligencia. La circunstancia añadida de que el Congreso de los Diputados vuelva a estar plagado de republicanos demuestra que no tenemos remedio.
También es frágil el argumento de la conveniencia de los contrapesos para la salud de la democracia a la hora de cantar la loa de las Autonomías. Un gobernante nefasto con poder centralizado puede ser muy dañino sin checks and balances que lo moderen, pero un dibujo territorial que fragmente la Administración de Justicia y los servicios básicos, que disuelva el imperio de la ley en una Comunidad y que ponga en manos de los peores enemigos internos de la Nación las herramientas para liquidarla, tiene una capacidad destructiva igual o superior.
En una cosa hay que darle, sin embargo, la razón sin reservas a Miguel Ángel Quintanilla. Su lúcida constatación de que la descomposición actual de España es culpa de los sucesivos Gobiernos centrales del PP y del PSOE que, lejos de conjurar la amenaza nacionalista, la han alentado y tolerado hasta extremos inauditos, no admite refutación. Esperemos que la combinación de esfuerzos del nuevo PP de Pablo Casado, de Ciudadanos y de un VOX en el que vaya imponiéndose la serenidad al ardor articule tras las próximas elecciones generales una mayoría en la Carrera de San Jerónimo que ponga orden en el presente caos y coloque a España en la senda de la estabilidad, la confianza y la prosperidad.
Andalucía ha sido el ensayo parcial, ojalá Pedro Sánchez se vea pronto obligado a llamar a las urnas y asistamos a la función completa.