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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Trump, el libre comercio y la re industrialización de América

Esta semana, la agenda internacional del presidente americano ha estado determinada por la imposición de unas tarifas a la importación de aluminio y acero. Al rechazo generalizado de una medida que se considera perjudicial por proteccionista, se ha sumado el horror al saber del Twitt de Donald Trump en el que, lejos de sentirse amenazado por una guerra comercial, afirmaba que tales guerras eran buenas. Ni que decir tiene que la UE desde Bruselas ha criticado una vez más las decisiones de La Casa Blanca y amenaza con escalar una guerra imponiendo a su vez restricciones a los bienes procedentes de Norteamérica. Con su nueva pataleta, los oficiales y burócratas de la UE demuestran de nuevo que no tienen ni idea de lo que proponen y hablan.
Luego abordaremos la lógica y las razones de Trump para imponer las tarifas al aluminio y al acero, pero antes debemos tratar la irracionalidad europea de querer competir en cuotas y tasas comerciales contra Estados Unidos. En toda guerra comercial hay que saber muy claramente que no las ganas quien más impuestos pone o quien castiga el mayor número de bienes y productos con nuevos aranceles, sino que las gana quien menos sufre con la aplicación de dichas medidas. ¿Y quien sufre menos en un enfrentamiento tarifario? Muy sencillo: aquel que depende menos de las exportaciones. Según la OCDE, los economías avanzadas suelen alcanzar de media unas tasas de exportación en torno al 30% de su economía. Hay países que exportan más, como Alemania, quien se acerca al 40% de su PIB, y otros menos, como España, que a pesar del gran crecimiento de nuestras exportaciones, apenas superamos el 20% de nuestro producto interior bruto. Pues bien, el dato relevante aquí es que las exportaciones de los Estados Unidos representan tan sólo el 12% de su PIB. O, dicho de otra manera, la demanda interna es mucho más importante que sus ventas al extranjero. Por lo tanto, cabe pensar que la sustitución de los productos exportados americanos será menos dolosa que la que tendría que acometer China o la UE, los principales mercados donde compran los americanos.
O sea, que en una guerra comercial desbocada, el mayor coste económico lo pagaríamos los europeos y no los americanos. Y eso es algo que hay que tener bien presente a la hora de imponer medidas de represalia por muy recíprocas que se consideren. Sería pegarnos nosotros mismos un tiro por la satisfacción de decir que el presidente americano no puede actuar unilateralmente. Porque si que puede.
Otra cuestión distintas es si Trump debe hacerlo. Y para contestar esta pregunta, está claro que el marco conceptual de la UE y la mayoría de europeos no vale. Los librecambistas y liberales europeos han invertido mucho esfuerzo y tiempo en convencernos de las bondades de la eliminación de las fronteras, económicas y de todo tipo, y de la globalización. El truco ha sido siempre apelar a las ventajas para el consumidor, ante quien se abría un mercado global donde comprar al precio. Qué más da que los productos vengan de China y no se produzcan aquí, es la frase clave, si resultan más baratos. Como sabemos, por desgracias, en la globalización no todo es color de rosa y las ventajas de la deslocalización y la producción a escala mundial ha conllevado la pérdida de puestos de trabajo y sectores económicos enteros.
Para quienes monetizan todo como última y única base de cálculo, los precios son el factor determinantes del éxito o fracaso de las naciones, en la medida que representan la esencia de su competitividad. Pero explicar el éxito en base a la competitividad comercial es como querer explicar el alma en base a la orgánica de nuestros tejidos. No solo es imposible, es que es irrelevante. Lo que no entienden los liberales y progresistas de todo tipo es que, a diferencia de lo que creía Clinton y sigue creyendo Rajoy, hoy, “no es la economía, estúpido”. La identidad, las señas culturales, la idea de nación, el sentimiento de la soberanía, cobran hoy mucha
más fuerza explicativa de lo que está pasando.
A Trump se le tacha de retrógrado no solo por revertir a una guerra comercial en aras de un “comercio justo” y no en aras de un libre comercio al que denuncia por manipulado y falso. Se le acusa también por querer “reindustrializar” América y por creer que no puede haber una gran nación que se sustente en la economía de servicios y no cuente con una poderosa pase industrial. En España nos reímos porque hace años que por estar en Europa aceptamos acabar con la industria nacional y vivir como albañiles y camareros. Y que conste que no tengo nada en contra de ambas profesiones, muy dignas y necesarias ellas. Pero lo que vale para algunos individuos, no puede ser la base de la estructura económica de un país. Así como un ejército no se entiende sin aviones, buques y tanques, una gran potencia no se entiende sin industria. Ese es el pecado de Trump el cavernícola. Pero si el precursor del Homo sapiens sobrevivió fue gracias a aplicar en su vida el sentido común, no las teorías liberales. Y hoy, el sentido común está en Washington, no en Bruselas.
 
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