El histórico bipartidismo imperfecto del Fianna Fáil, casi siempre en el gobierno, y el Fine Gael, casi siempre en la oposición, se ha visto resquebrajado en los últimos años como otros tantos en Europa y en buena parte de aquello que se ha convenido en llamar «mundo desarrollado».
La sociedad irlandesa ha pasado en apenas dos décadas de apoyarse en principios tradicionales, eternos, a chapotear en el mismo credo que rige los epicentros globalistas del planeta. En un tránsito artificial, de arriba a abajo, un país en el que el divorcio era ilegal en 1997 ahora envía a Eurovisión a representantes abiertamente satánicos.
Desde los gobiernos de Bertie Ahern (1997-2008), cuando el Fianna Fáil ejercía de partido hegemónico, el último cuarto de siglo de Irlanda es la historia de la reversión de una sociedad en nombre del crecimiento económico. El PIB per cápita se ha multiplicado por cinco en lo que algunos han llamado de manera no precisamente original «milagro irlandés», en referencia a un proceso que poco tiene de sobrenatural.
Tras las crisis financiera de mediados de la primera década del siglo XXI, la llegada al poder del Fine Gael (PP) impulsó el proyecto mediante la promoción y aprobación acelerada de numerosas leyes ideológicas, al estilo de José Luis Rodríguez Zapatero en España.
La entrada en el mercado común y la posterior adopción del euro propiciarion y aceleraron la transformación de la isla en el territorio europeo de centenares de empresas estadounidenses. La moneda, el idioma y la cercanía geográfica, condiciones de base, fueron impulsadas por una fiscalidad y unas facilidades comerciales que hicieron posible la llegada de grandes capitales y decenas de miles de puestos de trabajo de alta cualificación, que dispararon el poder adquisitivo de los irlandeses.
A cambio, los partidos políticos de la república emprendieron a una y sin oposición un proceso de sustitución de los principios morales comunes de los irlandeses. La familia como estructura básica de la sociedad, la parroquia como referencia central de la comunidad, la austeridad y el sentido del humor de una población próspera por homogénea, confiante y trabajadora, fueron arrasados por la opinión publicada.
Una revolución artificial que nadie pidió, silenciada y fomentada por los medios de comunicación del país. En pocos años, el aborto, el matrimonio homosexual, el consumismo sobre el ahorro, la necesidad de «vivir experiencias» o la persecución de la fe católica pasaron de no estar en el debate político de la nación a ser impuestos como normas morales contra las que apenas cabe contestación.
El crecimiento económico y el relativismo moral, es decir la entrada de Irlanda en el mundo actual, han dejado fenómenos que se dan en casi todos los países de su entorno, en especial en aquéllos en los que ambos fenómenos se han dado al tiempo. Así, la inmigración ilegal, impulsada desde el poder nacional y supranacional se ha disparado en la isla y, en paralelo, una inseguridad desconocida hasta hace pocos años, por su proliferación y por la naturaleza de los delitos sufridos por los irlandeses.
El crecimiento de la población, con especial incidencia en Dublín y su área metropolitana, y en otras ciudades como Cork, Galway o Limerick, unido al incremento del poder adquisitivo, ha tenido como consecuencia una subida drástica del precio de la vivienda en toda la isla y escasez de oferta en algunos barrios y municipios.
El incremento del precio de la vivienda y la multiplicación por cinco de la renta media en tan breve periodo han ayudado a que la impresión masiva de euros llevada a cabo por el Banco Central Europeo en los últimos años se haya traducido en una inflación descontrolada en el país, con más fuerza si cabe que en el resto de la eurozona. Una pérdida del poder adquisitivo de la que muchos irlandeses no se han recuperado y algunos difícilmente lo harán.
Ante los problemas morales y económicos a los que hacen frente los irlandeses, contrapartida del crecimiento rápido y palpable de su economía, el Fianna Fáil y el Fine Gael, antigua oposición, nueva coalición, se presentan poco menos que como dos marcas del Partido Popular, con ideas más económicas, sin verdadera traducción práctica, que de principios. Ambos partidos niegan que la inmigración ilegal o la seguridad sean problemas nacionales
Frente a ellos, el Sinn Feín, para el que ya sabe a poco la revolución moral del último cuarto de siglo irlandés, promueve reformas como la eutanasia o defiende la inmigración ilegal. La marca política del IRA, en cambio, sí señala los problemas económicos, sin ir al fondo del asunto —y propone soluciones que los agravarían—. La formación de extrema izquierda lo rentabiliza mediante la adhesión de miles de votantes jóvenes urbanitas, producto del sistema educativo, ideologizado y anticlerical, herramienta fundamental para la transformación globalista de Irlanda.