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A vueltas con los supervivientes del diluvio

La última década ha visto el regreso o la consolidación de muchas epidemias nacidas en los años setenta. Una de ellas, y probablemente de las más inocentes, es el regreso a los medios de comunicación de la Teoría de los Antiguos Astronautas, popularizada en los últimos años por Canal de Historia en una interminable serie de documentales que vuelve una y otra vez sobre agujeros en nuestro pasado, ruinas moderadamente extrañas y chismes no confirmados para sugerir que nuestra historia más remota fue moldeada por la visita de seres de otros planetas. Extraños seres de otros planetas que capaces de cruzar la galaxia precisaban de dibujos de animales y formas geométricas para poder aterrizar en Nazca o cuya única arquitectura monumental parecían ser los megalitos de piedra.

Como es natural, esta teoría ha sido rechazada virulentamente por el mundo académico y, en realidad, por casi cualquier persona sensata

La Teoría de los Antiguos Astronautas es la salida de tono más chocarrera y fantasiosa (y por tanto la más popular) a la hora de enfrentarse a algunos puntos oscuros de nuestro pasado, a estructuras que los arqueólogos contemporáneos luchan por explicar sin romper ningún paradigma ya establecido o a mitos comunes que sugieren viajes increíbles, cataclismos terribles o seres superpoderosos. Como es natural, esta teoría ha sido rechazada virulentamente por el mundo académico y, en realidad, por casi cualquier persona sensata.

A estos mitos y agujeros arqueológicos hay otros que responden con soluciones más prosaicas que los alienígenas, pero que desde luego se desvían (y mucho) de la historia y la arqueología académica y científica que nos marca el inicio de la agricultura hace diez mil años años, de los centros urbanos algo después, de los megalitos hace seis mil y de las primeras civilizaciones y la escritura hace algo más de cinco mil años. Entre estas respuestas alternativas se encuentra la palabra maldita “Atlántida”, el imperio sumergido por un cataclismo hace once mil años y sólo recogido en los diálogos de Platón. Otros más discretos señalan los puntos que descuadran la imagen de nuestro pasado y sugieren que tal vez haya otras culturas (que no se atreven a denominar) que alcanzaron cierto nivel de civilización mucho antes que las civilizaciones conocidas, y que fueron destruidas por la subida del nivel del mar y otros cataclismos hace doce u once mil años, con el final de la última glaciación. 

Uno de estos autores es Graham Hancock, quien acaba de estrenar Antiguo Apocalipsis, una simpática y polémica serie documental de ocho breves episodios en Netflix en la que, con encantadoras maneras de dandy y aventurero escocés, nos quiere convencer de la existencia de una gran civilización marítima, no sabemos si global, sepultada a causa del fin de la edad de hielo; una civilización de la que solo subsisten mitos y ruinas descontextualizadas que, según él, hemos atribuido erróneamente a civilizaciones posteriores. Románticamente, Hancock atribuye a los supervivientes de esta civilización olvidada el renacer de la civilización tras el diluvio, identificando patrones de alineación astronómica (algunos verdaderamente notables y que nos deberían hacer plantearnos lo que sabemos sobre el primer megalitismo) y señalando los mitos comunes en todo el mundo en torno a diluvios y seres civilizadores llegados del mar como una prueba del hiperdifusionismo (influencia masiva y global) de estos supervivientes.

Hancock tiene una idea romántica y voluntarista de la historia y la arqueología, y su propuesta va mucho más allá de lo demostrable

Hancock tiene en sus manos un buen caso en señalar muchas cosas que los paradigmas actuales en arqueología no explican convincentemente: la obvia extrañeza y extraordinaria antigüedad del complejo megalítico de Gunung Padang en Indonesia; la ubicuidad de los mitos de seres marinos civilizadores tras el diluvio, la alineación astronómica de muchos monumentos; la falta de un contexto arqueológico e histórico claro de Gobleki Tepe y Karahan Tepe; los complejos megalíticos más antiguos del mundo (once mil años de antigüedad, varios miles de años antes de que se volvieran a construir estructuras así); la posibilidad de que en la era glacial las culturas humanas tal vez más avanzadas (no necesariamente mucho) se refugiaran en los suaves climas de las riberas de unas costas que hoy han desaparecido al subir el nivel del mar más de cien metros en estos once mil años.

Pero el diálogo de sordos que mantiene con la arqueología académica, su desprecio a muchos procedimientos y estudiosos y su verdadera voluntad de creer que dicha civilización antediluviana existió hacen que la serie documental termine haciendo aguas. Hancock tiene una idea romántica y voluntarista de la historia y la arqueología, y su propuesta va mucho más allá de lo demostrable. Hay momentos en que incluso lo que Hancock ve con seguridad resulta desatinado hasta para el espectador más distraído. Aun así, la respuesta que muchos académicos han dado a su obra es extremadamente agresiva e irrespetuosa, máxime cuando Hancock normalmente es cortés con su trabajo pese a su entusiasmo en proponer alternativas sin base. Incluso ha sido acusado, por supuesto en Estados Unidos, de racista o conspiranoico de extrema derecha. Hancock nunca atribuye a ninguna etnia concreta el impulso civilizador y es lo más lejano a esta caracterización; es un atildado periodista que se curtió en conflictos en África, con ideas vagamente progresistas y ecologistas, casado con una fotógrafa etíope que denunció abusos de las ONGs occidentales.

Si nos abstraemos del exceso de entusiasmo de Hancock, la serie documental es muy útil para ver que hay muchas cosas de nuestro pasado que desconocemos

La mayoría de las obras de Hancock (en España se han publicado Huellas de los Dioses, Magos de los Dioses y América Antes, pero no la sorprendente Underworld) se basan de entrada en textos e investigaciones académicas que se limitan a señalar algunas inconsistencias, nuevos descubrimientos o dudas que Hancock revuelve para ir más allá y sugerir una propuesta extraordinaria y a veces insensata. En Huellas de los Dioses, un libro extraordinariamente bien documentado, Hancock termina simpatizando con la disparatada idea de que la Antártida estaba libre de hielo y poblada en la edad cuaternaria tardía (a pesar de que miles de catas han demostrado que hasta el punto menos frío de la Antártida lleva congelado tres millones de años). En otras ocasiones Hancock ha sido pionero, al menos como divulgador, siendo por ejemplo uno de los primeros promotores públicos de la teoría del impacto de un meteorito en el hemisferio norte hace doce mil años, cuyas consecuencias climáticas conocidas como “Younger Dryas” empiezan a ser consideradas muy seriamente en el mundo académico; también fue uno de los primeros en señalar la ubicuidad de la “Terra preta” (tierra negra producto de la agricultura de hace siglos) en Brasil, una teoría que ya ha demostrado la existencia de una agricultura intensiva precolombina en muchas zonas del Matto Groso y el Amazonas -aunque en tiempos cronológicos mucho más recientes y menos legendarios que aquellos en los que se situaría la civilización de Hancock-.

Si nos abstraemos del exceso de entusiasmo de Hancock, la serie documental es muy útil para ver que hay muchas cosas de nuestro pasado que desconocemos. La posibilidad de una civilización perdida a escala global sigue siendo remota. En ninguna cata o excavación hemos hallado pruebas de agricultura anterior a unos diez mil años aproximadamente, y en todos los lugares excavados con presencia neanderthal o cromagnon no hemos encontrado un sólo resto de ningún humano extraordinariamente civilizado, ni objetos fuera de contexto, metálicos o relacionados con la escritura.

Pero ¿quién sabe lo que hay bajo el agua en las riberas inundadas de las costas de América y África? ¿En los dos millones de kilómetros cuadrados que el mar engulló en Indonesia? ¿En las riberas hoy desérticas de lo que fue el lago Mega-Chad, un mar de agua dulce de una superficie mayor a la de España y que existió hace miles de años en el Sahara? Al final, la virtud de Hancock es hacernos creer que en un mundo tan fastidioso como el nuestro quedan todavía grandes misterios y descubrimientos pendientes, y es muy posible que el tiempo le dé algo de razón.

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