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Áriston hydor

En su Olímpica más famosa, la primera, Píndaro arranca con esta frase inolvidable: «Lo mejor es el agua». La película española 42 segundos, dirigida por Àlex Murrull y Dani de la Orden, es, lejano eco pindárico, una buena película sobre el deporte, que también da un papel estelar al agua, en este caso a la de la piscina de waterpolo en las olimpiadas de Barcelona 92. Cumple con solvencia todos los requisitos del subgénero: las argumentales (perspectivas desastrosas para el equipo, entrenamientos extenuantes, voluntades a punto de quebrarse, superación, competitividad y victorias finales) y las cinematográficas (primeros planos de músculos y muecas de dolor, burbujas y espumas, cámaras lentas y escenas vertiginosas, y una banda sonara épica). Si sólo fuese por esto, merecería verse.

La película es un alegato de la cultura del esfuerzo. Del de verdad, esto es, del que duele

Pero hay más, empezando por lo que no hay. Como para las olimpiadas del 92 en Barcelona se forjó un equipo que dejaba de ser 100% catalán y que incluía también a jugadores de Madrid, la tentación de plantarnos ante un Madrid-Barça pasado por agua ha debido de ser grande. El primer gran mérito negativo de los directores, guionistas y productores es que lo eluden con elegancia, sin incurrir en los tópicos más de lo imprescindible y verosímil. Los idiomas españoles —catalán y castellano— conviven sin convertirse en un casus belli. El segundo mérito negativo es la política partidista, que tampoco hace acto de presencia. La selección nacional la sienten tanto unos como otros. El tercer mérito por oportuna incomparecencia es el de los mensajitos ideológicamente correctos o woke. Nada, ni uno.

A partir de ahí empezamos a sumar. La película es un alegato de la cultura del esfuerzo. Del de verdad, esto es, del que duele. El entrenador tiene trazas de sargento de hierro, hasta en su humor macabro, como el que se gasta con los diez chicles de melón. El mensaje va más allá del deporte incluso, y alcanza timbres culturales (contra la sociedad del confort) y morales. La cuestión tiene trascendencia: la unidad del equipo y, por tanto, la de la España que representan, se logra gracias al sacrificio por un proyecto unitario. No es el consenso («Aquí votamos, pero sólo yo, y ha salido por mayoría absoluta», dice el entrenador), sino la entrega lo que hace piña.

La película ha rescatado el mejor espíritu del 92 y, cumpliendo con la misión del arte, lo ha revivido

La piña arregla luego los problemas particulares de los propios deportistas. Tampoco aquí se ha exagerado, aunque el foco haga de lente de aumento. Habría ganado la película si se hubiese interesado más por otros jugadores. El mano a mano entre Manel Estiarte y Pedro García Aguado, siendo correcto, se queda corto. Nos quedamos con ganas de más.

No hay ningún patrioterismo, pero nuestra patria sale de refilón muy favorecida. La película ha rescatado el mejor espíritu del 92 y, cumpliendo con la misión del arte, lo ha revivido. Por las esquinas de la pantalla se cuela una alegría de vivir, una ilusión, una juventud —con sus graves carencias— que daba gusto.

Lo más español que existe (no es spoiler porque es historia del olimpismo español) es la derrota en la final, y la nobleza que conlleva, y el aplauso del público y de la sociedad entera que se reconoce en esa hidalguía de perder dejándoselo todo en el embate.

Desde el título, con la eternidad que otorga el arte, se reconoce un oro fugaz y merecido para siempre

No se han atrevido los entrenadores a la maravillosa elipsis de no contarnos lo que pasó cuatro años después en las Olimpiadas de Atlanta, como yo, quijotesco, les habría aconsejado. Siendo una película deportiva (ay, las exigencias del guion del subgénero), demandaba su broche de oro, que además se obtuvo. Es una pena, porque se enturbia un poco la metáfora más potente de la película: la del título. «42 segundos» es el único tiempo de toda aquella larguísima final en que España fue por delante en el marcador. De manera que, desde el título, con la eternidad que otorga el arte, se reconoce un oro fugaz y merecido para siempre.

La película desborda su propio subgénero. No se libra de la manía del cine nacional por las palabrotas y algún exceso, pero, en este caso, palabrotas y excesos tienen un valor estético: esconden muy bien las delicadezas y los equilibrios que hacen de esta trepidante historia un relato para recordar.

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