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Catalina de Aragón: Reina de Reinas

Corría el año 1485 cuando los Reyes Católicos se encontraban en el sur peninsular en plena guerra contra el reino nazarí de Granada. Dos campañas victoriosas habían sido conseguidas en ese momento: la de primavera, con la toma de Ronda y el Algarve malagueño, y la de otoño, que puso cerco y rindió la plaza de Cambil. Triunfales y ante la proximidad del invierno, los monarcas decidieron partir de nuevo al corazón de Castilla. Además, otro factor les motivó a abandonar Jaén el 6 de octubre: Isabel I sentía que su parto estaba cerca. Así, el 16 de diciembre de dicho año nacía en la ilustre ciudad de Alcalá de Henares la infanta Catalina, quien, en palabras del historiador Manuel Fernández Álvarez fue «uno de los personajes más destacados del siglo XVI». 

1485 fue un año trascendental para la Historia de España por diversos motivos. Cristóbal Colón había llegado al país procedente de Portugal y los Reyes habían conseguido dos de las más importantes victorias de la guerra de Granada. Isabel y Fernando se veían ya triunfadores de la contienda granadina y la Europa de la Cristiandad asistía al nacimiento de una nueva gran potencia: la España de la Unión Dinástica, de la hegemonía de Castilla y Aragón. 

La grandeza de los Reyes Católicos residió también en la comprensión de que una adecuada política matrimonial sería un medio que no solo serviría para forjar alianzas, sino una herramienta para los fines propios del Estado y para poder poner freno a sus enemigos. Si Fernando e Isabel potenciaron la diplomacia y el uso de embajadores, también supieron utilizar los enlaces de sus hijos para extender su influencia: Isabel de Aragón fue casada con Alfonso de Portugal y, al fallecer este, con Manuel I de Portugal; el malogrado Juan fue emparejado con Margarita de Austria, y Juana con Felipe el Hermoso, ambos hijos del emperador Maximiliano I; al morir su hermana, María se casaría con Manuel I de Portugal, y serían padres de la futura emperatriz Isabel de Portugal. Por su parte, Catalina iba a contraer nupcias con Arturo Tudor.

La serie nos ofrece los primeros gazapos históricos cuando se nos presenta a la Reina blandiendo el acero y con una armadura digna de Tirante el Blanco

Cuando Catalina contaba con tres años, según cuenta el historiador estadounidense Garret Mattingly, embajadores ingleses vinieron a pedir su mano para el Príncipe de Gales. Se acordó que cuando Catalina cumpliese quince años debería marchar para Inglaterra, comenzando su viaje el 21 de mayo de 1501. La ceremonia de su boda fue oficiada por el arzobispo de Canterbury en la Catedral Vieja de San Pablo el 14 de noviembre de ese año. Pero tan solo un año más tarde, el joven príncipe de Gales falleció y Enrique VII acordó con los Reyes Católicos desposar a la Princesa de España con Enrique, hermano de Arturo, duque de York y nuevo heredero al trono. Los enredos de la Corte hicieron que este matrimonio no se materializase hasta el 11 de junio de 1509, siete años después del acuerdo.

Este es el punto de la vida de la infanta Catalina desde el que parte The Spanish Princess, una producción anglosajona que vuelve a ofrecer una visión adulterada de la Historia de España. La serie, que también deja en un mal lugar a la que fue la mujer más importante de la Edad Moderna, Isabel I de Castilla, nos ofrece los primeros gazapos históricos cuando, ya en la primera media hora de metraje, se nos presenta a la Reina blandiendo el acero y con una armadura digna de Tirante el Blanco.

Lo más terrorífico de la serie es el menosprecio personal y cultural de una mujer que fue Reina, hija de Reina, hermana de Reinas y madre de Reina

Y, de nuevo, vuelve a aflorar el cliché romántico de lo español, de una manera tan «rigurosa» como la que el propio Víctor Hugo utilizó para componer la obra teatral romántica Hernani –aunque es evidente que el talento del literato francés se encuentra a años luz de la producción de Starz–. A lo largo de las dos temporadas, los vacíos temporales, las licencias históricas y la idea de Catalina como una «valquiria castellana» de sentimientos vivos y extremos, empaparán la tónica narrativa de esta teleproducción.

Sin embargo, lo más terrorífico de la serie es el menosprecio personal y cultural de una mujer que fue Reina, hija de Reina, hermana de Reinas y madre de Reina. En primer lugar, porque Isabel I había proyectado en sus hijos la fuerte educación humanística que ella también recibió, con mentores como Beatriz Galindo la Latina. 

Catalina fue, en palabras de José Pablo Alzina de Aguilar, «un ejemplo heroico de fidelidad a su vocación de mujer, de esposa, de madre y de estadista». La Reina de Inglaterra destacó por su potentísima cultura, que la llevó a convertirse en mecenas de humanistas y universidades, y por su domino del francés y del latín. Su fama le hizo ganarse los elogios de Erasmo de Rotterdam o de Luis Vives, y su firmeza y perseverancia atrajeron a su entorno a importantes figuras como Margarita Pole, condesa de Salisbury, San Juan Fisher o Santo Tomás Moro. Además, supo transmitir esa entereza, cultura, valores y devota piedad a su hija María.

La serie no hace justicia a una figura de una magnitud humana, cultural y devota inusitadas para su época

La infanta nacida en Alcalá de Henares destacó también por su amor y dedicación a los pobres, siendo una Reina querida por un pueblo inglés que, en enero de 1986, dejó una placa junto a su tumba en la catedral de Peterborough que manifestaba que Catalina era una «Reina amada por el pueblo inglés por su lealtad, piedad, valentía y compasión». 

La serie no hace justicia a una figura de una magnitud humana, cultural y devota inusitadas para su época. A una reina que destacó por mantener la entereza en un contexto hostil y convulso, que supo entregarse a través de su fe y caridad a las clases populares, y que supo atraer a su círculo a alguna de las mentes más preclaras de su época. Así pues, no debemos caer en las falacias de una ficción intencionadamente dañina. Tenemos el deber de conocer a la que fue considerada «Reina de las reinas de la tierra» y retratada como una santa por Michel Sittow.

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