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Cuando el trabajo no nos deja ver el bosque

Con frecuencia aquello que podríamos llamar cristianismo sociológico se define a sí mismo políticamente echando mano de dos almas. Se lo saben ustedes de carrerilla: «Yo soy liberal en lo económico y conservador en lo moral». Esta división podría comentarse en varios tratados monográficos, pero hoy acotaremos nuestro análisis a la cuestión económica por antonomasia. Y no, no hablamos de los impuestos bajos ni del tamaño del Estado, asuntos que tanto preocupan a los liberales, sino del trabajo.

Hablamos, además, de un aspecto central no sólo de la economía sino, como trataremos de defender, de la vida humana en su conjunto. De ahí que sea tan decisivo que los cristianos tomemos sobre el trabajo una posición coherente y bien fundamentada. Es mucho lo que nos jugamos. Porque con frecuencia criticamos algunas posturas de la izquierda por considerarlas nocivas para la familia, y lo son sin ningún atisbo de duda. Pero consideremos ahora, por ejemplo, los horarios laborales de algunas profesiones, incuestionables para muchos en su acérrima defensa del libre mercado. No hace falta pensar en mineros ni albañiles; los explotados de hoy son abogados, consultores e ingenieros de datos. Y esa obsesiva dedicación al trabajo que hemos normalizado, ¿acaso no erosiona también la convivencia esponsal y el trato con los hijos?

Muchos católicos hoy se han alineado, un poco sin darse cuenta y por simple oposición a su extremo, con la postura neoliberal, cuando cabe recordar que la Iglesia condenó mucho antes el liberalismo (con el Syllabus de Pío IX, en 1864) que el socialismo y el comunismo (con la Divini Redemptoris de Pío XI, en 1937).

Si hace veinte siglos Jesucristo tuvo que poner en su sitio el descanso ritual del shabat, hoy tal vez nos diría que el trabajo fue hecho para el hombre y no el hombre para el trabajo

Aunque el documento pontificio esencial a la hora de hablar del trabajo es, claro, la Rerum Novarum, publicada por León XIII en 1891, y en la que el papa sortea la eterna tensión entre trabajadores y patrones. Lo hace, en primer lugar, rechazando la solución socialista, encaminada a «atizar el odio contra los ricos» y a imponer la redistribución igualitaria de los recursos. Esta medida es tan «inadecuada» para León XIII que no sólo es «injusta», sino que «incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras». Pero también advierte el papa a los empresarios, a los que interpela a «establecer la medida del salario con justicia», porque «buscar la ganancia en la pobreza ajena no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas».

Pero decía que muchos cristianos se encuadran hoy ciegamente en el bando del empresario y tienden a sospechar del trabajador. Han aceptado así un estado de cosas que en el peor de los casos se hace incompatible con otras dimensiones clave de la persona. Si hace veinte siglos Jesucristo tuvo que poner en su sitio el descanso ritual del shabat recordando a los judíos de su época que «el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado», hoy tal vez nos diría que el trabajo fue hecho para el hombre y no el hombre para el trabajo.

Trabajo, sí, pero en su sitio

En este sentido, podríamos seguir parafraseando a Cristo cuando advertía acerca de que «no se puede servir a dos señores». Lo decía sobre el dinero, pero bien puede aplicarse al trabajo, ya que tantas veces ambas realidades van tan unidas. O bien despreciaremos al primero, al trabajo, y nos dedicaremos al segundo —a la vida de fe, a la familia, a los amigos, a la novia—, o bien obedeceremos al primero y no haremos caso del segundo. Y sí, hay espacio para el gris entre ambas posturas, pero no tanto como piensan algunos.

No nos quedemos enganchados en el raíl de una falsa autorrealización sustentada en la nómina y el puesto

Ojo, no se lea lo anterior como un desprecio por el trabajo en favor de otras actividades supuestamente más elevadas: el Génesis dice que el Creador colocó a Adán en el jardín del Edén «para que lo trabajara». Además, santos recientes en la historia de la Iglesia han recordado el valor del trabajo para el cristiano, así como la responsabilidad de hacerlo con perfección y hasta de convertirlo en ocasión de encuentro con Dios. Y, con todo, el paladín más reciente de la santificación del trabajo, San Josemaría Escrivá de Balaguer, aconsejaba «colocar los quehaceres profesionales en su sitio». El santo aragonés advertía sobre el peligro de la profesionalitis y apuntaba a que las actividades laborales «constituyen exclusivamente medios para llegar al fin» y «nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental».

Sí, hay que trabajar y hacerlo bien, como corresponde a un cristiano. Pero no nos quedemos enganchados en el raíl de una falsa autorrealización sustentada en la nómina y el puesto. De entrada porque, antes de que queramos darnos cuenta, lo que nos atrapará serán los mails a horas intempestivas, los plazos imposibles y el currar los fines de semana. Pero, sobre todo, para que el trabajo no nos haga perder de vista a aquellos por quienes trabajamos.

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