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El columneo

Ignacio Camacho, uno de los grandes del columnismo de análisis, ingresó hace unos meses en la Academia de Buenas Letras de Sevilla. Dedicó su discurso a su oficio. Partía de la constatación de un hecho: «El columnismo es hoy el principal valor añadido de la prensa escrita y el articulismo, literario o de análisis, constituye la materia prima que la sostiene vigente como factor de referencia ante el vertiginoso, heterogéneo y con frecuencia confuso universo de las nuevas narrativas digitales». 

Su entusiasmo contrasta con tanta crítica en las redes al columnismo actual. Contrasta… aparentemente. He vivido las críticas al haiku, al aforismo, a la poesía de línea clara y ahora al columnismo. Fueron el peaje del éxito de cada género, como un indicador automático e infalible. Y las críticas sirven para depurar vocaciones y estilos, como piedras de amolar. Mientras tanto, el argumento de Camacho es incontestable: «No es por casualidad ni capricho que los textos de opinión y análisis constituyan el núcleo primordial de los paquetes premium, de los contenidos accesibles sólo a través de suscripción; las compañías editoras saben que se trata de sus elementos medulares, distintivos; el tractor principal de lectores de pago frente a los contenidos publicados en abierto».

Nadie podrá sostener que el género no vive un momento dulce o que los columnistas son intercambiables o que la buena literatura brilla por su ausencia

Por supuesto, hay mejores columnistas que otros, además de que la inspiración va por días en un oficio que tiene, en el fondo, mucho de maratón, aunque el lector del periódico de cada día asista a un sprint. 

Para entender el género y disfrutarlo ayuda la recopilación, selección y corrección de columnas en un volumen. Hay resistencias en el sector editorial, pero el maestro del género César González-Ruano defendió la publicación magistralmente: «¿Resignarse a la pérdida absoluta de las crónicas publicadas en revistas y en diarios? El salvamento de estos hijos del amor diario y episódico es prácticamente casi imposible. A estas alturas de mi vida habré escrito ya cerca de dieciséis mil artículos. Sin embargo, da una cierta pena no volver a ver, ni que nadie vea si lo desea, siquiera una mínima antología de ellos. En general, los editores siguen con esta clase de libros un criterio cerril: no los quieren. ¿Y esto, por qué? ¿Es, bien pensado, aunque dicho así parezca fuerte, una cosa muy distinta a una colección de artículos casi toda la obra de «Azorín» y la de Ortega y Gasset?».

Dos editoriales sí se han atrevido. Coinciden en los escaparates dos recopilaciones de dos de los columnistas contemporáneos más brillantes. Salvador Sostres publica Todo irá bien (Ediciones More, 2022) y Hughes Dicho esto (Monóculo, 2022). Tras la lectura de ambos volúmenes, nadie podrá sostener que el género no vive un momento dulce o que los columnistas son intercambiables o que la buena literatura brilla por su ausencia.

Sostres, al que hasta ahora había leído a salto de mata de viralidad, no es un provocador, aunque provoque. Sobre la Guerra Civil y la izquierda que la convoca, dice: «Y oye, no pasa nada. Si no les bastó con la tunda que les dimos, que vengan a por más». Pero él se hace daño cuando escribe. Uno lo siente casi físicamente leyéndole, y eso le da una autenticidad que perdona muchos alardes.

A veces derrapa en las curvas, pero deja testimonio de la gran potencia de su prosa. Su biografismo no es adorno. Se excusa con el mismo argumento que yo he usado para defender la poesía autobiográfica, o sea, que a la fuerza me tiene que parecer medio bueno: «¿Mi vida? —pregunta Sostres, y se contesta:— Es la tuya, y si me lees despacio te verás reflejado en ella».

Sostres nos trabaja más por la persuasión de sus odas y Hughes gracias a la convicción de una mirada que taladra la realidad

Alcanza la nota más alta —altísima— con la prosa celebratoria de la vida, que logra una vibración contagiosa cual una arenga de San Crispín. Es un Pla sin paz, sin Ampurdán, urbanita multiplicado por tres o cuatro ciudades. Su personaje parece más el de rico que el de aristócrata, y eso hace gracia y despierta una extravagante ternura cuando intenta adornarse. Uno piensa que se exalta demasiado hasta que se da cuenta de que, leyéndole, termina uno exultando cada dos o tres páginas. Escojamos algunos fragmentos:

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[Retrato de nuestros contemporáneos] Queréis a reyes sin Dios, a Dios sin temor ni infierno. Queréis esperanza sin mérito, bondad sin sentimiento de culpa; y amor sin deber, paternidad sin renuncia, libertad sin responsabilidad y escribir sin meteros en problemas, siempre por el carril del medio.

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Mi calidad de vida es superar mi mediocridad.

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El Ejército es la ternura de la democracia.

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Contra los agujeros negros, la luz de Ratzinger. Su alusión al 68, tan criticada por la turba encegada, es absolutamente pertinente porque significó el principio de la destrucción moral de Occidente.

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¿Desde cuándo asumió la derecha el tonto cliché de que era ofensivo exaltar la belleza, la sensualidad, la vida? 

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Si España tuviera idea de la cantidad de urgencias y carencias personales en que el independentismo se basa, más que la Guardia Civil, mandaría autobuses de psiquiatras.

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Odiar es una impotencia. No reconocerse en los mejores es volver a perder.

Si Sostres es un Pla de los nervios, Hughes es un Azorín que le ha cogido el pulso al XXI. En su estupendo análisis del género, sostiene Ignacio Camacho que el buen articulismo dispone de «un instrumento principal de convicción, que es el razonamiento, y otro de persuasión, que es el estilo». Sostres nos trabaja más por la persuasión de sus odas y Hughes gracias a la convicción de una mirada que taladra la realidad. Aunque el resultado no es tan maniqueo: Sostres piensa con el corazón y Hughes siente con la cabeza.

Hughes gasta un cuidado máximo por el lenguaje y cuando ya no puede cuidarlo más, se inventa palabras nuevas: adultescente, liberalio, gayismo… También se le nota el poeta inédito que fue de joven: «Miré la M-30, los cielos amplísimos sobre el rumor, leve entonces, de los automóviles, y me embelesé». Bajo la capa de la autoironía, nos cuela el contrabando de la lírica cada dos por tres. Cuadra el círculo porque Hughes es objetista desde el subjetivismo. Así alcanza la cumbre de la fenomenología que es el artículo «Me va, me va» o el del Mercadona o «La dificultad de ser un pene moderno». 

Cuando Pérez-Reverte dijo en El Hormiguero: «El cristianismo ha muerto… y bien muerto está», Hughes escribió: «¡Pérez Revertzsche!»; y no hubo más que decir. Por eso no importa (qué digo «no importa», ¡se agradece!) el mucho espacio que la política ocupa en esta entrega. Lo salva (condenándolo) todo.  

Claro que la capacidad de observación brilla aún en los artículos de costumbres, como el flash de una fotografía. Aquí algunos:

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[Contra los pantalones cortos] Todo el esfuerzo homoerótico que esta sociedad está haciendo se arruina con la exhibición generalizada de la pantorrilla.

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[Mira a la gente tomando helado] La morosidad del veraneante es máxima y todo adquiere un instante de eternidad.

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Ya que no más trabajo, riqueza o democracia, la izquierda reciente ha conseguido avances muy serios en las aceras. Allí donde han podido gobernar las han ampliado eliminando calzada.

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El orbe se divide en dos mitades: donde los selfis se hacen en el baño o donde los selfis se hacen en la biblioteca. Por circunstancia que deploro yo estoy en ese segundo mundo en que el ego chapotea entre libros.

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El limpiabotas […] con algo de monosabio.

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El jamón es efímero (es el tempus fugit, el reloj de arena de las cocinas).

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La cesta de Navidad, ese otro belén civil de la concordia patrón-trabajador.

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La cerveza se convierte en «cervecear» y el cervecear se convierte en «cerveceo» y eso ya es otra cosa. ¡Qué idioma tenemos! Es un sufijo (el -eo) que le da a la palabra una actitud canallita y un poco vil bajo la gran influencia consonante del cachondeo. Nuestro hedonismo trasformará con «eo» todo lo que pueda.

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