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El gripaje político

«La participación-encuadramiento ha sido el ariete de los partidos totalitarios, grandes seductores de la nación con la idea de un movimiento superador de la representación burguesa y de la asociación obrera»

Decía Julien Freund que «el uso de la noción de democracia [, envuelta por todo tipo de equívocos,] oculta en nuestros días una cierta impostura». La mayor de todas es, tal vez, la ideología que hace de ella un régimen óptimo, un reino de la virtud. A un ingenio político como el de Freund, tan aristotélico, le parecía más exacto referirse al «régimen representativo» o «mesocrático». Coincidiendo con la generalización del democratismo, doctrina de la democracia como régimen moral (Dalmacio Negro), casi ha desaparecido, con muy pocas excepciones, la preocupación por la teoría de las formas de gobierno y, dentro de ella, por la hubris o decadencia (inexorable) de toda gobernación, también la de la gobernación democrática. Este es el contexto en el que los «enemigos de la democracia», «demócratas» de todos los partidos, pretenden una refundación de la democracia que consistiría en una depuración de sus impurezas políticas, elitistas, liberales, incluso conservadoras y reaccionarias, en otra época denominadas lacónicamente «procedimientos» o «formalismos». La guerra civil larvada entre los exaltados demócratas de los contenidos y los pragmáticos de las formas, reiterada bajo disfraces cambiantes desde hace al menos dos siglos (eadem sed aliter), nada tiene que ver con una concepción cíclica de la historia o la política. Para los amigos del país real, incapaces de soportar la irracionalidad ética de lo político y los defectos del gobierno bajo el imperio de la ley, las formas democráticas son puro formalismo: no les parecen ni participativas, ni transparentes, ni consensuales, ni auténticamente representativas.

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Hay en política dos actitudes insensatas, particularmente en los tiempos fuertes, las épocas críticas, caracterizadas por la intensidad y la discontinuidad: por un lado, la desesperación, propia de los espíritus viejunos, por el otro, la indignación, propia de gentes bisoñas. Según las circunstancias y el temple político de cada pueblo, predominan bien la astenia y el espíritu reconcentrado y misoneísta, bien la vigorexia y el activismo. Pero ni el desesperado ni el indignado saben que «si [miramos] el presente con atención, [nos] parece que todo ha sucedido ya antes». Así habla Fernando Pessoa, un realista político nato, tan dubitativo, curiosamente, en otros registros literarios. La única novedad de la actual crisis política es que se trata de nuestra crisis y no la de los libros de historia, de los que precisamente rebosa la fórmula «La Crisis Política Actual», acaso el más seguro de los trascendentales políticos, pues se repite como una constante histórica. Amenazada siempre la estabilidad de cualquier régimen político, nada hay más actual que la crisis política, desbordada hoy y transformada en una crisis de la conciencia de lo político.

El realista político, habituado a las regularidades de la política (Gianfranco Miglio), a su esencia (J. Freund), a su criterio (Carl Schmitt), a su residuo (Vilfredo Pareto) o a su ley de hierro (Robert Michels), tiene la imaginación del desastre. Sabe ponerse en lo peor, para conjurar los peligros que amenazan la república. Siempre ojo avizor, a guardia dei fatti, como el sociólogo Carlo Gambescia, sabe reconocer a los enemigos de un régimen político, incluso cuando estos se presentan como sus amigos: lobos con piel de corderos o, mejor todavía, según la fórmula del inefable Azorín, «lobos que simulan ser mastines». Ladran a la corrupción como mastines fieles y confunden al público, aunque su nuevo hábito no cambie su condición lobuna. Su discurso es prima facie diáfano y su retórica impecable, pues saben identificar al enemigo como nadie: la escandalosa corrupción de los principios democráticos. Una corrupción que clama al cielo. Aunque no resulta fácil adivinar cuáles podrían ser los principios políticos, en rigor, impolíticos, de una forma de gobierno transformada paulatinamente en régimen moral, en una suerte de gobernación de los santos, la opinión pública, instalada mayormente todavía en una mentalidad simplificadora, políticamente vulgar (derecha-izquierda, nacionalismo-centralismo, individualismo-colectivismo, identidad-cosmopolitismo, etc.) resulta particularmente receptiva al relato interesado de una democracia oligárquica, opaca, dictatorial y antipopular, objeto de una acerva crítica. Frente a ese pliego de cargos contra la caduca partidocracia, la de las «democracias de Potsdam», irrumpe la presunta «democracia de la gente», que parece marcada nuevamente, como en los años treinta del siglo XX, con el epos del destino.

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La democracia virtuosa de la gente es hoy el temible enemigo de la democracia prosaica realmente existente y, con más razón, de la democracia posible, una democracia triste, como el liberalismo árquico que aún la sustenta en Europa. Pero la democracia de la gente no es la «democracia orgánica» de Jacques Maritain, ni siquiera la «democracia orgánica unánime» de Salvador de Madariaga. Tampoco la de Fernando de los Ríos. Se trata, más bien, de una democracia ideal o de una democracia radical (la de Ernesto Laclau), cuyos remedios contra la raíz del mal: más participación, más transparencia, más consenso y más representación, constituyen en realidad una dosis de populismo antipolítico y letal, tanto para las libertades como para la supervivencia de la comunidad política, algo más importante, desde luego, que todas las constituciones avanzadas y todos los programas de regeneración política juntos.

La democracia contemporánea o, siquiera, el régimen que se parece a la democracia de la historiografía liberal o al demoliberalismo de la historiografía antiliberal, constituye un mecanismo congestionado y agarrotado por la partidocracia, pero también debilitado por una falta de autenticidad política que las aboca a un cínico neutralismo ―generador de mala conciencia en las elites― e incluso al indiferentismo con respecto a la suerte de los pueblos que constituyen su materia y a la que imperiosamente deben prestar forma o configurar. Esa «mala conciencia» es la piedra Roseta que en España explica, por ejemplo, la Transición-transacción, nuestro europeísmo patológico y acomplejado o la suicida Agenda 2030, refugium peccatorum de una sórdida clase política, «procedente de la nada cultural» (Peter Sieferle).

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La expresión «participación democrática» les parece una redundancia semántica a los teóricos de la democracia de la gente. La raíz de la democracia estaría en la participación, forzosa si fuera necesario. En la escuela del maestro Rousseau se obliga a la gente a ser libre. Es la primera lección. Promete la doctrina de la participación radical su ampliación, hasta ahora restringida a unas pocas esferas, bien obligatorias: capitación fiscal, sufragio activo obligatorio, jurado popular, afiliación obligatoria a ciertos sistemas de protección social (seguridad social), bien voluntarias: sufragio pasivo, función pública. Quien no desprecia la experiencia política general advierte, sin embargo, la filiación totalitaria de una participación radical, compulsiva y plenaria. La participación total supone una politización general de la existencia humana y el encuadramiento político de las distintas generaciones. La participación-encuadramiento ha sido el ariete de los partidos totalitarios, grandes seductores de la nación con la idea de un movimiento superador de la representación burguesa y de la asociación obrera. Pretenden que la participación sea la alternativa a una democracia meramente estadística o electoral (democracia inorgánica) y a una democracia social pluralista (democracia orgánica). En realidad, la participación no es otra cosa que la expresión de una sana reticencia ciudadana a la concentración del poder en una sola mano. Participación radical no, más bien «poder compartido» (Chantal Delsol). La participación populista es como el canto de las sirenas. Su puerto de arribada es la autoorganización de la sociedad en Estado. Carl Schmitt lo llamaría Estado total cuantitativo (totaler Staat im «quantitativen» Sinne), escenario distópico no tan alejado del maternal Estado de bienestar.

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La transparencia es otra panacea de la botica populista. Una buena dosis de transparencia, glásnot se llamó en los años noventa, conmovió la dictadura marxista-leninista en Rusia. Se espera de ella que más fácilmente pueda fundir la banquisa que opaca los procedimientos políticos de las democracias formales. Florecen hoy las Agencias de Transparencia: regionales, nacionales, europeas e interplanetarias, como en otros momentos las Altas Comisiones Dilatorias… Casi nadie es inmune a sus presuntas propiedades tonificantes de la vida pública, pues la reivindican tanto los partidos de gobierno como los de oposición, pero fácilmente se pueden exceder las cantidades saludables de esa medicina. En realidad, el drama de la transparencia se ha representado ya muchas veces en el teatro político. En otras épocas se ha vejado a los arcanos de príncipes y las máximas secretas anejas, pero sobre todo a los escritores políticos iniciados en esa sabiduría esotérica. Después se ha acusado a la razón de Estado y al maquiavelismo, o a la doctrina secreta de los golpes de Estado, estupefaciente fulminante como el rayo con el que trafica el bibliotecario Gabriel Naudé. Al oscurantismo, es decir, a la falta de transparencia o a las negociaciones secretas, se achacan todos los males de la república, empezando por la guerra. Pero la transparencia exacerbada genera fácilmente lo contrario de lo que promete: la ocultación de lo verdaderamente acuciante, aquello políticamente esencial, particularmente la cuestión demográfica (presupuesto prepolítico de lo político, según Hannah Arendt), desplazado de la agenda por el interés que suscita entre el público, ávido cada día de novedades, las declaraciones patrimoniales de los cargos públicos y sus sueldos y prebendas. Fatalmente, la transparencia total tiene virtudes cegadoras. Las democracias, rectamente entendidas, no necesitan de esa transparencia, sino más bien de la publicidad de los procesos políticos, administrativos y judiciales. No taxation without representation, Iter legis, Mandato nacional, Habeas corpus, Due process of law, etc.

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Del compromiso dice Georg Simmel que es uno de los grandes logros de la humanidad. Así es, pues revierte los efectos del conflicto y seguramente, sin que sepamos cómo, desvía su energía para fundar la sociedad. Pero el consenso es otra cosa. La traición de las elites y la insumisión de la ciudadanía hace extremadamente difícil, si no imposible, el gobierno. Es la herencia del «espíritu inmundo» del 68 (Aquilino Duque). Carl Schmitt conocía bien la sabiduría política decisionista de Donoso Cortés: una decisión es la cosa más importante del mundo. Enfrentado al gripaje del sistema constitucional de Weimar y develador de las posibilidades del artículo 48 de aquella constitución, Schmitt sabe también que tomar una decisión es aún más difícil. No todos saben cortar nudos gordianos. La teoría del consenso, que llega al absurdo de legitimar en abstracto la liquidación de la constitución (en el sentido schmittiano de una constitución positiva o decisión política configuradora) o el desmembramiento territorial de una nación, parece más bien el velo que cubre púdicamente el antidecisionismo político. De ese compromiso impotente –consensualismo― anda sobrada la democracia contemporánea, más bien necesitada de lo contrario: de una dosis de resolución.

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La lucha por la representación es una constante política en la medida en que su presupuesto es la lucha por el poder. Se ha combatido por una dinastía que se juzga legítima, lo mismo que se lucha a muerte, mucho después, por la instauración de un régimen republicano, para muchos el único legítimo. Para justificar su vindicación, el liberalismo de las revoluciones del siglo XIX se presenta a sí mismo como representativo, en contra de la presunta falta de representatividad de la monarquía, para más inri denominada «absoluta» por los mismos liberales del anticlericalismo y las brutales desamortizaciones. Este reduccionismo no ha sido desactivado del todo. Si se hiciera, sería obligada la atribución a todo poder en ejercicio de una cierta dosis de representatividad, suficiente al menos para subsistir. Decía Ortega y Gasset que todo poder humano, de un modo u otro, reina bajo manto de la opinión pública. Así que todo poder es representativo hasta que deja de serlo (Francisco Javier Conde). La alternativa es otro principio representativo u otra forma sucesiva de representación, no una democracia hiperrepresentativa. La hipóstasis de la representación total es un gobierno de convención, régimen sumamente inestable abocado al cesarismo en cualquiera de sus formas.

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El atoramiento de las democracias realmente existentes, pluralistas y partidocráticas, no es fácil de superar. Perseverar en su neutralismo político solo puede ser una solución provisional y dilatoria, demasiado gravosa si lo único que se pretende es ganar tiempo, huyendo de la realidad. Los enemigos del régimen representativo en el sentido de Julien Freund tienen un programa para reformarlo. Su medicina es la política experimental de la revolución legal y la constitución-como-golpe-de-Estado. Transformadas las constituciones, «cartas otorgadas» desde el punto de vista de los trascendentales políticos, en el sucedáneo de los golpes de Estado en manos de los amigos de las democracias reales, nadie piensa ya en acciones espectaculares –asonadas, intentonas, pronunciamientos–, pues estas únicamente operan como perturbadoras del desorden (Jesús Fueyo). Es esta una «democracia-fin», régimen moral enfermo de perfeccionismo, cuyo programa político: una participación integral, un consenso más amplio, una transparencia transparente y una hiperrepresentación perfecta, no es el remedio, sino el camino seguro hacia su colapso, hacia el gripaje de la «democracia-medio», régimen político.

Doctor en Derecho (Complutense) y Filosofía (Coímbra) y profesor de Política Social (Murcia). Autor de varios libros en torno al realismo político y autores como Carl Schmitt, Julien Freund, Gaston Bouthoul y Raymond Aron.

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