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El lastre adoctrinador de Machos alfa

Sorprende un tanto el entusiasmo con que ha sido recibida, por crítica y público, Machos alfa, la nueva serie de Netflix creada por los hermanos Caballero (autores también de La que se avecina). Y sorprende no tanto porque guste, pues hay motivos para ello, como por la escasez de espíritu crítico que tales entusiasmos revelan. Y es que, aunque el programa despliega ocasionalmente la innegable habilidad para el humor de sus creadores, y los personajes de los cuatro protagonistas y sus parejas llegan a resultar entrañables, su explícita vocación didáctica, y su decidida toma de parte ‘feminista’, se convierte en un lastre insalvable que impide que la obra vuele alto.

Los propios creadores reconocieron implícitamente esa vocación ‘educativa’ al presentar su trabajo, cuando afirmaron que una serie puede ser más eficaz que una campaña del Ministerio de Igualdad. Ésta, de hecho, podría perfectamente estar financiada por el departamento de Irene Montero y no nos extrañaría. Hasta aparece el vídeo de El Fary sobre los hombres blandengues usado por Igualdad en una de sus campañas concienciadoras.

Por descontado, la serie adolece de todas las ambigüedades e inconsistencias en torno a términos populares, pero difusos, como machirulos, patriarcado, sexismo, etc. Pero si en el discurso ordinario nadie parece querer precisar de forma sensata tales conceptos, menos aún podemos exigírselo a una serie cómica. Valga como ejemplo que comportamientos que en una mujer se considerarían simplemente golfos, o desconsiderados, como la infidelidad hacia la pareja, pasan a ser expresión de machismo, o de machirulismo, si el protagonista es un varón.

Supongo que el público que ha celebrado con entusiasmo la serie, convirtiéndola en la más vista de la plataforma, comparte plenamente el ideario explícito e implícito que la anima, pero hay que reconocer que su capacidad de influir en los demás es francamente limitada. Y no tanto porque se quede corta en su militancia moderna y progresista, como parece sugerir una crítica de Sergio del Molino, sino justo por todo lo contrario. 

 Machos alfa tiene buenos momentos de humor basados en el juego de los personajes, y algunos golpes cómicos brillantes —especialmente memorable el del consolador anal que se revuelve contra su dueña— pero abundan también los momentos que generan un más que razonable rechazo, y hasta vergüenza ajena, por la insistencia en discursos que interesarán o resultarán graciosos únicamente a los cómplices, a los ya convencidos.

La vocación educativa/adoctrinadora es explícita y lastra inevitablemente la serie, sobre todo si pensamos que los capítulos son de apenas treinta minutos. Santi Millán comparece, desde los primeros compases, como el profesor de un curso sobre deconstrucción de la masculinidad, y sobre masculinidades tóxicas, que reaparece periódicamente en la serie. Y en cada ocasión lanza a los espectadores mensajes idénticos a los que cualquiera podría escuchar en cursos de verdad, sin ningún atisbo irónico por su parte. Es la reacción de los cuatro amigos la que propicia cierto humor en torno a los sermones del profesor, pero sus parlamentos son inmaculadamente ortodoxos. 

Además, nos encontramos con una transparente apología de las relaciones abiertas — no se han atrevido con el poliamor—, amén de abundantes reflexiones sobre el descoloque de los varones como consecuencia de la supuesta pérdida de sus privilegios patriarcales. Un argumentario muy simplista, pero extraordinariamente extendido, que es asumido con entusiasmo, y de forma completamente acrítica, por la mayor parte de los periodistas que han realizado comentarios sobre la serie. 

Como era de esperar, nos encontramos personajes masculinos bastante patéticos, aunque una de las virtudes innegables de Machos alfa es que resultan muy entrañables, gracias al buen trabajo de sus actores y a que los guionistas se han esforzado en darles aire y encarnadura humana. Enfrente, unos personajes femeninos activos, decididos, comprensivos, constructivos…. como exigen los nuevos dogmas. Un completo dechado de virtudes que sólo encuentra un contrapunto más realista en los personajes secundarios de las citas de Tinder.

El sexo como gran objetivo vital es uno de los ejes de la historia, tanto en su parte seria como en la humorística. Una visión que el filósofo Diego Fusaro resumiría como la vida entendida como la acumulación de experiencias de placer, de plusgoce, equivalente a la acumulación de objetos y mercancías. En la serie, la hija de Santi, Alex, le anima a tener sexo con diez mujeres para borrar el recuerdo de la mujer de la que se acaba de separar, aunque la estrategia no dará el resultado previsto. Alex es también un buen ejemplo de esa visión juvenalista tan extendida, que presenta a los hijos adolescentes como maestros de sus padres. 

A mayor abundamiento de su vocación didáctica, la serie incorpora también discursos ‘serios’ sobre las relaciones de pareja, a cargo de personajes como la psicóloga. El resultado tiene mucho de muestrario de convicciones progres de éxito que una parte de nuestra sociedad asume con notable naturalidad.

La vocación adoctrinadora queda en evidencia también en su resolución final (que no revelaremos). Hay un momento en el que las propias necesidades cómicas del relato propician lo que podría haber sido una mirada (auto) crítica de los discursos feministas, pero esa opción es finalmente abortada de un modo bastante decepcionante. Por el camino, sin embargo, la serie deja constancia del hartazgo que producen (también entre los adeptos a la causa) las constantes apelaciones al lenguaje sexista, o al patriarcado, en las conversaciones informales; se ironiza (con cuidadín y de pasada) sobre el negocio que resultan ser los talleres de deconstrucción; queda en evidencia que las mujeres tienen visiones muy diversas sobre las masculinidades que les atraen, y que no encajan siempre necesariamente en la ortodoxia del discurso feminista; y se pone de relieve que las fantasías eróticas a menudo están muy sobrevaloradas, y cuando se llevan a la práctica tienden a resultar decepcionantes. 

Aparecen también algunas realidades incómodas, aunque el tratamiento humorístico rebaja su potencial crítico. Es el caso, por ejemplo, de la noche que pasa en el calabozo uno de los protagonistas por una denuncia explícitamente infundada de su mujer. O la brutal campaña de cancelación (con pérdida de seguidores y de patrocinadores) que sufre el personaje de Daniela, la influencer, a causa de la conversión de su pareja Pedro en líder de opinión de la reacción masculinista. 

Otras realidades de nuestro tiempo, como el abuso de poder mediático, que convoca a personajes polémicos con la explícita intención de ponerlos en evidencia en pantalla, a modo de acto justiciero, son también visibles para quien pueda ir más allá de la complicidad. 

Pero hay que insistir en que la militancia de los creadores está clara y no han querido dejar demasiadas puertas abiertas a la más mínima ambigüedad. A la postre, hay que insistir en ello, Machos alfa podría ser perfectamente una campaña del Ministerio de Igualdad, salvo por la inteligencia de elegir a narradores competentes.

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