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El miedo a la persecución de la JMJ

Al fallecer Benedicto XVI algunos comentábamos con cariño aquella JMJ en Madrid, la última de su pontificado. En especial, la vigilia de oración en la que, tras un día realmente caluroso, se desató una tormenta de verano con un viento fortísimo. Se movían con violencia las telas del escenario, las vestimentas del Pontífice, los paraguas con los que trataban de protegerlo de la lluvia. A nadie le hubiera sorprendido que Benedicto, ya mayor, hubiera ido a resguardarse mejor, pero esperó allí, visiblemente contento, mientras los dos millones de jóvenes reunidos en Cuatro Vientos saltábamos alegres a la voz de «esta es la juventud del Papa». Han pasado ya unos cuantos años y queda todavía muy nítida la memoria de la sonrisa y la mirada, tan paternales, de Benedicto mientras nos decía que habíamos vivido una aventura juntos. Algunos todavía volvemos al recuerdo del silencio absoluto, la calma, el recogimiento, de toda esa gente arrodillada al elevarse la custodia. Todavía recordamos, como los consejos de aquellos que nos quieren, las palabras del Santo Padre: «¡Vuestra fuerza es mayor que la lluvia! Con Cristo podéis afrontar todas las pruebas de la vida. ¡No lo olvidéis!». 

Esa ha sido la única JMJ en la que he estado, pero me es suficiente para afirmar que son unas jornadas loables. Dan testimonio al mundo, avivan la fe de quienes asisten y la esperanza al ver que también otros viven para Cristo, sirven para acompañar y apoyar al Papa. Además, son evidentes los frutos de la gracia de esos días: de allí han nacido muchas vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada, al compromiso de formar una familia cristiana. Por eso, cuando hace unos meses empezó a correr la noticia de que la JMJ de Lisboa daba eco a la agenda 2030, lo primero que pensé es que era falsa. Pero fui a su página web y allí estaba: «Hacer de la sostenibilidad un objetivo central en la realización de la JMJ Lisboa 2023» y, más abajo, «tendremos como fuentes de inspiración y principales indicadores los siguientes objetivos» seguido del logo con los diecisiete objetivos de la agenda 2030.

Que la frase de «No tendrás nada y serás feliz» saliera del FMI, una organización financiera, debería bastar para que miráramos con recelo una lista de metas abstractas que parecen redactadas por niños de quinto de primaria, en las que en apariencia se persiguen propósitos altruistas y solidarios. 

Llevamos unos años inmersos en esta hoja de ruta (que ya viene trazándose desde la cumbre de El Cairo, por lo menos) y los grandes medios de comunicación no dejan de vendernos las bondades del ‘no tener’: no tener hijos, no tener coche, no tener familia, no tener ahorros, no tener género. Todo en fraternidad, con una sonrisa, por bien del planeta, claro.

Imagino que las quejas que llegaron a los organizadores de la JMJ de Lisboa fueron unas cuantas, porque hace un par de semanas quitaron de la web oficial los logos y ahora explican que se adhieren a la Agenda 2030 siguiendo las orientaciones de la Santa Sede, enlazando una nota breve firmada en 2016 por Mons. Bernardito Auza, entonces Nuncio Apostólico y Observador Permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas. Insisten, no obstante, en «hacer de la sostenibilidad un objetivo central» y proponen algunas acciones para hacerlo realidad como, por ejemplo: «la promoción de celebraciones litúrgicas basadas en la creación, el desarrollo de catequesis ecológicas […]», «la adopción de hábitos alimentarios sostenibles (optar por una dieta más vegetal y reducir el consumo de carne), un mayor uso del transporte público […]» o «la desinversión de combustibles fósiles». Otra propuesta: plantar árboles para alertar sobre «la importancia de la biodiversidad y el cambio climático para sensibilizar sobre sus efectos». No está mal como idea, pero se queda uno perplejo al saber que la iniciativa se lleva a cabo de la mano de Global Tree Initiative (GTI), una asociación que, como explican en su web, se inspira en el Dalai Lama y Desmond Tutu y eleva a Greta Thunberg como «el ejemplo actual de una nueva generación que toma una posición frente al cambio climático».

Si bien es cierto que se pueden disfrazar muchos de los objetivos de la agenda 2030 con enseñanzas cristianas —el culto al planeta por respeto a la creación, el no tener por austeridad, hambre cero por la obra de misericordia, etc.—, es difícil comprender por qué los obispos portugueses no se desmarcan claramente de un programa que promueve de forma abierta el aborto, al son de «proteger a mujeres y niñas». ¿No basta este hecho para evitar adherirse, poco o mucho, a la agenda 2030? ¿No es suficiente la doctrina cristina como para andar amoldándose a quienes la atacan? ¿Cuál es la necesidad de procurar quedar bien a los ojos del mundo, como si las palabras de Jesús en Juan 15:19-21 hubieran perdido vigencia? Pienso en el joven ajeno a la fe que quiera asistir a la JMJ sediento de verdad y se dé de frente con lo mismo que le vende la sociedad. Pienso en todos los que formamos parte de la Iglesia y nos preguntamos confusos por qué hay que bailarle las gracias al enemigo, por qué no se usa un lenguaje categórico para defender la verdad y la virtud.  

Quedan todavía unos meses para la JMJ de Lisboa; queda, por lo tanto, la posibilidad de que rectifiquen los organizadores y digan alto y claro que no tienen nada que ver con las intenciones perversas que hay detrás de la Agenda 2030.

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