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Elogio del duelo

George Steiner ha insistido en que Occidente no ha salido indemne de la enseñanza moral de Sócrates y Jesús. Que sea preferible morir a cometer una injusticia o que quepa presentar la otra mejilla a quien te abofetea siguen ejerciendo sobre nuestra conciencia una fascinación entreverada de resentimiento. Todos los esfuerzos de la ética por delimitar el alcance de estas máximas, sin por ello desmentirlas, acaban chocando con la paradoja de que su aplicación estricta humanizaría las relaciones sociales hasta el punto de hacerlas impracticables. En su literalidad, sin glosas ni quaestiones, resultarían tan santas como injustas. No solamente exigen abstenerse de devolver mal por mal, sino que incluso requieren avanzarse al mal devolviéndole el bien. 

La venganza es mucho más que un plato que se sirve frío. Quién sabe si por casualidad en español la palabra ‘duelo’ encierra un inquietante caso de homonimia

Es preciso un testimonio de vida ejemplar para recordarle al prójimo que dé también su capa a quien le pide la túnica o que acompañe dos millas a quien le exige caminar una (Mt 5,39-42). Cuando se blanden ante los demás los grandes principios que debieran obligarles, se les suele exigir que nos permitan tener la fiesta en paz. A resguardo, disfrutamos de la superioridad moral de no estar implicados en las ofensas.

Pero el deseo de vengar las afrentas no desaparece. Y la venganza es mucho más que un plato que se sirve frío. Quién sabe si por casualidad en español la palabra duelo encierra un inquietante caso de homonimia. Significa tanto el desafío que, por ejemplo, un caballero medieval lanzaba sobre otro para lavar un insulto, como transmite la idea de la aflicción por una pérdida o una ruptura. En ambos casos, representa un combate para recobrar la identidad golpeada. 

El siglo XIX aprendió que la razón práctica se dirime en los tribunales y se medicaliza en los psiquiátricos

Como signo de distinción y civilización, antes de responder en caliente a una agresión, el primero prefería fijar un tiempo y un espacio, según unas normas, para ajustar cuentas entre dos contendientes. Se ritualizaba el enfrentamiento. La ley del Talión sufría así una atenuación. Se dejaba abierto el paso de la reconciliación, por más que, en el mundo conflictivo de la Caída, nadie estuviese exento de culpa. ¿Cómo no recordar a la inquieta Ginebra cabalgar a pelo tras su victorioso campeón Lanzarote del Lago al son del preludio de Tristán e Isolda en la recreación artúrica de la película Excalibur? Atraviesa todo duelo, cualquiera que sea, un dolor que conduce de la negación a la aceptación de lo que falta. Mediante él luchamos contra el vacío de nuestro interior. El orden alterado por una acción imprevista debe restaurarse bajo la amenaza de la disolución personal y social.

Entre uno y otro duelo está en juego la integridad del individuo. Por razones tanto humanitaristas como pragmáticas, escéptico y hasta un punto cínico, el siglo XIX aprendió que la razón práctica se dirime en los tribunales y se medicaliza en los psiquiátricos. No queda ya espacio para el campo del honor. Con su buen sentido, el burgués apura la vida sabiendo que la honra quizás sea solo una cuestión fisiológica y crematística. 

Pongamos tres ejemplos de aquel siglo tan liberal. Clarín narra en La Regenta cómo el marido don Víctor Quintanar, experto cazador, cumple por compromiso con la obligación del duelo sólo para morir del disparo errático de Álvaro Mesía. Las luminosas justas de la corte de Camelot se habrían convertido en sórdidas historias de adulterio consumadas en boudoirs. En El Desesperado, de Léon Bloy, el protagonista Caín Marchenoir, incendiario polemista, se niega a defender la legitimidad del duelo ante sus estupefactos comensales. Él confiesa que se habría limitado a utilizar un palo o a tumbar a su adversario con un par de bofetadas. No existen ya héroes; sólo peleles. Más de medio siglo después, ambientada entre los pecios nacionales del derrumbado Imperio austrohúngaro, Un armiño en Chernopol de Gregor von Rezzori también relata el ingreso en un manicomio del representante de un viejo código de valores extinguido, el admirable y patético mayor Tildy, justo después de haber desafiado a su general en defensa del honor de su cuñada prostituta. 

De un duelo a otro, la ironía es un refugio y la piedad, su justicia.

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