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Embajada en el purgatorio

Tras el anuncio, el tráiler y los artículos de «Vencer o morir», dos sentimientos encontrados —vencer y morir—: las irresistibles ganas de verla, y la amarga pregunta de por qué España no ha hecho cine con su vibrante historia. Nuestra gran guerra de resistencia a la revolución es, en cierta medida, la guerra de Independencia. Fue heroica, romántica y, para colmo, victoriosa; y qué pocas películas ha inspirado. ¡Si tenemos escrito hasta el guión! La primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós daría para una serie fascinante.

No han durado mucho mis lamentaciones, sin embargo. El 80 aniversario de la batalla de Krasny Bor me ha llevado a ver de nuevo una gran película del cine español, basada también en un libro que es, en su espíritu y estilo, una continuación de los Episodios Nacionales. La película es Embajadores en el Infierno (José María Forqué, 1956). El libro, Embajador en el infierno. Memorias del capitán Palacios, lo escribió Torcuato Luca de Tena.

La película relata los once años de sufrimiento en los campos de concentración soviéticos de un grupo de soldados españoles liderados por el capitán Ricardo Adrados, trasunto de la historia y el nombre del capitán Palacios. El libro recibió el premio nacional de literatura y fue un enorme éxito de ventas, y la película se hizo muy famosa, pero nos equivocaríamos si pensamos que se debió al fervor patriótico de los años 50. Bien merecen nuestra atención.

De hecho, en su momento generaron una polémica política, que extrañará a los que creen que en la España de Franco no había debate público. La película muestra en todo su esplendor, en las circunstancias más duras, los valores militares y las virtudes católicas, siendo un homenaje continuo a la hidalguía española y a las demandas cumplidas del honor. Sin embargo, para muchos obviaba la condición falangista de la unidad militar. Aunque en los uniformes se ven insignias con el yugo y las flechas, la acusación es verdadera en cuanto que no se destaca el falangismo. Sin embargo, creo que es un gran acierto de la película. Su apuesta por lo inmutable (el honor, la patria, Dios, el compañerismo, el sacrificio) sobre las etiquetas coyunturales hace que el tiempo no haya afectado a la cinta más que en algunos aspectos técnicos.

La dedicatoria del libro por el capitán Teodoro Palacios va en la misma línea: «A todos cuantos lucharon en el frente del Este en defensa de una civilización que no se resigna a perecer. Allí se jugó y perdió la primera carta. A mis padres, de quien tanto aprendí. A todos los padres que supieron inculcar en sus hijos los altos principios que marcan la diferencia entre la civilización y la barbarie. A mis hijos José Antonio, Fernando, Teodoro, Mary Paz, Patricia y María Cristina». Si la dedicatoria se lee tras ver la película, emociona hasta el temblor.

Embajadores en el infierno se puede ver, por tanto, como una película histórica y como una de valores. También permite dos perspectivas más. La tercera es incluirla en su género, el de las películas de campo de concentración. Aporta un sesgo propio, netamente hispánico. El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957) describe una ética militar ejemplar, pero como de los campos de deporte de Eton. La gran evasión (John Sturges, 1963) es divertidísima y motorizada, con un aire más hippie y yanqui que está muy logrado. Evasión o victoria (John Huston, 1981) tiene un pie en el cine espectáculo. La vida es bella (Roberto Beningni, 1997) pone el humor más alto al servicio de la más honda dignidad humana. Las cuatro me gustan muchísimo, pero creo que la película de Forqué aporta un enfoque nítidamente español —el honor, la metafísica, la fe, la capacidad de sufrimiento— que ninguna de las otras ha logrado. Es una pieza única de un puzle excelente. Cumple lo que sugiere el título: describe un infierno, pero ellos no pertenecen a él. Están de paso, como en un purgatorio, y salen purificados.

Por último, creo que es una película que admite una visión muy contemporánea dentro del nuevo interés por los procesos de liderazgo. Lo del capitán Adrados es más que una lección: un curso de mando y preocupación por la tropa. En tiempos en que se impone una banalización del liderazgo, la película también encara la difícil responsabilidad del jefe y su imprescindible temple moral. Casi todo lo hace con un imperturbable ejemplo callado pero, cuando toca, despliega una retórica de quilates. Hay un discurso exento de falsa humildad en que Adrados dice a sus carceleros que los españoles no están sino haciendo gala de «el heroísmo que quisierais que tuviesen los vuestros». Si ustedes quieren ver la película también desde esta óptica, no dejen de notar cómo el buen líder saca lo mejor de los suyos y los salva de lo peor.

La emoción de las escenas finales es intensa y viril. Rara mezcla que quizá en el puzle de las emociones cinematográficas también sería una pieza única y valiosa. A mí Embajadores en el Infierno me ha interesado por sus cuatro puntos cardinales: historia de España, valores eternos, género cinematográfico y teoría del liderazgo. Creo que con que interese uno de estos temas, la película ya merece verse.

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