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La magia de la monarquía constitucional

Durante los últimos siglos hemos sido testigos de una búsqueda febril por la igualdad, a la que hemos dedicado hasta un ministerio

Durante los últimos siglos hemos sido testigos de una búsqueda febril por la igualdad, a la que hemos dedicado hasta un ministerio. Por esta razón, es complicado intentar exponer a los jóvenes la gran utilidad de una institución que se funda sobre la desigualdad de una familia sobre el resto y explicar que se puede llegar a ser jefe de Estado por nacimiento. Pero lo más importante es resaltar la importante función de una monarquía constitucional en una sociedad libre.

Sorprenderá a muchos saber que, como señalaba Ángel Rivero en su introducción a la obra de Constant, de las veinte democracias más avanzadas del mundo (según el Democracy Index 2021 de The Economist), la mitad son monarquías constitucionales. De las seis democracias más avanzadas del mundo, cuatro lo son, es decir, la mayoría. ¿Cómo puede ser que un régimen basado en la igualdad de los ciudadanos (democracia), combine bien con una institución ejercida por una sola familia? ¿No es sorprendente ver que la mayoría de los mejores países para vivir del mundo mantengan una monarquía constitucional?

Esto puede ser una novedad para los jóvenes, pero en la tradición liberal, esto sorprende a pocos. Al fin y al cabo, si uno cree que el poder es algo malo o, como mínimo, algo de lo que hay que cuidarse, hay que dividirlo. No hemos dado con mejor solución hasta ahora. Da igual que sea una democracia, una aristocracia o una monarquía absoluta: el poder centralizado es el fin de las libertades y el tobogán al despotismo. Esto no puede ser de más actualidad, ya que por todo el mundo los parlamentos se consideran amos y señores del cosmos, simplemente por el hecho de haber ganado unas elecciones.

Por lo tanto, una perspectiva elemental es entender que, a la separación del ejecutivo, el legislativo y el judicial, podemos añadir la monarquía como un cuarto poder. Constant hablaba de una monarquía como un poder neutral, no un poder pasivo (que es una contradicción de términos). Es neutral porque no pertenece a ningún partido político y no tiene una agenda, más allá que velar por la libertad de sus ciudadanos y el largo plazo de su institución. La crisis en Cataluña en 2017 nos sirve como ejemplo, ya que se pudo ver cómo Felipe VI dio un paso adelante apareciendo en televisión y defendiendo el orden público. Simultáneamente, los partidos políticos miraban hacia otro lado, unos por interés partidista en la destrucción de nuestra convivencia y otros por miedo. Contrasten esta imagen con la de las continuas peleas bochornosas de los presidentes de Estados Unidos en el Congreso y su papel partidario. Es de esperar, pues el presidente tiene su partido al que debe favorecer. Sin embargo, un rey en una monarquía constitucional no tiene ambiciones políticas y ahí reside la magia del sistema.

Walter Bagehot, reflexionando sobre la monarquía inglesa, decía que un monarca sagaz sólo querría tres poderes: el de ser consultado, el de desaconsejar y el de poder animar iniciativas que considere positivas. En su influyente libro The English Constitution (1867), hablaba de que el monarca no es la cabeza del Estado (a diferencia del emperador francés), sino la cabeza de la sociedad. No podemos dejar de señalar una parte más del texto de Bagehot, que resonará con la audiencia española: para el autor, el monarca debe de ser una representación de la moralidad. Aunque en España el rey no tiene un papel religioso, es muy importante que el monarca sea percibido como moral. Es obvio que las crisis que dañan la imagen de integridad ética del monarca son destructivas para la institución. A ello hay que añadir que, hoy en día, resulta inimaginable fundar una nueva familia real en ningún lado del mundo, con lo que una vez que un país decide eliminar su monarquía constitucional, emprenden un camino sin retorno.

La monarquía ayuda a dar una identidad a una nación tan diversa como es la española. Los españoles podrán tener distintos gustos, acentos, lenguas, preferencias políticas y valores, pero la figura del monarca ayuda a cohesionar la sociedad. Es además un remedio para la polarización —una de las palabras favoritas de la actualidad—. Ello significa que esta imagen es esencial y, a diferencia de lo que muchos piensan, el exceso de transparencia puede ser peligrosa. Véase el bochornoso libro del príncipe Harry. En mi opinión, demasiada cercanía del monarca puede ser negativa, lo cual no deja de ser un reto en la era digital. Bagehot tiene una frase que resume muy bien este dilema propio de las monarquías en la modernidad: «Its mystery is its life. We must not let in daylight upon magic». Ya nadie cree en el derecho divino de los reyes, y toda la población sabe que el monarca es una persona de carne y hueso. Sí, el rey es una persona, pero no necesitamos ver sus rutinas, ni los defectos propios de un mortal. La integridad de la institución depende de su imagen, que tiene que ser ante todo digna. Para ello, algo de misterio alrededor de su persona siempre es de gran ayuda.

Por lo tanto, y considerando todos sus retos, si me preguntaran: ¿Merece la pena tener una familia real para garantizar nuestras libertades? No tengo ninguna duda, ¡Viva el rey!

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