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La soledad y el aislamiento social

La soledad como problema social ya está reconocida de forma generalizada. Desde el ámbito académico y especializado se vienen haciendo diversas aproximaciones sociológicas y psicológicas −entre otras−, en las que se ha convenido el empleo del rótulo de soledad no deseada. Las administraciones cuentan con estrategias y planes contra esta soledad no deseada y documentales como La teoría sueca del amor han puesto de relieve las consecuencias de una sociedad caracterizada por el aislamiento de las personas. Ya es un lugar común hablar incluso de una epidemia de la soledad, especialmente en aquellos países donde se erigieron ministerios en su nombre, como Inglaterra y, de forma más paradigmática, Japón. Allí se acuñó el célebre término de hikikomori para describir aquella forma de aislamiento total de los jóvenes que renuncian por completo a la vida social y emplean su tiempo, básicamente, en el uso de videojuegos y tecnologías de la información y la comunicación.

Sobre lo que no cabe duda es que, año tras año, en Occidente en general y en España en particular, se va consolidando la curva ascendente del número de hogares unipersonales

Al hablar del fenómeno de la soledad no deseada se distingue comúnmente entre soledad y aislamiento social. Si la soledad tiene más que ver con un sentimiento o convicción de saberse solo o carente de relaciones personales “satisfactorias”, el aislamiento social se refiere a todos aquellos factores objetivos que aíslan a los individuos. El tema, pues, se presenta hasta cierto punto insondable, habida cuenta de los múltiples factores que puedan causar ese sentimiento de soledad como aquellos que producen aislamiento social, desde la pobreza hasta el urbanismo, pasando por el dinamismo de las relaciones humanas, el uso, la calidad y el sentido del tiempo, o los distintos tipos de sociedades o tradiciones. 

La pandemia ha servido como catalizador para la profusión de todo lo que se refiere a los cuidados

Sobre lo que no cabe duda es que, año tras año, en Occidente en general y en España en particular, se va consolidando la curva ascendente del número de hogares unipersonales, es decir, casas habitadas por una sola persona. Para el caso español, según los datos del INE, hablamos de cerca de cinco millones de hogares −más de un cuarto del total− y buena parte de ellos −más del 40%− lo conforman personas mayores de sesenta y cinco años (de forma más acusada en mujeres, sobre todo a medida que avanzan en edad). Además de los antecitados hogares unipersonales, hay que considerar que en España hay dos millones de hogares monoparentales (también en aumento), es decir, hogares compuestos por uno solo de los padres y, como mínimo, un hijo a cargo menor de veinticinco años, de los cuales en torno al 80% son madres y, de estas, la gran mayoría en situación de separación o divorcio (40,2%) o son viudas (37,6%). Estos dos tipos de hogares representan un tercio del total y son los que han experimentado, con diferencia, un mayor incremento recientemente.

La pandemia ha servido como catalizador para la profusión de todo lo que se refiere a los cuidados. Sin ir más lejos, dos de los componentes del llamado Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, para la gestión de los miles de millones de euros de los fondos europeos, hablan de una nueva economía de los cuidados y de su refuerzo (“no dejar a nadie atrás”, ¿recuerdan?). Solo por esta razón parece pertinente preguntarse a quiénes cuidaremos o quién cuidará de nosotros; con quién pasaremos tiempo, quien pasará tiempo con nosotros. 

Es evidente que, con vistas al futuro, el número de personas mayores que viven solas no solo aumentará, sino que estas contarán de forma generalizada con menor apoyo familiar

Hace un tiempo circulaba por redes un gráfico muy revelador sobre el uso del tiempo de los estadounidenses (a nivel europeo y español en particular todavía no contamos con datos actualizados sobre la materia). Lo que probaba era una clara tendencia a pasar más tiempo solos, sobre todo a partir de los treinta años. Lo que no mostraba ese gráfico en concreto y sí otros de la misma fuente era la tendencia que mencionábamos anteriormente respecto a los hogares formados por una sola persona: desde hace, por lo menos, sesenta años, está consolidada no sólo en la vejez −donde se da de forma mucho más acusada− sino en todas las edades, especialmente tras el acceso al mundo laboral, por razones obvias.

Este problema social, si bien castiga a las personas más desvalidas, atañe a todos los grupos etarios y no entiende de clases

La estampa más cruda de esta soledad, efectivamente, se da en la vejez, y es evidente que, con vistas al futuro, atendiendo a los datos demográficos y las proyecciones estadísticas, el número de personas mayores que viven solas no solo aumentará, sino que estas contarán de forma generalizada con menor apoyo familiar, todo ello como consecuencia de factores como el aumento de la esperanza de vida y la mejora de la calidad de vida a esas edades, el descenso en el número de hijos o las transformaciones en lo que respecta a la vida familiar y comunitaria. 

Soledades

No obstante, soy reticente tanto a acotar el campo de estudio a las personas mayores y más vulnerables como al empleo de la expresión de soledad no deseada o, mejor dicho, a limitarnos solo a este enfoque. Respecto a lo primero, la vulnerabilidad, especialmente en lo referido a la vejez y la escasez de recursos, se corresponde con la imagen más cruda de la soledad, pero este problema social, si bien castiga a las personas más desvalidas, atañe a todos los grupos etarios y no entiende de clases (de esto mismo se hizo eco el último informe FOESSA). Una cosa es la asistencia social propiamente dicha, que tendrá por objeto atender problemas sociosanitarios de interés público, y que exige un acotamiento, y otra el estudio del fenómeno como tal de la soledad y el aislamiento social y sus implicaciones en todos los órdenes.

España tiene que prepararse para un escenario futuro en el que las políticas públicas exigirán una creatividad para abordar −también a largo plazo− las situaciones de desamparo concretas y fomentar, por razón del bien común, la solidaridad entre generaciones. Pero aun así el problema social ni se agota ahí ni es una cuestión que tenga que ser absorbida por el Estado. No es un problema tanto técnico como humano. Por eso plantear la solución −¡el mero hecho de plantear una solución!− de la soledad, sobre todo a través de medidas socializantes, es tanto como apuntalar la casa cuando amenaza ruina, aunque bien es cierto que quizás sea el único modo de que un rostro de compasión salga al encuentro de los desamparados. No hay que olvidar que las consecuencias de la soledad y el aislamiento pueden deparar naufragios que ni sospechamos. Solo hay que pensar: en el límite de qué sórdida frontera tiene que encontrarse alguien, por ejemplo, para que la única persona con la que pueda confrontar la decisión de quitarse la vida se encuentre al otro lado de un número de teléfono de tres cifras. 

Respecto al uso de la expresión soledad no deseada, comprendo la necesidad de contraponerla a una soledad procurada, ya que cierta soledad no solo es buena, sino que nos constituye en tanto que personas humanas con una subjetividad propia en el mundo, y además la buscamos a lo largo de la jornada con distintos fines. Sin embargo, no creo que haya que eludir la observación de una soledad deseada, o de un aislamiento social motu proprio, relacionado no con las peores condiciones de vida o la ausencia de relaciones personales y de amistad en el entorno, sino todo lo contrario.

Merece la pena considerar las implicaciones políticas, sociales y antropológicas de una realidad social de personas que se conciben solas, aisladas, cargando, como Atlas, con todo el peso del mundo

¿No tiene interés la voluntad generalizada de no tejer vínculos o el mero hecho de que las casas estén vacías, independientemente de la clase social? ¿No padece cierta soledad también un tipo que sale a las once de la noche de una alta torre y cuya única compañía son cómplices de consumo? ¿No hay una extraña soledad incluso en aquel cuyo alter ego virtual no tiene un soporte en la realidad? ¿No subyace quizá la idea de concebirnos solos cuando asumimos la premisa de que no tenemos que entrometemos en la vida del vecino, del compañero de trabajo, del amigo o incluso del marido o esposa? ¿No es un factor de aislamiento acaso el tiempo del que disponemos o cómo disponemos de él y con quién? 

Merece la pena considerar las implicaciones políticas, sociales y antropológicas de esta soledad que germina en un contexto de individualismo y masificación; de una realidad social, la de hoy y, sobre todo, la de mañana, de personas que se conciben solas, aisladas, cargando, como Atlas, con todo el peso del mundo.

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