Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Libertad, ¿para qué?

Hace cinco años se levantó una buena polvareda mediática en el mundo del tenis por unas declaraciones del ex número uno del mundo John McEnroe en las que afirmó que Serena Williams, a pesar de ser probablemente la mejor jugadora femenina de la historia, se situaría en el puesto 700º del ranking en caso de jugar en el circuito masculino. El ganador de siete grandes no se escondió en los días y semanas siguientes a pesar de las múltiples críticas recibidas y defendió su terreno en varias entrevistas. En una de ellas, la presentadora le preguntó si quería disculparse. McEnroe se negó al considerar que no había dicho nada que no fuera cierto.

De esta anécdota puede sacarse una reflexión sobre la importancia de sostener las propias convicciones frente a los inquisidores de la cultura de la cancelación. Sin duda, olé por McEnroe; pero me gustaría centrarme más bien en el llamativo estado de negación en el que multitud de periodistas y figuras del mundo del tenis se instalaron en aquel momento. Porque se puede disentir sobre qué lugar exacto ocuparía Serena en la clasificación masculina, pero cualquiera que haya jugado al tenis sabe que no saldría bien parada. Aquellos voceros mediáticos también lo sabían y, sin embargo, decidieron obviar una realidad que no encajaba en su discurso y señalar públicamente al disidente.

En el negocio de la libertad, la clave no es el qué, sino el para qué (…). La libertad se ejercita optando por algo y abandonando el resto de alternativas

Detrás de esta historia puede verse una vez más el afán fiscalizador de un cierto feminismo, pero lo que de verdad subyace es la sublimación de la libertad sobre todo lo demás, incluida la razón o la realidad. Vivimos en tiempos en que la voluntad se pone por encima de la propia naturaleza y hasta de la biología. Es el famoso “puedes ser todo lo que te propongas” o, en este caso, “Serena podría ganarles a los hombres si se lo propusiera”. Esta frase, que suena a Mr. Wonderful pero que se remonta a las ideas de Nietzsche, ha derivado en que el mundo de hoy otorgue a la voluntad la primacía incontestable de las potencias humanas.

Frente a este empacho de libertarismo en el que vivimos, se hace necesario recordar que esta facultad nada es por sí misma. En el negocio de la libertad, la clave no es el qué, sino el para qué, o, como escribió Chesterton, “adorar la voluntad es negarla, admirar la mera elección es negarse a escoger”. En efecto, la libertad se ejercita optando por algo y abandonando el resto de alternativas: “A cuántas cosas dice no cada sí que pronunciamos”, dijo Miguel d’Ors. Y añado yo: dame cuatro o cinco síes grandes para llenar la vida y con gusto renunciaré a todo lo demás.

Bien sabemos que, cuando tratamos de proteger nuestra libertad a toda costa, esa coraza nos hace quedarnos muy solos. Conviene, en cambio, que hagamos caso de aquel consejo que Jo, la heroína de Mujercitas, recibe de su madre: “Prefiero dejar que disfrutes de tu libertad hasta que te canses de ella, porque sólo entonces descubrirás que existe algo mucho más dulce”. A fin de cuentas, ya nos advirtió en su día nuestro querido Carlos Marín-Blázquez que “hay servidumbres que ennoblecen y libertades que degradan”.

Una de las empresas más nobles —y hoy en día más revolucionarias— en que puede empeñarse la propia libertad es la de casarse y formar una familia. El matrimonio es terreno fecundo donde rendir la voluntad

Y qué duda cabe que una de las empresas más nobles —y hoy en día más revolucionarias— en que puede empeñarse la propia libertad es la de casarse y formar una familia. El matrimonio es terreno fecundo donde rendir la voluntad; como recuerda Delibes en aquella novela autobiográfica que es Señora de rojo sobre fondo gris, “en toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana”. Estamos acostumbrados a esas chanzas cuñadistas sobre la sumisión entre esposos —ya sabemos todos en qué sentido—, pero es en ese allanarse del que habla el escritor vallisoletano donde se halla una insospechada fuente de gozo. Así lo dice también Tolstói por boca de Levin en Anna Karénina, en un pasaje en que el personaje se pregunta si lamenta “perder su libertad” ante su inminente casamiento. “La idea le hizo sonreír. —¿Libertad? ¿Y para qué la quiero? La felicidad consiste en amar, en desear lo que ella desea y pensar lo que ella piensa, es decir, en no tener libertad ninguna. ¡Eso es la felicidad!”.

Así pues, atrevámonos a embarcarnos en esta paradoja de la voluntad según la cual cuanto más uso hagamos de nuestra libertad, es decir, cuanto más nos comprometamos, menos libres seremos. Pero también más dichosos.

Más ideas