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Madrid, capital gastronómica de Europa

Uno, que no conoce Riga, pero ha vivido en Francia e Inglaterra, hace tiempo que se despojó del patriotismo dogmático para afirmar incorrecciones políticas como que el espumoso debe ser de Champagne, el riesling del Viejo Mundo, el fino de Jerez y los puros, habanos. Es decir, que los placeres son patrias en sí mismos.

Libre de esas pretendidas lealtades que exigen servir cava con jabugo, uno puede afirmar, sin pudor ni miedo a ser acusado de chovinismo, que Madrid es la capital de Europa donde mejor se come. La francesa le gana en estrellas y la británica en exotismo, pero la lonja de esta ciudad sin mar, la ilustración de sus barras y su ausencia de cursilería son cosas que deberíamos promocionar con mayor convencimiento.

Poblachón manchego, mezcla de Navalcarnero y Kansas City poblada de subsecretarios, según expresión intemporal de Cela, Madrid no destaca en el imaginario popular como cocina regional particularmente excitante. Y sin embargo, de Horcher al Bar Alonso, de Sacha al Quinto Vino, de Lúa a La Castela, de Verdejo a Lakasa y de Cuenllas a La Buena Vida, uno acaba asumiendo con naturalidad que en La Casa Gallega[1] se come mejor que en todo Portugal.

Volviendo al norte, la referencia francesa no es baladí. Un amigo yemení afirma que en París se lleva comiendo lo mismo desde que se prohibieron los pajaritos fritos. España, ciertamente, ha evolucionado en su gastronomía, refinando su cocina sin renunciar a la tradición. Aún mejor, ha aupado su recetario regional a la categoría de cocina nacional, cumpliendo gastronómicamente el anhelo del Conde-Duque de Olivares de hacer una sola España. Y, frente al argumento que elogia la restauración parisina por su repostería o su bodega y señala a Londres como capital de las cocinas del mundo, hay en mi opinión tres ases que hacen de Madrid la mejor excepción: las tapas, la cocina de temporada y el pescado.

Pasada ya la sensualidad del otoño –y con ella las corridas en Las Ventas y los últimos habanos al aire libre—, uno se consuela disfrutando del verano eterno del Caribe mientras paladea oníricamente la caza y las setas que el ubérrimo invierno español le reserva para una muy próxima visita.


[1] En la calle Bordadores, número 11, del Madrid de los Austrias.

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