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Miguel Hermoso: «Leer a Delibes es un buen comienzo para no morder el cebo que nos ponen los políticos»

El actor Miguel Hermoso.

Qué fantástica obra nos vuelve a regalar a la escena española Miguel Delibes con La guerra de nuestros antepasados (1975), sobre todo al público que goza del teatro. Una pieza (actualmente en el Teatro Bellas Artes y después de gira por toda España), adaptada con acierto por Eduardo Galán y dirigida por Claudio Tolcachir con un mimo que se les agradece, para ser interpretada por dos actores inmensos, Carmelo Gómez y Miguel Hermoso. Sobre el escenario se palpa la exigencia, el esfuerzo, el ritmo apabullante, ante un texto colmado de verdad. Delibes nos sirve palpitantes reflexiones que, por supuesto, convendría que apreciáramos en estos tiempos de tan pequeñísimas hechuras. Vivido todo desde la máxima cercanía, te deja el alma como cruzada al mismo tiempo que palabras como justicia, compasión o recuerdo quedan flotando en el ambiente a merced de un viento, generador de esperanza, que tiende a liberarnos de la tentación de proyectar cualquier clase de odio, venganza o resentimiento. Miguel Hermoso interpreta al doctor Burgueño que escucha a Pacífico (Carmelo Gómez). Dr. Burgueño se convierte en depositario de una narración extraordinaria, mezcla de pasión y culpa. Un magnífico duelo interpretativo con un toque de suspense, tengan en cuenta que es una historia en la que no sabemos qué ha pasado. No dude en hacerse con una entrada en cuanto se le ponga a tiro. 

En esta charla me encuentro con un Miguel Hermoso amable, cercano que, generoso, se abre en canal. Tras el desencuentro con el mundo en épocas pasadas se encuentra hoy en un momento pleno, de lograda conciliación, cuando casi daba por perdidas todas las batallas. Sabedor de haberse equivocado un montón de veces, ha ido aprendiendo de esos errores y tiene claro que de aquí ya no le mueve nadie. 

Ya no es ese joven con los deseos de comerse el mundo revolucionados, ha sabido digerir el aplauso profesional durante años intensos de carrera. Le recordarán, en principio, por aquel éxito en televisión interpretando a Diego de la Vega en Yo soy Bea. El malo, ambicioso, perverso, maquiavélico De la Vega, al que supo que había que llevar al extremo hasta el ridículo, logrando convertirlo en uno de los favoritos de los espectadores. Súmenle en su haber más aciertos como el magnífico Quevedo en Alatriste, más series como Amar es para siempre, Arrayán, Raquel busca su sitio y también en los escenarios a Don Luis Mejía, en Don Juan TenorioLa familia de Pascual Duarte o La Culpa, de Mamet. 

Confiesa que no se equivocó queriendo ser actor. Que ama mucho este oficio y que actuar se lo plantea como el mayor acto de honestidad, «ahí es donde más honesto tienes que ser, hablar con la máxima verdad, creando esa magia sobre el escenario que deseas trasladar al espectador».  Detesta la traición. Y, le encantaría interpretar El rey Lear en alguna ocasión. 

¿Qué tal se encuentra interpretando la guerra de nuestros antepasados?

Me encuentro viviendo un momento muy dulce de mi carrera. Hacía mucho tiempo que no interpretaba  una obra que se constituye de éxito de público y de crítica y que, al mismo tiempo,  uno tiene la sensación de que le está tocando el corazón a la gente, aparte de lanzar un mensaje de emoción, pero también de reflexión. Además, estar junto a Carmelo Gómez en el escenario es un auténtico privilegio, es mucho lo que uno tiene que aprender de él y con él. 

Hablando de antepasados, ¿es nostálgico? 

No. La sensación que tengo es de haber ido aprendiendo a vivir. Ahora que tengo algo más de 50 años es cuando diría que he encontrado algo parecido a un equilibrio entre la parte emocional de mi vida y la parte profesional. Sí que es verdad que, a veces, uno tiene la sensación de que cuando ha aprendido ya es demasiado tarde. Cuando miras atrás, que es inevitable, uno siente más que nostalgia rabia por no haber hecho las cosas mejor en el pasado.

¿Merece la pena la nostalgia?

En realidad, no. Lo inteligente sería no torturarse, no mortificarse por los errores cometidos en el pasado, pero como es inevitable, son ráfagas que te envía tu propio pensamiento que parece independiente a tu voluntad, uno tiene que vivir con ese sufrimiento, a veces pequeño a veces grande, de no haber sabido vivir, aunque la compensación sea que lo que quede por delante hacer las cosas mejor. 

¿Estamos condenados siempre al recelo, al prejuicio? 

Bueno, son cosas diferentes para mí. El recelo, si lo que quieres decir es a nivel colectivo, es inevitable. La desconfianza con respecto a nuestros congéneres estará siempre porque tendemos a pensar que nosotros tenemos buenas intenciones y los demás las tienen malas. ¿Prejuicio?, entiendo que es un juicio que se forma sin fundamento, entonces también parece una constante, en general, en nosotros, los seres humanos, porque nos gusta simplificar, formarnos unas ideas de las cosas sin tener toda la información, la experiencia o datos para ello, a veces involuntario también. 

¿Es este el castigo del mundo moderno? 

No, no es el castigo, esto viene pasando desde que el hombre es hombre. No es algo que esté pasando ahora y que no pasara antes. 

¿Qué nos vendría bien recordar de las enseñanzas de Miguel Delibes?

Delibes tiene mucho que enseñar. Hay algo especialmente interesante, para mí, que es el amor por la naturaleza y el saber mirar más allá de las cosas. El no quedarse sólo con la superficie. Observar con asombro, con ingenuidad y percibir la belleza del entorno que nos rodea. Eso lo tiene el personaje de Las guerras de nuestros antepasados, Pacífico Pérez, aunque extremado hasta el punto de que le resulta doloroso; pero sin llegar a ese punto de sufrimiento, sí que creo que Delibes, con muchos de sus personajes, nos plantea algo que supongo que sentía él, un hombre muy apegado al entorno rural, a la naturaleza. Hay algo, quizá, más troncal en la obra de Delibes que es un análisis de la bondad y de la justicia. Y, en ese sentido, me parece un poco pesimista porque los personajes bondadosos siempre son devorados por los egoístas. Pretende, entonces, provocar en nosotros una rebeldía contra esto. Ese es el punto en el que creo que ponemos a los espectadores con esta obra, un acto de rebelión contra la injusticia y en un saber apreciar la delicadeza que tiene la bondad de esa fragilidad, que nos expone, pero que merece la pena atesorar.

¿Y al otro lado de la obra de teatro y del libro de Delibes qué hay? 

Delibes tiene una mirada más provocadora de lo que parece. Te plantea situaciones muy duras y, a veces, muy injustas o muy sádicas, como esa especie de entrenamiento terrible al que somete la familia y el entorno de Pacífico a él mismo para que sientas aversión a ello y cuando lo veas en tu vida personal sientas ganas de rebelarte, sientas ganas de cambiarlo o, al menos, en tu fuero interno, ser diferente a esos personajes que te describe. 

¿Es demasiado áspero aquello que nos encontramos al otro lado?

No, nunca es demasiado áspero, es la verdad. Creo que coge mucho de la realidad que él vivió. Es verdad que España ha evolucionado, ha progresado, probablemente no lo suficiente, pero sí lo bastante para darnos cuenta de que el pasado, ese bagaje tan plomizo que arrastramos, es algo que debemos preocuparnos en no volver a revivir. Y para eso está la historia. Y para eso está la narración. Por eso es importante que las nuevas generaciones tengan una versión fidedigna del pasado. 

¿Contra qué combate usted?

Como «combatiente» he tenido épocas en mi vida en las que mi prepotencia me hacía sentir que podía estar involucrado en algún tipo de lucha social pero, generalmente, todo embarcado en una ideología de carácter muy ingenuo y bastante falsario, con lo cual aquello fue más un desarrollo tóxico de mi propio ego que un combate real contra los males de la humanidad. Cuando hice una labor de sinceridad conmigo mismo y me di cuenta de que el mayor mal que podía encontrar lo tenía mucho más ante mí de lo que pensaba y habitaba más en mí mismo, en mi propia alma, se trasladó a algo más personal. Si contra algo soy combatiente ahora mismo es contra la verdadera maldad que habita dentro de mí, que existe y que la detesto, aunque no sea capaz de erradicarla, pero sí de contenerla. Ese sí que es un trabajo de combate y de pelea al que me dedico cada día.

Ahora que muchos intentan resucitar a través de la política aquel conflicto, me pregunto qué hacer para llevar a cabo lo que Delibes pretendía con este mensaje pacifista.

Es que los términos están muy simplificados y a mí lo que más difícil me resulta es aceptar la simplificación con la que parece estar de acuerdo la mayoría de la gente. Partes entonces de esta simplificación, en la que hay dos bandos, eliges uno, en uno están los buenos y en otro están los malos, pero claro, ambos se creen buenos… ¿A través de la política se intenta resucitar el conflicto?, sí pero no porque en el siglo XX haya, tanto por parte de la izquierda como por la derecha, una certeza, unas creencias arraigadas, en que el modelo de sociedad debe ser más tendente al conservadurismo o más tendente al socialismo, al liberalismo. Contraponer estas ideologías sí que ha quedado obsoleto. Los políticos de ahora se han especializado, ya sin máscara ideológica, en perseguir el poder intrínseco. Y el conflicto permite enardecer a las masas y tocar su fibra emocional de modo que no pueda pensar de manera compleja o de manera crítica. Y en esto pican, borreguilmente, la mayoría de conciudadanos.

¿Dan la sensación de que lo están consiguiendo?

Dan la sensación, incluso, de que se retroalimentan, tanto unos extremismos como otros. Ya sé que a uno esto le pone en una situación que, presumiblemente, puede ser tildada de equidistancia y eso, a priori, es malo, pero yo prefiero pensar que soy simplemente una persona que trata de pensar por sí misma, sin etiquetas y sin prejuicios. Trato de juzgar los hechos y la actualidad más en virtud de la historia que de premisas ideológicas. Porque las ideologías, en realidad, son fantasías, es decir, la capacidad que uno tiene de soñar cómo debería ser la sociedad ideal, pues bueno, eso lo puede hacer cualquiera, escribirlo en un papel es fácil. Ahora, llevarlo a la práctica, creo que el siglo XX nos ha enseñado que cuando los intelectuales juegan a estadistas el resultado son el comunismo soviético, el fascismo nazi o el nacional catolicismo, fenómenos absolutamente liberticidas.

¿Qué propone?

Creo que si algo se debe uno considerar es un amante de la libertad. Se tiene que encontrar enfrente, frontalmente opuesto a cualquier tipo de ideología que extreme lo emocional sobre lo racional y que prime el enfrentamiento sobre el entendimiento porque ¿después del enfrentamiento, después de esa revolución en que vamos a matar, a guillotinar a los malos, después de eso qué viene? Si tomamos como ejemplo la historia, después de un baño de sangre lo que viene es miseria, para empezar, la pobreza, y el que se aprovecha de ella suele acabar siendo un hombre fuerte, un dictador, un salvapatrias, alguien a quien la gente se agarra porque ya ha dejado de creer en todo lo demás. 

Y ahí viene el mensaje de Delibes…

El mensaje que nos transmite Delibes y al que me apunto, lo firmo a dos manos, es el de pensar por nosotros mismos y el de no creerse demasiado todo aquello que nos pueda llevar a una actitud violenta, a una acción de guerra como, por ejemplo, el nacionalismo. Más que pacifista yo diría que Delibes es un escéptico respecto a las soluciones globales, facilonas para la sociedad, y te plantea que pienses tú como individuo. En este caso, en Las guerras de nuestros antepasados, que pienses dónde reside tu propio impulso violento, qué es lo que te puede convertir como a Pacífico, un hombre plagado de virtudes como la bondad, la ingenuidad, la sensibilidad, en un asesino. Qué tipo de enseñanzas has podido recibir y no reconoces que han sido tan grandilocuentes y tóxicas como para embarcarte tú en algún tipo de cruzada violenta, que si fuera por ti nunca asumirías. 

Qué importante leer a Delibes…

Leer a Delibes es un buen comienzo para no morder el cebo que nos ponen, a menudo, los políticos que, insisto, lo que verdaderamente pretenden es acaparar el poder. Normalmente, los políticos de ahora, no los del siglo XX que sí se creían que estaban equivocados en muchos casos, pero se lo creían; los de ahora te cuentan películas que ni ellos mismos se creen, pero piensan que tú sí, y que si te las crees les vas a votar, y si les votas llegarán a tener poder. Una vez que lo tienen, la tendencia es a erradicar la democracia para poder retener ese poder. Así sucede en la mayoría de los estados, todo el que llega tienden a perpetuarse en el poder. Ahí es donde es muy importante que el poder ejecutivo sea sólo un poder más y no invada o colonice los otros dos poderes del estado de derecho. 

Podríamos pensar, ¿acaso este mundo es para los valientes? 

El mundo, tal y como yo lo veo, es más para los pícaros, para los golfos. Son éstos los que acaban triunfando. Ahora, también es cierto que el concepto de triunfo que tengo yo es, probablemente, diferente al que tiene el pícaro, el que sabe aprovechar las oportunidades y, si es posible, aprovecharse de la ingenuidad de los demás. Entonces, valiente para mí podría ser enfrentarse a uno mismo y a sus propias limitaciones. Valiente podría ser renunciar al concepto comúnmente reconocido como éxito y elaborar uno su propio modelo de éxito. Valiente es no hacer lo que se espera de ti, sino lo que tú vas descubriendo que debes hacer. Valiente, generalmente, es hacer lo correcto, en lugar de hacer lo que a uno le conviene. Cuando lo haces, normalmente, acabas reducido a una minoría y eso te aísla mucho. Lo que pasa es que a mí no me importa, no me importa ser pobre, no me importa no ser famoso ni reconocido; me importa mucho más mi propia conciencia. Eso puede ser considerado, tal vez, un acto de valentía. Renunciar al aprecio o al reconocimiento de los demás 

Miremos con optimismo, ¿qué tenemos a favor los españoles?

Tenemos una historia común y la lengua española, una de las más bellas del planeta y una de las más habladas. Creo que la riqueza cultural de la que disfrutamos, por la cantidad de pueblos y de corrientes de religión y políticas que han discurrido por la península ibérica, es algo muy disfrutable, algo muy apreciable, aprender de tu propia historia para entender de dónde venimos. Resulta profundamente enriquecedor. Insisto, lo más grande que tenemos los españoles es que hablamos de nacimiento una de las lenguas de mayor difusión, y da la sensación de que no lo valoramos lo suficiente, 

Hablemos de usted. Quería ser actor desde siempre… 

No, no quería ser actor, la verdad. Actor me hice cuando fracasé en todo lo demás que había emprendido. Es cierto que procedo de una familia en la que el ambiente me ha cultivado desde pequeño porque mi padre es director de cine –Miguel Hermoso- y mi madre actriz y ahora directora de casting –Elena Arnao-. En mi casa siempre se ha hablado de cine, de teatro, de literatura, he aprendido de y con mis padres cosas que no tiene la mayor parte de la gente que se dedica a esto y a ellos debo estar agradecido. Yo tenía otros planes para mi vida, aunque el teatro siempre ha estado presente. Para empezar porque no pensaba que fuera capaz de vivir económicamente gracias a él y la vida me ha ido haciendo rebotar de un lado para otro. Si te soy completamente sincero, me hice actor cuando ya no me quedaba ninguna otra opción de progresar en otros campos. Quise ser escritor, poeta, filósofo, luego antropólogo, quise estudiar en EE.UU., pero me expulsaron. Ya de vuelta a España, acabé dando con mis huesos en la Escuela de Arte Dramático (RESAD) y ahí me lo empecé a tomar en serio. También te digo que, una vez que traspasé esa frontera, lo convertí en mi religión. La vida que hago ahora es, prácticamente, monacal con la interpretación y con el arte dramático, aparte de lo que es connatural con cualquier ser humano que es cuidar de su familia. El teatro y el arte es lo único que me importa y progresar en mi técnica es mi objetivo número uno. 

¿Qué se deben mutuamente usted y su oficio?

Mi oficio no me debe absolutamente nada. ¿Qué le debo yo? Le debo que en la peor época de mi vida, por circunstancias de enfermedad mental, lo único que me quedaba era mi oficio, mi profesión y por salvar mi oficio me acabé salvando a mí mismo. No debería haber sido así, pero cuando uno pierde absolutamente la autoestima, como es algo que me ocurrió a mí, se dio esa paradoja de que el hecho de actuar, que era la única fuente que tenía de aprecio por la vida, fue la boya que me hizo salir a la superficie, sino estaría en profundidades a mil kilómetros de distancia bajo el mar. 

¿Qué es lo más importante en la vida y de qué no quiere saber nada de este mundo?, ¿tal vez la frivolidad, las apariencias?

No, la frivolidad me parece algo legítimo. Creo que toda vida debe tener un pequeño patio de recreo para la frivolidad. Es ocio, es diversión, es no tomarse las cosas en serio y, asociada al gozo, la frivolidad me parece interesante. ¿Las apariencias? Bueno, todos intentamos aparentar algo que no somos en la medida en que todos intentamos mostrar la mejor versión posible de nosotros mismos. El problema está en que uno se acabe creyendo que es la máscara que ha creado porque entonces te pierdes la realidad, te pierdes a ti mismo y te pierdes cualquier opción de profundizar en ti mismo o mejorar como ser humano. Lo más importante es la salud mental de uno mismo, el bienestar de uno, sin eso es absolutamente imposible ayudar a los demás ni ayudar a los que más quieres, ni producir algo que pueda generar satisfacción o emoción en los demás. Para eso hay que hacer un acto de honestidad profundo, intenso y desgarrador si es necesario, para estar en paz consigo mismo. Eso requiere, a menudo, tener crisis en las que uno desordene todo para volver a ordenarlo o limpiar la mesa, tirándolo todo por el suelo, y volver a empezar de cero. ¿De qué no quiero saber? Quiero saber todo de todo,  incluso de lo malo. Quiero saber incluso los mayores males y las mayores perversiones de este mundo, quiero comprender cómo y por qué se producen. 

¿Y usted con qué obsesiones batalla?

Puede que tenga obsesión por la excelencia, por la perfección y, a veces, eso precisamente me impide alcanzarla. Porque obsesionarse lo identifico con obtener las cosas rápido y las cosas, a menudo, vienen como consecuencia de un periplo muy largo, muy serpenteante, con muchas paradas,  interrupciones, con muchas crisis de las que uno luego sale fortalecido. La obsesión, en la medida en que es querer las cosas por el atajo de lo antes posible y sin que me suponga esfuerzo o sacrificio, sí es algo contra lo que yo batallaría. 

¿Qué se ha propuesto como persona/como actor? 

Como persona, progresar hacia la sabiduría y hacia la paz interior. Como actor, continuar la progresión que llevo y participar en proyectos que me permitan tener la sensación que tengo ahora con Las guerras de nuestros antepasados de estar entreteniendo, divirtiendo pero, también, lanzando un mensaje de crítica, de análisis y también de esperanza respecto al ser humano y respecto a la humanidad. Aunque, si es necesario, también estoy dispuesto a hacer cosas de puro entretenimiento porque quizá he sido demasiado pretencioso en esto último que te he dicho y debería conformarme, sencillamente, con subsistir gracias a mi profesión, que es algo que muy pocos actores con formación hoy consiguen. La mayoría están trabajando en otra cosa y luego actuando, cuando les dejan y cuando pueden. 

¿Podemos contar qué prepara? ¿Podremos verle en televisión próximamente? Ahora todo gira en torno a Las guerras de nuestros antepasados, que dado el éxito que está teniendo promete una gira muy larga. En verano estaré en el Festival de Mérida en un proyecto que se forjó antes de Las guerras llamado República de Roma, un texto de Roberto Rivera, con Pedro Miguel Martínez, Pepe Ocio, Óscar Hernández y yo mismo. Una historia muy interesante sobre los entresijos de la política romana, los discursos de Cicerón. Una obra de plena actualidad, lo que vivían en Roma hace dos mil años se parece muchísimo a las historias políticas de traición, de ambición y de confrontación que estamos viviendo y padeciendo ahora. ¿En televisión? Pues, desgraciadamente, no va surgiendo ningún proyecto. Hay un problema ahora, la mayoría de las productoras no quieren incluir en sus repartos a nadie que esté haciendo teatro porque les resulta incómodo meterte en la planificación. Creo que esto es un error y acabarán renunciando a mucha gente de calidad porque considero que todo actor de calidad, normalmente, está haciendo teatro, que no digo que haya muchos que no haciendo teatro no tengan  calidad, pero suele ser más bien al contrario. Seguiré con el teatro siempre hasta que me dé la salud, es decir, la memoria y la salud mental. El teatro es el alfa y el omega de mi vida, es lo único que sé hacer verdaderamente con garantías en esta vida. Todo lo demás lo hago medio mal y debo seguir porque, en parte, no me queda otra opción y, en parte, es una de las cosas que más disfruto en la vida.

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